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Nunca me adapté a estar sentado un turno entero de clases. La misma silla, la misma mesa. Con cada maestra o maestro, no importaba la especificidad de la asignatura; era igual. No podía decidir, ni tan siquiera, dónde sentarme o con quién. Esa era una prerrogativa de quien estuviera al frente del aula. La escuela de mi infancia era, en ese particular, un fastidio.
Décadas después de aquella experiencia, noto que mi hija de ocho años vive exactamente la misma dinámica. Busco un poco más hacia atrás, y es evidente que la concepción de la escuela, la dinámica del aula no ha cambiado, casi en absoluto, desde su acople a los tiempos de la Revolución industrial.
En mis años de secundaria, cuando la insatisfacción podía manifestarse mejor, o de manera caótica, pero manifestarse, pedía que me dejaran dar las clases de pie, al borde de la ventana, o recostado a la última pared del local. Así me concentraba mejor, incluso disfrutaba más el proceso. Solicitud permanentemente denegada.
Me hicieron creer que el problema era mío: falto de disciplina, hiperquinético, mal estudiante, irrespetuoso, potencial alumno de una escuela de conducta. Con el tiempo entendí que en realidad es la escuela el problema, un sistema educativo que, básicamente, no ha cambiado en un par de siglos, donde la diferencia es un obstáculo y la homogeneización una meta.
Vayamos por partes. Es hermoso, lo he dicho y lo reitero, que septiembre abra las puertas escolares al derecho de niñas, niños, adolescentes y jóvenes a la educación —este año serán cerca de un millón y medio—. Además, que continúe en su carácter público y gratuito es un aliciente dentro de tantas renuncias (o postergaciones) que vivimos como avalancha del momento histórico.
Como cada año, previo al inicio del curso escolar, se suceden reportajes televisivos acerca de los preparativos de las escuelas: pintura, limpieza, mobiliarios, medios y materiales de enseñanzas, lo más listos posible.
Este año en particular se ha hecho énfasis en las soluciones locales para acometer ese alistamiento en tiempo de crisis, profundísima y extensa. Empresas estatales, cooperativas, negocios privados de las localidades, así como familiares y alumnos, han aportado a este proceso.
Qué bueno que así sea. La educación es una responsabilidad pública y social. Naturalizar esa condición, lejos de ser un problema, una sobrecarga, es un camino posible de sostenibilidad de un derecho humano como lo es el acceso a la educación.
El llamado de atención lo coloco, una vez más, en lo poco que se habla de la escuela hacia dentro. Se menciona el nuevo “Perfeccionamiento…”, pero no se profundiza en los métodos docentes, las concepciones pedagógicas. ¿Por qué, por ejemplo, se habla de aulas y no de talleres (concepto martiano, por cierto)?
¿La educación es arte o es ciencia? ¿Será ambas cosas a la vez? ¿El orden social define los métodos y contenidos educativos o es a la inversa? ¿La educación adiestra individuos para sí o para las relaciones sociales con otras y otros? ¿La escuela es una fábrica de información o un territorio para aprender a pensar?
La palabra educar sugiere varias lecturas. Una refiere a guiar, preparar, acompañar, dar información, lo cual es válido pero no suficiente.
En su raíz latina, significa ex ducere, es decir, sacar hacia fuera. Es “sacar”, no es poner dentro, y aquí hay otra comprensión del término; refiere a lo más auténtico y personal de la condición humana. La educación ha de ir desde adentro hacia afuera, ha de ser el arte de cultivar valores virtuosos.
¿La educación tradicional, incluyendo la nuestra, enseña a pensar o a reproducir? ¿Enseña a consumir datos e informaciones o a aprender métodos de análisis sobre la realidad y sobre la propia existencia? ¿Entrena para prolongadas batallas individuales o para la vida en colectivos?
Estas preguntas, más necesarias de lo que los apuros cotidianos nos harían suponer, colocan la educación en su vínculo con la nación, o de manera más específica, en su relación con el orden social que se procura.
La sociedad cubana es cada vez más desigual. Las clases sociales son cada vez más nítidas, en el vínculo con la producción y con el consumo. La educación no escapa a esta realidad. No es un dato nuevo. Cada grupo social suele gestionar la educación que le resulta afín a sus intereses.
Desde el siglo XVIII, con el surgimiento de la Sociedad Económica de Amigos del País, la educación se constituye en un tema clasista importante. ¿Sería la misma educación para la aristocracia que para la gente pobre, en particular para los negros esclavizados? Ese debate fue intenso y tenso.
En un escenario político diferente, la “Cartilla Mambisa” tomó partido sobre este asunto de cara a la independencia. La idea martiana de ensayar la democracia en la escuela, otro tanto. La Universidad Popular “José Martí” y la Universidad del Aire disputaron los sentidos clasistas de la educación en los tiempos de la otra república. La campaña de alfabetización de 1961 sumó contenido a esa historia.
¿Qué salidas educativas se ventilan hoy en Cuba? La calidad de la escuela pública y gratuita no es la mejor. Surgen alternativas privadas para quienes pueden pagar, en etapa preescolar por ahora, una educación con mejores condiciones materiales y, en algunos casos, con propuestas educativas de mayor motivación para el aprendizaje.
Sería útil indagar en qué medida los métodos y pautas de esos espacios privados son los diseñados para el espacio público, pero con un sustento material de privilegio para pocas personas.
A nivel global está surgiendo un nuevo tipo de discriminación: aprender a pensar se convierte en un lujo.
De cara a un mundo que vive una suerte de “cultura de la postalfabetización”, en la que el consumo de información es a través de pantallas, donde se evitan textos densos a favor de imágenes y videos cortos, no son pocas las propuestas educativas que aconsejan no permitir pantallas, hacer hincapié en la lectura, el aprendizaje práctico y jugar al aire libre.
