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No importa la mala suerte de unos años, la migraña por el calor. No importa un país deshecho por repetidas crisis, ni el fuego de la apatía quemándolo todo. Da igual el fin de mes, las ausencias; cuando llega la música, por un momento es ella lo único que importa.
La vida es un bombo lleno de nombres, experiencias e historias, como un bingo. Completamos nuestro cartón con el paso del tiempo. En Cuba nos tocó marcar a Lecuona, Miguel Failde, Benny Moré, Celia Cruz, Juan Formell, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Bebo y Chucho Valdés, entre tantos otros.
Cada generación ha tenido sus voces: artistas cuya lírica nace del dolor o de la alegría, y que abren en la música un canal capaz de abrazar, incluso —y sobre todo— en las circunstancias más duras.
El artífice aparece en escena vestido de blanco, con su bastón, sus trenzas y un pañuelo de lunares. Levanta un brazo; los metales irrumpen. Abre y cierra las piernas como si no tuviera huesos. A un lado, un taburete y un sombrero; en el aire, la mística de una canción de esquina.

Entramos todos al barrio de Alain Pérez. En eso logró convertir el Teatro Carlos Marx: una puerta abierta a su universo creativo, sin llave ni cerrojos, porque su voz es también la del pensamiento popular. Escribe desde el disfrute y el estupor, y se empeña en recordarnos que la felicidad es un reloj de arena.
Canta para un público que parece sentado sobre resortes. Poetas, divas, trovadores, estudiantes de arte, choferes, amas de casa: todos se estremecen ante el hombre que domina el escenario.
El concierto avanza con la precisión de un reloj. Los músicos que lo acompañan son extensiones de un mismo cuerpo. Las luces, los silencios, los colores: todo está en el sitio exacto. Y en el centro late un corazón lleno de pueblo, que invita a “cogernos La Habana”, a encendernos el alma, a ser valientes. Un corazón que promete ser incondicional: llorar si lloramos, reír si reímos.

Alain Pérez se mueve con la soltura de un niño. Juega con su propia cadencia, con los tiempos, el ritmo, las emociones. El espectáculo es un ritual, una experiencia sensorial, una lección de experimentación comprometida con la historia musical cubana.
Presentar su nuevo disco, Bingo, es también la ocasión de encontrarse con un público que lo espera y que, tantas veces, no tiene acceso a una Casa de la Música o a un bar privado. Es el pretexto para compartir la escena con Issac Delgado, el maestro que alguna vez le aconsejó cortarse las uñas para tocar el bajo.
Es, además, la oportunidad de agradecer a quienes lo aplauden desde esta ciudad resistente, en medio de una pequeña isla del mundo sacudida por la desesperanza.
Alain no necesita demostrar su virtuosismo: lo es. Basta con colgarse el bajo o la guitarra para envolver al teatro entero en su complicidad.

Tres horas de concierto, con canciones nuevas que multiplican las ganas de vivir. Le echamos una moneda y promete seguir de frente, como un gallo de pelea, añorando a su jardinera, reuniendo amigos para que la música sea un espacio de comunión. Desde las pantallas llegaron Gilberto Santa Rosa, Tito Nieves y Luis Enrique, que también lo acompañan en el disco, un álbum que ya es, de por sí, un premio.
Esa noche también estuvieron Celia Cruz y Benny Moré; cantamos “Lágrimas negras”. Nos lo jugamos todo con él. Bailaron las mujeres, empoderadas, los intelectuales de academia y de la calle, las jovencitas y las señoras. Encendimos una vela junto a él.
Porque Alain Pérez nos pidió pasarle la mano a la lámpara, y se cumplió un deseo. Porque pidió bendición para Cuba, y esa noche Cuba fue bendecida. Porque dijo: “si ya se puso malo, ahora que se ponga bueno”. Y así fue.
Entró decidido a ganarse la noche; aunque, en realidad, desde antes ya tenía asegurados el respeto, la admiración y los aplausos. Sabe también que, con él, gana siempre el público. Ese público cubano que llena teatros, que sabe querer y acompañar a sus artistas, cuando sus artistas también saben querer y acompañar.
Con Alain Pérez llenamos un cartón en la historia de la música cubana. Y cuando eso sucede, no queda más que gritar, a toda voz y con absoluto placer: ¡Bingo!