-¿A qué piso va? -le pregunto a la señora cuando se monta en el ascensor. Marco el sótano. Primero sube el carromato y tras este viene ella. Cien papeletas a que esta es una vieja de mierda, de esas que le envenenan el perro al vecino, aunque se trate de un chiguagua que ni pipi ni caca hace; y que ladrar, apenas ladra el condenado.
Anda vestida con una pantaloneta desteñida y felpuda, un pulóver ochentero, ajado, con un dibujo del canario Piolín. En el carromato hay un bulto grande. Parece un muerto listo para ser enterrado, de noche y sin responso, cuando se entierran los muertos que se quieren poco.
Confirmado: esta es una vieja asesina, y en el bulto ha de ir el marido, que seguro, “casualmente”, se resbaló en la cocina y cayó justo sobre el cuchillo de cortar la carne. Va que no puede con su alma arrastrando el carromato. El marido, antes de cepillarse el cuchillo, debe haber comido cuatro cenas de Acción de Gracias. Si en vez de un pomo con detergente, la vieja llevara una pala, ahí mismo detengo el elevador y llamo a la policía.
Sería interesante tener como vecina a una vieja asesina. Tremenda historia cuando vengan cuatro patrullas y un camión de bomberos a cargar con ella. Inevitablemente, alguien en el pasillo saldría gritando que, además del marido, la vieja envenenó a un chiguagua. Y yo podría tener mi minuto de gloria y aparecer en el noticiero hispano sensacionalista de las once de la noche, y decir lo que siempre dicen en estos casos, que este es un edificio tranquilo, que nadie vio nada, y que nunca me imaginé que el tipo de enfrente tenía un laboratorio para cocinar metanfetaminas; y que la temba que todos los días te saludaba en el elevador coleccionaba rifles de asalto. Y después de soltar todo aquello, de carretilla, aprovechando que la trasmisión es en vivo, asumiría actitud de premiación de Grammy Latino y le mandaría un saludo muy grande a la gente de mi barrio en Cuba.
Pero en el carromato de la vieja no va el marido difunto, sino una quincena de ropa sucia. Suéteres y ajustadores. Pantalones y toallas. Bufandas y abrigos. Y un juego de sábanas rojas, que más que sábanas parecen los paños de un altar de Santa Bárbara. El elevador, con la vieja dentro, se detiene en el sótano.
Ella arrastra su carromato hasta el “londry” (laundry en inglés), la institución neoryorquina más importante después de las iglesias cristianas y los carros de perros calientes. Los caseros neoyorquinos no entienden que cada apartamento cuente con lavadora propia. La idea es que tengas que hacerle la visita una vez a la semana; aunque si eres un poco puerco, o almacenas mucha ropa, puedes hacer el lavado los sábados alternos.
Para eso necesitas un carromato. Ahí metes el bulto con la ropa. Y el detergente. Y como dicen que este es el primer mundo, al detergente, que viene en bolitas como la porquería de los conejos, le agregas suavizante. Y además muchas, muchísimas, monedas de veinticinco centavos con las que pagarás por el lavado y el secado.
Durante dos o tres horas semanales de tu vida compartirás tus trapos con el prójimo, calzoncillo por calzoncillo, y conversación telefónica, palabra por palabra. Mientras tanto, de fondo, en el londry siempre hay tres televisores encendidos, tres en inglés y tres en español, Oprah Winfrey y la Doctora Polo. Y cuatro niños chillando por todo aquello. Alguien a quien se le trabó la lavadora también grita.
Siempre hay alguien que no entiende cómo funciona la máquina que transforma billetes en monedas. Y alguien que te pregunta si es tuyo un hilo dental rosado que apareció en el fondo de una secadora.
A los chinos que regentan el londry se les puede acusar de todo menos de carecer de visión geopolítica. Hasta hace unos años las paredes del “lavatín” estaban decoradas con unas ridiculísimas estampas latinoamericanas.
Todo el mundo en trajes regionales haciendo “actividades típicas”. Mexicanas preparando tamales, salvadoreños comiendo pupusas en un día de campo, y puertorriqueños pescando en San Juan. Con tanto estereotipo y orgullo latino terminas creyéndote que al sur del Río Bravo todos somos cazadores, recolectores y pescadores.
Casualidad o no, unos meses después que saliera el Trump presidente, los chinos remodelaron su londry y las “estampas” fueron sustituidas por unas gigantografías asépticas de mujeres rubias sonrientes posando junto a bultos de ropa limpia. Make America Great Again.
Eso sí, la clientela siguió siendo la misma de siempre: hispanos, afroamericanos, árabes, el meltin pot o crisol de culturas que dicen que siguen siendo los Estados Unidos. Todos en igualdad, detergente mediante, ventilando en público cada semana nuestros calzoncillos sucios.