A nosotros, en general, no nos importa la Fórmula Uno. No nos importan un carajo las imaginaciones ingenieriles de Adrian Newey, la última sorprendente innovación en el morro, el alerón o la cola del Mercedes o del Williams, el desgaste de las Pirelli, las pruebas en Bahréin, el simulador de Ferrari, el asfaltado en Brasil o en Mónaco, las curvas, los sistemas de freno, las rectas, la aceleración, las sinuosidades en la pista o en la mente, el embrague, y ese sonido que retumba en el pecho y en el sueño vertiginoso de cualquiera que no sea uno de nosotros.
Yo, por tanto, venía pensando en una mujer. Iba, en realidad, pensando en todas las mujeres. Ocurre que no todas las mujeres, a diferencia de los hombres y las ranas antes de ser ranas, son iguales. Así que yo, cuando voy caminando por ahí y me da por pensar en una mujer, me apresuro a terminar con ella y empiezo a imaginarlas a todas, una por una, como corderos (con garras) que saltan una verja nubosa. Cada una tiene un color y un tono de voz y unas piernas de cordero propias, irrepetibles. Yo no las cuento para no caer dormido, por ejemplo, en medio de 23. Así que conversamos un poco, ellas y yo. Y a veces bailamos un vals o un tango (solo cuando ando inspirado, un reggaeton), tomamos alguna cerveza en cualquier parque sin árboles, intercambiamos toques en Facebook, leemos poemas de otros que he escrito secretamente yo, maldecimos el otoño por la flagrante caída de unas hojas en cualquier ciudad que no es La Habana, respiramos el fuego virtual del horizonte (sus caballos ardientes), cazamos fantasmas camuflados en el smog del DF o Pekín, naufragamos en cualquier costa o estero tiernamente putrefacto, casi real, o nos besamos en un segundo rojo del semáforo. Pero nunca, ellas y yo, hacemos el amor en esos encuentros porque temo a caer, convulso, vacío, pongamos por caso, en la esquina de 23 y J.
Será machismo o lo que sea, pero pensar en una mujer produce un bienestar secreto que ayuda a engañar, incluso, esa ya proverbial soledad del corredor de fondo. Uno llega a convencerse de que, aquí y ahora, no es la víctima ni el verdugo, no es un elegido de los dioses, pero tampoco una subespecie del género humano, no es el loco del pueblo ni es el pueblo, no es Emily, la del relato de Faulkner, ni es Faulkner. Estoy a salvo: pienso lo que pensamos todos (bien, no sé en qué piensan las mujeres, pero eso es otra cosa) cuando andamos por ahí. Soy solo una cifra, un hombre normal, aunque usted crea que esto que lee es un poco raro y que no debería estar leyéndolo porque los reportes sobre mi mente en una tarde de La Habana tendrían que quedarse quietos en alguna gaveta, en mi casa.
Claro, usted comenzó a leer porque creyó que esta era una crónica de Fórmula Uno. La Fórmula Uno, después de todo, es un tema ligeramente exótico (para nosotros) al cual usted pudiera dedicarle sin demasiado riesgo cinco minutos de su día. Aunque nada más.
Pues bien, le cuento. Caminaba por 23 y cuando llegué a mi parada no vi por todo aquello a ningún manisero. Tenía hambre. Tal vez fue por eso que me puse a mirar la multitud en aquel pedazo de avenida y me puse a contar a la gente y pronto perdí la cuenta y miré hacia la esquina y no vi la guagua verde que esperaba y caí en una depresión honda como mi estómago y de mi estómago caí, no sé cómo, al abismo beige u ocre de mi mente y allí encontré… no a una mujer esta vez, sino a Schumacher, dormido al volante de un P-5 presumiblemente roto en una calle larga que no reconocí de inmediato.
Ya saben de quién hablo, Michael Schumacher, un alemán de rostro plácido como de Terminator bueno y cuerpo atlético y unos mil millones de euros de fortuna gracias a sus siete campeonatos mundiales de Fórmula Uno con la escudería Ferrari.
