Casi siempre se forma revuelo cuando una película dirigida por una mujer gana reconocimiento o se alza con un premio equis. Porque no es común, porque nos hemos acostumbrado a que el universo pertenece a los machos y punto. Y a los blancos, heterosexuales, clase media, etcétera. Hay una serie de acuerdos sutiles que damos por descontado para aceptar la realidad como es, pues quizás nos permiten andar por ahí sin ir de gresca en gresca.
En la Muestra Joven ICAIC 2017 llamó la atención de mucha gente que fuesen directoras quienes obtuviesen los principales galardones en las categorías más concurridas: ficción y documental. Marta María Borrás, con Un instante, ganó en la primera; Carla Valdés, con Días de diciembre, en la segunda. También cortos como Pescador, de Ana Alpízar, y Tilín tilín, de Violena Ampudia, que merecieron varios reconocimientos, destacaron la nueva movida femenina del audiovisual cubano.
Con estas producciones se dan cosas por sentado: que portan una vigoroza perspectiva de género, o deberían hacerlo, tratándose de mujeres tras la cámara. Pero en el grupo anterior, a excepción de Borrás y Ampudia, los tratamientos toman por lo general otro camino.
La cuestión del punto de vista de género en el audiovisual cubano de hoy parece saldada: hay mujeres produciendo relatos acerca de su mundo afectivo, social, físico, sobre sus imaginarios particulares. En este ámbito, acaso las más apreciadas sean las visiones reivindicativas y justicieras, que ponen en tela de juicio las violencias y exclusiones, los silenciamientos. Los audiovisuales de tema femenino “con conciencia de género”, que enfrentan asuntos de la agenda pública sobre tal cuestión, suelen ser muy apreciados, y operan incluso como instrumentos de estímulo a la toma de partido público sobre problemas de las mujeres en la sociedad.
Lo curioso es que haya una zona de los discursos artísticos cuya aproximación a esos fenómenos sea menos ostentosa. Vuelvo a la Muestra Joven ICAIC 2017. En la selección en competencia, Oculta trajo una fábula anclada en el revisionismo histórico, familiar a buena parte del cine cubano reciente. Dirigida por Jessica Franca, su argumento se coloca en una beca en el campo en la década de 1980, donde una adolescente trata de mantener en secreto su embarazo.
Aquí el claustro es esencial: el encierro y alejamiento de la familia en cierta medida facilita las cosas a la muchacha, quien cuenta con la solidaridad de una amiga cercana para soportar su situación. No obstante, es el entorno social el principal antagonista: los compañeros de estudios toman la cercanía y apoyo mutuo entre ambas como síntoma de lesbianismo, y se burlan; los profesores son poco comprensivos y someten a las adolescentes a una vigilancia y rigor excesivos; la familia advierte que cualquier transgresión de las normas tendrá consecuencias terribles.
El papel habitual del varón oportunista corresponsable del embarazo ni siquiera tiene peso aquí. Más que una violencia dentro del entorno de la pareja, Franca quiere subrayar el abuso físico y sicológico que padece una mujer en un medio donde la única postura posible frente al embarazo adolescente es el castigo.
Todo lo anterior parece suponer una convención melodramática y determinista dentro de la cual Oculta dibujaría una tesis victimista. Algo de ello hay, sobre todo porque la constitución dramática opera sin matices. Mas, la pieza de Franca opta por una resolución inaudita: la muchacha, en su desesperación, se induce un aborto.
Esta secuencia es escenificada en el ambiente en penumbras de un baño sanitario colectivo, de noche, mientras el albergue duerme. Su progresión abarca casi una decena de minutos y está tejida a través de varias estaciones del suspenso. La ubicación de la cámara, el uso del sonido, nos trasladan a un universo de horror: el feto recién nacido cae a la poceta del inodoro fuera de cuadro, bajo la mirada sobrecogida de la adolescente, que se ha liberado de su secreto después de mucho sufrir. La sangre es abundante, el personaje tiene el pelo cubierto de sudor y emerge de su parto casi desfallecido. En un plano bajo del inodoro solitario y sucio, se deja escuchar el llanto de una criatura.
Esta solución, extrema y efectista, está elaborada con suficiente eficacia como para ser chocante. Porque eso quiere. En el plano final, la directora de la escuela conduce a la muchacha por el pasillo del albergue en dirección a las luces de una ambulancia, mientras la cámara las sigue en plano medio, muy de cerca, en dolly back. A su alrededor, decenas de becadas en ropa de dormir observan la escena.
