Arte el duro

Mi relación con el arte fue temprana. Tuve como escritor preferido a Anónimo durante muchos años. Un día pregunté a mi papá quién era este Anónimo que lo mismo escribía un poema épico, que una novela, que una canción popular. Se me cayeron las alas del corazón y la vergüenza me sonrojó con su respuesta jodedora.

A los 6 años empecé a estrenar escritura. Como entrenamiento copiaba los versos graciosos y moralistas de la parte inferior de las páginas de la Revista Zunzún, que perseguíamos en estanquillos cuando éramos niños inocentes. La pequeña libreta donde hacía mis apuntes fue descubierta por mis padres que, orgullosos, creyeron que yo era el autor de las rimas.

Cuando me preguntaron sobre el portento de mi imaginación de escritor, no rectifiqué el error. No sé todavía si fue mi primera estafa o mi primera muestra de timidez, pero el hecho es que no hablé, no expliqué y seguro disfruté las horas de fama hasta que alguien descubrió el fraude infantil.

Mi amor por la pintura, los libros, la poesía, la música, fue mayor que por las ciencias duras desde muy chico. Los pioneros leíamos en la primaria a Samuel Feijóo y mi amigo Ernesto Ávila devoraba las memorias de Chaplin, como si fuera un libro de muñequitos. Las Fábulas de Esopo eran pan comido, Herminio Almendros para principiantes, Platero y yo, para después de almuerzo.

En casa mi papá no hablaba de Derecho sino de arte, de novelistas, de pintores, de monumentos, de lugares bellos del mundo, de libros que se debían leer, de autores malditos y ediciones esperadas.

Mi mamá nos seguía la corriente. Nos dejaba ser escritores, componer poesías, soñar con caballetes. Cuando terminé uno de mis años de preuniversitario me regalaron el último catálogo del museo de Bellas Artes. Mis colecciones de sellos eran de arte, junto a la fauna y los deportes más comunes en filatélicos de mi edad.

Llegué a la cúspide de mi desempeño artístico cuando gané un concurso de dibujo de mi escuela primaria. Se trataba de un homenaje a Martí. Salí victorioso pero la obra la había hecho, en casi toda su envergadura, mi padre, que era un buen dibujante. Él pensó que se trataba de cumplir con el concurso, de participar, hizo un boceto, yo lo coloreé y ganamos, o gané, con fraude otra vez. Podía haber comenzado una carrera de bandido si me hubiera dejado llevar por el éxito de mis embustes, pero lo que sentía era vergüenza, no placer.

Mi último intento de entrar en el mundo del arte fue mi lista de opciones para estudiar en la universidad. La primera en el orden fue Historia del Arte. Una sola plaza para toda mi provincia y más. Mi desconocimiento de una fórmula matemática me llevó hacia la Colina, a estudiar Derecho y a desviarme para siempre de mi vocación principal.

Algunas clasificaciones he guardado en estos años de frustración artística. Me he convertido en crítico de cine, de artes plásticas, de videos clip, de danza popular, de música, todo desde la vulgaridad de la falta de estudios y la superficialidad cubana que nos permite ser profesionales de todo y peritos de lo recóndito.

Mis aportes para la tipología de los géneros cinematográficos han tenido algún éxito entre amigos y familiares. Estoy convencido que las películas serían mejor presentadas a los cinéfilos si se les anuncian como películas de nieve, de niños, de pelota, de cáncer, de caballos, de perros, que como dramas sentimentales, comedias ligeras, melodramas, dramas biográficos, dramas deportivos, etc.

He tenido la suerte, para compensar mi desvío desafortunado del mundo del arte, de conocer en persona, o en piedra,  a la Piedad de Miguel Ángel, a su Moisés, cuando alguien dejaba caer una moneda y se alumbraba la santa escultura. He podido marearme dentro del Panteón, he estado en la casa de Frida, en la Vigía de Hemingway, en la casa, museo sin querer, de Monseñor Carlos Manuel de Céspedes.

Me quedé esperando, en cambio, el día en que mi padre me llevaría a conocer a Nicolás Guillén y a Félix Pita Rodríguez. Se murió antes de tiempo el Wichi Nogueras, no pude saludar a Titón. Se me escaparon Cintio y Eliseo y Aldo Martínez Malo no pudo cumplir su palabra de enseñarme a Dulce María Loynaz.

Hoy día no me queda más remedio que defender a los artistas como si fueran mis seres posibles de otra vida.

No soy poeta, no soy pintor, no bailo casino ni zapateo, mi gusto por el cine incluye algunos bodrios que los críticos desechan sin escrúpulo. Tampoco puedo tocar algún instrumento musical más allá de mis incursiones a los 4 años en un acordeón viejísimo.

Pero sé que los artistas son sagrados y así deben ser tratados, en el mismo pedestal alto las ofrendas de nosotros, los mortales, para ellos y para los otros seres divinos, los que trabajan en fábricas, talleres y surcos. Artistas del sudor y la maquinaria pesada.

Tengo que ponerme fuerte. En cualquier momento viene un amigo a decirme que debo aparentar temple y a aconsejarme: “Si no puedes brillar, al menos arte el duro”.

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