Pensar en Schumacher clasifica al menos como singular entre nosotros, tan dados a flirtear mentalmente con mujeres improbables y a hacer uso del transporte público. Pero quizá todo tuviera que ver con el hecho de que el mejor conductor de la historia esté ahora en coma inducido en una clínica de Grenoble, Francia. Schumacher esquiaba sobre la blancura de este mundo cuando cayó más de diez metros hasta golpear su cabeza contra una negra roca en las montañas de Méribel.
Sin dudas se trata de una noticia desastrosa y por tanto resulta bastante normal que muchas personas estén levemente conmocionadas con este asunto desde hace meses.
Mientras pensaba en Schumacher, me convencí enseguida de que no daría ni un centavo por su destino. El superhombre en coma, es decir, despertado bruscamente de su gloriosa “vida real” a un vértigo blanco y desconocido y traidor. Recuerdo ahora que en las sagas nórdicas o germanas eran las doncellas (y luego, claro, está la Bella Durmiente) quienes dormían siglos hasta que algún guerrero venía a despertarlas. En términos míticos, Schumacher sería entonces un raro experimento andrógino de Odín y espera por alguien, una mujer, supongo yo.
Confesaré que me atemorizan las epifanías demasiado bruscas, esas trágicas anagnórisis, abrir los ojos (como Schumacher), digamos, del lado equivocado, o del lado justo, no sé… No llegué al fondo de ese asunto.
En realidad es muy difícil para nosotros pensar en estas cosas, tan lejanas, tan frías. Resulta peligroso darle vueltas en la cabeza a esas cuestiones (epifanías, el destino, la locura de los sueños) si uno está en una parada de La Habana, en medio de una húmeda y al mismo tiempo incandescente multitud que espera un ómnibus, un saurio fabuloso y verde que no llega. Alguien me ha dicho que la lucidez y la estupidez son fases del sueño, adictivas por igual, y que ni una ni otra garantiza la felicidad. No sé.
Ya esa tarde había pensado en todas las mujeres del mundo y había pensado en Schumacher: en su vida como un circuito estúpido y terrorífico de Fórmula Uno donde si paras te mueres y estás condenado entonces a dar vueltas en el mismo lugar, a ver las mismas banderas a cuadros y el mismo paisaje y escuchar las mismas voces desgañitadas de los mismos fanáticos.
Dispuesto a poner mi cabeza en blanco, no pude hacerlo. Esto no me ocurre con frecuencia. Como todos nosotros tengo la inefable habilidad de detener mi cerebro, de suspender el juicio, y asentir en silencio con la cabeza, no derecha, sino un poco de costado, como quien imita una y otra vez el último gesto de Cristo en la Cruz (lo han visto, no?).
¿Fue en aquel momento cuando pasó caminando frente a mí un disidente? Sí, un disidente.
No le pedí un autógrafo; ocurre que para pedírselo, digo yo, al menos tendría que comprender al tipo, quizá hasta ser su correligionario, y yo, aclaro, no soy eso que suele llamarse un disidente. O sea, pienso casi siempre en lo que debo (el trabajo, el estudio, el fusil), pienso en mujeres como corderos (con garras) y solo muy raramente pienso en la Fórmula Uno y casi nunca en tipos como Schumacher (tan rubios y exitosos y millonarios) y, sobre todo, no le doy muchas vueltas a la cuestión de la guagua que no llega, ya llegará…, nunca es tarde si la dicha es buena, ya sabemos.
Acepto que tampoco convoqué allí mismo un acto de repudio; yo soy tímido. Tampoco torcí el gesto; supongo que porque tengo buen estómago o porque sospechaba (no me explico bien por qué) que los disidentes son gente normal. Bueno, bastante normal. No unos monstruos de siete dedos y cuatro orejas y un solo ojo central que gira en redondo como el dispositivo ese que no me ha permitido cazar jamás una mosca posada sobre un pan.