Oculta no es el único ejemplo de este tipo que se ha visto en 2017. En La costurera, de Rosa María Rodríguez, la trama refiere un entorno familiar femenino (tres generaciones: abuela, hija y nieta) que conviven en un caserón, sin conflictos mayores. Esa fábula alterna con un relato de hadas que la abuela cuenta a la nieta (y que es insertado como un segmento de animación), donde un mundo ideal se ve alterado por la aparición de una araña terrible (“negra como la noche”) que secuestra a la madre de la princesa del reino. La niña y su hada madrina fabrican una muñeca de trapo que sirve como ayudante a la primera en la búsqueda del monstruo y en la salvación de la madre.
Mientras esto se refiere, el mundo real de la familia es trastocado por la muerte de la abuela. Aparece entonces un antagonista masculino con ínfulas de poder dentro del entorno doméstico, en la figura de un padrastro. El hombre comienza a tejar acechanzas alrededor de la niña, que derivan a abuso sexual. Esto último apenas está sugerido; la efigie de la araña mostruosa se filtra del universo de hadas a la realidad de la niña en la forma de un muñeco que, en la noche, repta entre las piernas de la muñeca con que suele dormir. Al retirarse la sabandija, una mancha de sangre se extiende sobre la sábana.
La niña toma prestado de los utensilios de su fallecida abuela costurera unas tijeras de sastre. En otro plano elíptico, el padrastro reposa amortajado en su cama, sus genitales castrados, mientras la espectral voz en off de la abuela finiquita la narración y anuncia que llegó el fin. Suben los créditos.
Tanto Oculta como La costurera echan mano a recursos de género fílmico; en su caso, el horror sicológico. El de Franca produce, sobre todo a través de un feliz trabajo fotográfico y de dirección de arte, un ambiente escénico muy expresivo, que garantiza la sensación de estar dentro de un mundo siniestro, donde el diferente morirá de asfixia. Ello permite que, cuando lleguemos al desenlace extremo y chocante, todo reaccione a partir de esa percepción de lo ominoso como parte del mundo de relaciones humanas de las instituciones de control.
En el caso de La costurera, las enormes posibilidades expresivas del ambiente claustrofóbico de la casa no son bien aprovechadas y las actuaciones en general resultan menores, pero el relato en clave de suspenso sostiene el interés. Rosa María salpica su argumento con innumerables símbolos de mucho peso freudiano: la araña negra como alegoría de los genitales; el enigma terrorífico de la sexualidad ajena en la forma de la cueva oscura donde habita la bestia; la particular dosis de imágenes fantásticas que disfrazan en la niña el despertar de la libido.
En ambos casos, hay un trabajo sobre el horror como elemento que cruza las relaciones de poder social. En ambos, estas tensiones se manifiestan a través del cuerpo femenino, visto como campo de batalla donde se debaten cuestiones de sujeción y obediencia, así como también de rebelión. Sus protagonistas cometen “crímenes” que resultan en soluciones justicieras para sus dilemas.
Los dos cortos sugieren que el discurso de género en el cine cubano podría seguir cauces menos conservadores que la denuncia o la retórica de la toma de conciencia, que sus formas expresivas podrían recurrir a los géneros del cuerpo y de lo extremo –como demostraron hace tiempo realizadoras como la francesa Catherine Breillat.
Porque, aunque parezca que me muevo en el territorio de las hipótesis artísticas, lo cierto es que el cuerpo femenino como territorio de la violencia cultural está sobrado de evidencias: Oculta indica que su relato está “Inspirado en hechos reales”. Al finalizar, un texto informa: “A principios de los años 80 se reportaban más de 51 mil casos anuales de embarazadas entre 15 y 19 años… En la actualidad… se reportan alrededor de 17 mil casos (CEDEM).”
Lleva además, como exergo, una dedicatoria personal de la realizadora: “A Isabel, quien no tuvo tiempo de amarlo y me lo encargó a mí.”
En Cuba hay muy buenas directoras de cine, casi todas muy jóvenes y con una formación acorde al nivel de las escuelas de audiovisuales en Cuba, entiéndase FAMCA y EICTV, pero muchas de ellas, y eso ha lastrado su obra, han asumido una militante estética feminista que, a veces, proriza el mensaje político, explícito o encubierto, por sobre la idea original y a la factura definitiva de la obra, a ratos demasiado visceral y victimista de manera prefabricada. No estoy en contra del mensaje reivindicativo, siempre y cuando venga acompañado de una contraparte artística acabada, pero esa parte se descuida demasiado a menudo. Presuponen erróneamente que basta con las buenas intenciones. Igual es un salto cualitativo y cuantitativo enorme respecto a décadas, incluso años anteriores. Un campo donde si muestran avances extraordinarios es en el de la fotografía de cine, un oficio tradicionalmente “masculino”, y del cual ellas se han apropiado para bien. En cualquier caso es refrescante ver tantas historias dirigidas por mujeres, algo que precisa nuestro país para oxigenar su sensibilidad, tan anticuada, machista, patriarcal y retorcidamente misógina. Que corra entonces la sangre, pero nunca hasta el río.
Muy buena crítica