Del mismo modo que las magdalenas de Marcel Proust, que al probarlas trajeron a la mente del autor el recuerdo de otros tiempos y de una añeja felicidad; al escuchar el sonido de esas chancletas en medio del asfalto recalentado volví sin remedio a las calles de mi viejísima Habana. Mi mente regresó a Carlos III, a Belascoain, al Paseo del Prado, y a mi sufriente Calzada de 10 de Octubre, a la que le cantó el poeta Eliseo Diego antes de que terminara sumida en la más absoluta fealdad.
A media mañana, cuando los niños ya están en la escuela, las amas de casa salen por ahí a hacer lo suyo, con un monederito apretado bajo la axila y la inseparable bolsa de nylon batiéndose al viento de la mañana, que a esa hora es una mezcla de café con olor a mar. Pasa el vendedor ambulante. Y el cobrador de la luz. Y alguien grita una grosería desde un balcón enrejado. Y se siente el estruendo de la bazuca del fumigador. Y una vecina dice que llegó a la carnicería pollo por pescado.
En todo eso me pongo a pensar yo ahora, tan lejos en distancia y en tiempo, cuando miro de frente el espectáculo de una muchacha neoyorquina en chancletas, posiblemente alguien con quien he coincidido otras mil veces en invierno y en otoño, pero que libre ahora de las inseparables botas por la gracia del verano, se muestra por primera vez en libertad.
Durante tres meses al año Nueva York se vuelve una ciudad del trópico, en especial sus periferias, más cercanas a San Juan de Puerto Rico y al dominicano Santiago de los Caballeros, que a Boston o a Kentucky. La latinidad tiene los carcañales duros y anda en chancletas. La latinidad se aprecia en un característico ritmo al caminar, en darlo todo a cada paso, sin pena, sin contención, como si la vida se te fuera en la siguiente esquina y no te importara para nada cumplir con “lo establecido”. El puritanismo muere cada verano y renace los días previos a la fiesta de Acción de Gracias, en los que el clima te recuerda que hay que enfundarse en pantalones, ajustarte el cuello con una bufanda y guardar las ideas bajo un gorro de penitente.
En las periferias, que nada tienen que ver con las torres refrigeradas de acero y cristal del centro y el sur de Manhattan, mucha gente no tiene aire acondicionado y durante el verano salen a la calle a tomar el fresco y a ver cómo pasa la vida. Por muy Nueva York que sea, en los barrios de la ciudad los días de verano se aletargan del mismo modo que en Cuba, y la gente por unas horas olvida “el qué dirán”, le da duro a la cerveza y escucha bachata y reguetón, ante la mirada incrédula de algunos transeúntes de otras nacionalidades que no conciben como es posible tanto despelote.
Sin embargo, en general hay muy poco tiempo para chancletear en Nueva York. Como en la Atenas del siglo de oro, chancletean los patricios, aquellos con sus necesidades cubiertas, que tienen tiempo libre para ir al Ágora a discutir los asuntos de la colectividad. La plebe, como en Atenas, se la pasa trabajando. De sol a sol, y de verano en verano. La plebe anda con los zapatos anti-resbalantes y repelentes a la grasa que recomiendan comprar a los que trabajan en las cadenas de comida rápida; o con unas chanclas de goma ideales para los que tienen turnos en la noche; o con las suelas siempre gastadas del oficinista y del maestro.
Pero de vez en cuando la enfermera, el vendedor de hamburguesas, el recolector de basura, el empleado de una mustia oficina y todos los etcéteras de la ciudad, levantan la cabeza y miran por primera vez que ha salido el sol, que ya es verano, que después de todos estos meses de hielo y viento ha salido hierba en los parques y los niños corren y ríen mojándose en los chorros de agua. Entonces, sin que nadie se los pueda impedir, los neoyorquinos se descalzan las botas de reglamento, las pantuflas de pasarse la noche en vela, los tacones de la drag queen o de la oficinista, las botas aislantes del obrero; y todos, casi al unísono, se calzan sus respectivas chancletas.
Chancletear es también una actitud ante la vida, pisar fuerte sin importar que te embarres con el agua sucia de un charco; a veces incluso darte el gusto de salpicar a los demás, de hacer que se mojen, que se empapen. Así, viendo tantas chancletas golpear el duro suelo de Manhattan, por un rato los caminos de esta nueva Roma se cruzaron con las calles de mi Habana, bajo el sol, celebrando con desparpajo la fiesta que es la vida. Y yo también, chancleteando.
!Muy bonito!
Muy bonito el artículo,sin embargo;
El chancleteo en cuba se ha convertido en patrimonio de la nación. Se va en chancletas donde quiera,no importa el lugar ,la hora,y aquí m detengo porque estoy hablando de q dicho chancleteo para arriba y para abajo en muchos casos es muestra de perdida de valores,no saber vestirse de acordé al lugar donde se vaya. Y que decir de la gorra,q el cubano la está usando hasta para ir a una boda,pero de eso se puede hablar en otra ocasión. Y m da la ligera impresión q todo esto de q hablo llegó para quedarse ,las autoridades,la sociedad o quién quiera que sea hace rato q todo esto se les fue de las manos.