Admitiré que el Disidente tenía buen aspecto, caminaba con calma por 23: una camisa clara bien planchada y no mi pulóver relavado, dudosamente azul; un pantalón austero (creo) pero impecable y no mi jeans con manchas de cerveza o café presuntamente bebidos, sorbo a sorbo, ante alguna de aquellas mujeres que les contaba; “pelado de macho” (la frase es de mi abuela) y no mis greñas más o menos apelmazadas o rebeldes; gafas de quien cabalga una Harley levemente improbable (¿tendría una Harley el Disidente?) y no mis gafas de pasta negra, que para ser sincero a mí me gustan más porque suavizan el mediodía demasiado dictatorial de esta isla. El hombre llevaba del brazo (o a él lo llevaban) a una muchacha también normal, sorprendentemente normal: sin cola peluda o pequeñas monstruosidades como un bulbo de carne roja en la palma de una mano pavorosamente húmeda o excrecencias parecidas a escamas en el cuello. Mostraba un rostro de demoledora simetría bilateral y unos ojos cuya mirada creí recordar de alguna de nuestras tantas, y furtivas, conversaciones.
Casi ni los espié. Solo casi, porque a fin de cuentas me dedico a esto, a registrar el mundo en mi mente reblandecida por el sol para luego trepanarme ante una página en blanco que inevitablemente me aterra como las nieves de Méribel.
El Disidente, con su amable rostro de disidente, pasó por delante de mí y se detuvo unos pasos más allá y miró a los lados, pero solo para preguntarle a alguien el último. Y se puso a hacer una cola. Ya yo había caminado un poco más allá y podía verlo de reojo, por fuera de mis gafas, que seguían filtrando el resto de La Habana, por donde rodaba un P-5 que llegaría, por qué no, en poco tiempo más.
(Hagamos aquí un paréntesis de justeza: ya había pasado un P-5 vacío, o sea, casi lleno, pero no pude abordarlo porque 30 segundos antes Kike Bolaño me había reconocido detrás de mis espejuelos oscuros y nos habíamos dado un abrazo y sonreímos haciendo un profundo link hasta nuestra primera infancia y hablamos de tomarnos unos tragos luego de la presentación del libro de alguien y de que él prefería programar o armar un robot o resolver inecuaciones de tercer grado en su casa, junto con un colega en un negocio particular, antes que comenzar a acumular méritos dudosamente cibernéticos y años de antigüedad en esa inconfesable dependencia estatal donde lo habían ubicado tras salir de la Universidad. Kike Bolaño fue quien me hizo olvidar a Schumacher y mientras hablaba con él fue cuando reconocí al Disidente. Pregunté a Kike por su madre y me contestó que estaba bien. Por su padre no pregunté, nunca oí hablar de él).
Detrás de mis lentes pensé vagamente en James Bond y en Julito el Pescador y juzgué que René de la Cruz había sido mejor actor que Pierce Brosnan y Daniel Craig, y tan bueno, por qué no, como Sean Connery. Miré al Disidente y sonrió; hablaba con la mujer como lo hubiera hecho yo mismo. Increíble. Dudé y manejé la posibilidad de que su cabeza produjera en aquel instante más o menos las mismas ideas que mi cabeza en una situación similar. Sonreía como yo suelo hacerlo. Era como si fuéramos exactamente capaces de sentir (o disentir) lo mismo ante una mujer hermosa. Esto es absurdo, lo sé, porque él era un disidente, un traidor y yo no (tengo un historial que me acredita). El tipo sacó su billetera (yo perdí la mía hace poco en una guagua) y le extirpó un billete en CUC. No sé cuánto era porque obviamente no soy lo que se dice un buen espía y en ese momento miré para otro lado. No quería que su gente pensara que yo era “el punto” en esa esquina, el agujero negro que iba a tragar toda la información de esa tarde para seguir sumando pelos y señales a su expediente hasta que al fin llegara la hora de virarle el dominó a ese “apátrida”. La otra guagua no venía. (Kike, cojones).
Volví a mirar al Disidente y este ya le había dado el dinero a la mujer y, mientras ella cumplía el trámite en la Cadeca, él se apartaba de la cola larga de gente nuestra (gente que tiene CUC y que no es disidente hasta que no se pruebe lo contrario) y caminaba en círculos por la inmediaciones de la parada: de la escalera al árbol al tacho de basura a la señal de tránsito a la escalera de la Cadeca, y miraba en círculos de sentido opuesto a sus pasos, y callaba un montón de cosas que sin dudas serían muy pero muy distintas al montón de cosas que yo hubiera podido decir en aquel lugar y momento específicos en que yo lo miraba y él se dejaba mirar como un líder (o un títere) que capitaneara el reverso de una muchedumbre enardecida. La suya era una pose, claro, como la mía. Todos vivimos en la impostura cuando estamos vivos. Solo la muerte es absolutamente natural. Schumacher es un tipo bastante natural hoy en día (ahora dicen que ha comenzado a despertar del coma) aunque yo lo lamente mucho y él esté lleno de tubos en una clínica francesa y los diarios vendan y revendan gracias a su novedosa inmovilidad, situada en violento contraluz respecto a sus ejemplares victorias en el circuito de Monza.