Mary Harrington, en su ensayo titulado “Pensar se está convirtiendo en un lujo”, enfatiza que de esa fuente inagotable de “fascinantes” videos cortos resulta un entorno mediático como “equivalente cognitivo de la comida chatarra”, al que resulta difícil resistirse.
Devela en su análisis que los daños cognitivos de los medios digitales son más profundos en las partes inferiores de la escala socioeconómica, como sucede con la comida basura. Los niños pobres pasan más tiempo frente a la pantalla que los ricos.
Los ricos ya tienen escuelas que rescatan la alfabetización prolongada, con lecturas extensas y casi nulo uso de las pantallas. Incluso elaboran contrato para “niñeras” sin teléfonos. En conclusión, Harrington alerta que el “enfoque ascético de la salud cognitiva sigue siendo un nicho y se concentra entre los ricos”.
¿Cuánto hay de esa realidad en Cuba hoy? ¿Qué reto le coloca a la política educativa? ¿Qué soluciones se piensan al respecto? ¿Podremos pensar el rediseño de una sociedad basada en la justicia social sin debatir el tipo de educación que le sería afín y las condiciones para acceder a ella?
Cierto que en la base de un sistema educativo sólido, que enseñe a pensar y no a repetir, que forme en la libertad con responsabilidad, que conecte al individuo con sus afectos y con el mundo que lo produce, necesita una base material sólida y estable. Pero no solo.
Dejo acá un par de ejemplos de cómo el cambio de mentalidad es tanto o más importante. En la escuela de mi hija se hizo una actividad para celebrar el “ya sé leer”. En público se destacaron tres nombres, en una escuela de cerca de cien niñas y niños de primer grado, de quienes leían “mejor”.
¿”Mejor” respecto a qué, en qué condiciones, desde qué habilidades naturales y sociales? ¿Cómo se sentiría aquel niño o niña que hizo un esfuerzo tremendo por aprender a leer y no fue el “mejor”?
Ilustro lo que quiero decir con la siguiente metáfora. Un profesor desea hacer un examen que sea justo; decide que los alumnos se suban a un árbol. En el examen participaron el mono, un pez, el leopardo, una tortuga… ¿Puede ser justo el resultado de subir al árbol para animales con puntos de partida tan distintos?
Eso mismo pasa en nuestras escuelas al pretender que todas y todos lean en el mismo tiempo y con la misma calidad, extensible a muchos más ámbitos. Es un sinsentido que no necesita más presupuestos para ser transformado.
¿Qué necesidad tiene un estudiante de ir a la escuela, por ejemplo, para saber la fecha en la que Martí dio la orden de alzamiento en 1895? Lo puede buscar en Google (en caso de que le interese).
La función de la escuela sería enseñar a problematizar cada dato, cada información. Y más útil aún, procurar que el proceso de aprender a razonar sea colectivo, con diálogo de saberes, sin jerarquías descalificadoras. La escuela, como espacio de socialización consciente.
Termino por donde empecé. Ojalá la escuela sea un lugar para aprender en movimiento, sin estar todo el tiempo en la misma silla, como lo han de hacer las ideas y las emociones, los datos y las comprensiones.
Y lo más importante, que esa escuela sea un derecho de todas y todos, no el privilegio de quienes la puedan pagar para luego gobernar sobre la estupidez inducida.
Oh, Ariel, ojalá se pudieran leer más artículos como este en otras plataformas (¿ Granma? ¿ Juventud Rebelde?) para ir dejando a un lado el encartonamiento y la falta de crítica constructiva. Pero,lo sé, es demasiado pedir.
También yo,en mi primer año de universidad, decidí pararme al final del aula para no dormirme y evitar el sueño pospandrial en las sesiones vespertinas. Tuve más suerte que tú pues sí me lo permitieron
Querido Ariel qué importante y fundamental cada línea e idea de tu artículo. Desata la polémica, sobre un asunto esencial, de los tantos que desafían nuestra nación y sociedad. Cada año, por estos días las noticias se centran en la materialidad básica para reabrir el curso escolar cubano. Y de los métodos y praxis educativas que se emplean prácticamente no se dice nada, cuando deberían ser lo más importante a destacar del proceso y experiencia educativa .
Cómo contribuir a educar/nos como personas capaces de transformar el mundo y no para adaptarse “per se” al mismo, pero además hacerlo de manera crítica, inclusiva, dialógica, horizontal y antidominación, sin reproducción enlatada de la historia, sí para formarnos como protagonistas sentipensantes de nuestro tiempo y contextos históricos sociales y culturales.
Las pedagogías de la participación, de la interrogante y de la liberación que desde la Educación Popular nos legó Martí y Freire son plataformas conceptuales y pedagógicas riquísimas para apropiarnos de otras maneras de educar/nos pedagogo y educando, y lograr encontrar y construir junt@s las maneras de cambiar el mundo en un lugar mejor, más vivible, amable y fraterno.
Qué necesario se hace dialogar sobre estos temas tan medulares para la significación de la vida humana, sus propósitos y desafíos actuales.
Cuba necesita de cambios urgentes y en esta dimensión educativa más aún…si no, será cada vez más difícil remontar el retroceso, encontrar la forma de responder -incluso hasta poder enunciar racionalmente- esas interrogantes que planteas y que son de absoluta pertinencia revolucionaria para transformar los dogmas y desfases del actual orden educativo, que impacta sobre la inamovilidad de la crisis política, económica y social cubana.
Te abrazo grande. Gracias por esa claridad meridiana de Educador popular!