Yo quería que mi guagua acabara de llegar antes de que el Disidente se marchara. Así sería yo un usuario cualquiera del transporte público y no un probable agente del G-2 a quien incluir en una supuesta nómina del rencor, en algún expediente de la venganza o el desprecio. Estuve a punto de ir y decirle aquello de que “No comparto tu opinión, pero daría mi vida por defender tu derecho a expresarla”, eso así, por lo claro, para dejarnos de juegos subrepticios y nocturnales sospechas de las cuatro de la tarde. Pero no lo hice porque la frase de Voltaire me sonó a esas alturas un tanto disidente. ¿Y si a él entonces le daba por sonreír y abrazarme ahí mismo? No, qué va.
Ahora pienso que no tendría por qué tener ese tipo de complejos. A lo mejor debí tenerlos de otra clase: por ejemplo, el tipo quizá estaba convencido a esas alturas de que yo era gay (por eso lo miraba, lo medía), que es otro modo de disentir y, en consecuencia, algo tal vez incomprensible hasta para él mismo. No soy homófobo, aunque a veces, por comodidad, por no incordiar… Acaso lo sea. No sé. Creo que le habría aclarado en ese caso que yo no sueño con serpientes sino con mujeres que cruzan verjas nubosas para charlar conmigo un rato, recostados sobre el pasto fresco de mi mente. No dije nada: yo tengo mis límites. No soy homosexual, no soy homófobo, no soy alcohólico, no soy abstemio, no soy drogadicto, no soy un monje, no soy un genio… Una verdadera lástima, ¿no creen? Trabajo en una planta de “Embutidos Latinos” y vivo al fondo del Cementerio de Colón. Opero una prensa de butifarras en esa fábrica y escribo poemas en mi balcón. Solo eso.
La mujer del Disidente salió, se amarraron los brazos y se alejaron de vuelta, digo yo, al famoso cuarto 101 o al Jardín del Edén. Se perdieron entre el óxido traslúcido de La Habana mientras yo pensaba eso que les acabo de contar en el párrafo anterior.
Un viejuco macizo y pequeño me preguntó la hora. Miré el reloj y se la dije. Muchas gracias. Por nada. Me aterró durante un tramo infinito de segundo ese “Muchas gracias”. Coincidirán conmigo en que se trata de una frase muy sospechosa en esta ciudad, en estos tiempos. Por nada, dije como si le explicara que solo estaba allí esperando un ómnibus que me llevara a casa de mi suegra para comer gratis. Había sido marcado, o advertido, o sentenciado…, o simplemente filmado (mi rostro) con una cámara oculta para un show cómico en Miami. ¿?
Monté por fin en el P-5 y no vi subir al viejo y le agradecí porque me hubiera visto entonces aplastado, derrotado por el gentío, por sus vapores y, sobre todo, por una bachata infernal que chillaba en los altavoces. Sabría enseguida que yo no era un espía, y no hay nada peor que el desprecio de un viejo decadente que cree ser un agente especial o algo así.
Intenté pensar otra vez en Schumacher (a bordo de su Ferrari o esquiando, bien abrigado y feliz) o en alguna mujer hermosa (en una cuya distancia me da fiebre), pero no pude. Imaginé entonces que yo era un detective salvaje, un solitario personaje de novela. Pensé en Kike Bolaño y en su padre que nunca conocí.
Foto: Beatriz Verde Limón / Habana por dentro
Ni salvaste a Schumacher de los nazis, ni le formaste lo suyo a Winston en el Ministerio de la Verdad y mucho menos nos contaste sobre el padre de Kike, donde seguro había una gloriosa historia con medallas y todo. Si vas a escribir, escribe bien, y no dejes a uno pensando en mujeres (corderos) con garras.