La naturalización del desastre

Foto: Claudio Pelaez Sordo

Foto: Claudio Pelaez Sordo

Nadie quiere vivir sin ley. Los que delinquen como modo de vida también necesitan de las normas, morales o jurídicas. Un reconocido personaje del barrio que se dedica a negocios ilícitos es también un ciudadano, él quiere que la calle esté asfaltada y sin baches para que su carro moderno y cuasi mal habido no se dañe. Él quiere también que la acera por donde camina con su familia no esté cundida de caca de perro y otros mamíferos. No quiere que su vida sea un desastre.

Algo que iguala a las personas decentes con las que no lo son tanto es que necesitan del orden para sentirse seguros y humanos en sociedad.

En Cuba el desastre no es solo el cataclismo, el maremoto, el tsunami, la erupción volcánica, sino cualquier cosa mal hecha.

Se ha puesto de moda, desde hace pocos años, en el discurso oficial cubano una diatriba contra las indisciplinas sociales, del pueblo, claro está. En ningún caso se llama indisciplina la de la administración, la de los funcionarios, la del Estado; solo nosotros nos portamos mal.

Hace un breve tiempo circuló entre instituciones y algunos individuos una especie de listado, catauro, colección de malos hábitos sociales, indisciplinas, con el objetivo de que se estudiara la posibilidad de convertir esta relación en un código de esas desviaciones, con sus correspondientes sanciones. En esta suma aparecían juntos y revueltos lo que hasta ahora se ha llamado contravenciones, delitos y malas conductas no registradas, como por ejemplo “colarse en las colas”.

No conozco el rumbo que ha tomado tal estudio, pero sí me parece sospechoso de intentar naturalizar el desastre del trabajo de la administración pública, que no exista el reconocimiento, ni en los medios de difusión masiva ni en el discurso propiamente oficial, de las malas prácticas del Estado.

Me pregunto: ¿de dónde sale la idea de que la cola es un tipo de solución social que debamos conservar como si fuera parte de la identidad nacional? ¿Alguien ha oído a la administración pública cubana plantearse como una meta acabar con las colas que se han debido hacer durante décadas para beneficiarnos de todo tipo de servicios?

Lo más cercano que he escuchado sobre esto es el experimento de “ventanilla única” que forma parte del perfeccionamiento de la administración local en Artemisa y Mayabeque, pero que será difícil extender a toda Cuba y sobre todo a los municipios de la intensa Habana, ahora habitada por mucho más de 2 millones de cubanos y cubanas turistas.

Hemos repetido hasta el cansancio que la legalidad socialista que está reconocida en el Art. 10 de la Constitución de la República de Cuba debe ser un método de dirección estatal, pero el Estado no usa al Derecho como límite de sus competencias, de su responsabilidad y como guía práctica para su trabajo diario. Es común escuchar que ante un freno legal frente a una decisión administrativa, presentado por un asesor avispado, se conteste: “Compañero, esta no es una discusión jurídica sino política”. Como si la política justa pudiera resistir un round sin la compañía del Derecho bueno.

Nos hemos acostumbrado a convivir con el desastre como si fuera parte de nuestro paisaje. Las madres enseñan a sus hijas pequeñas, antes de los nombres de las constelaciones, a orinar paradas en los baños públicos porque se da por sentado que serán baños más sucios que los establos de Augías. Nadie ha puesto jamás una demanda a ninguna administración por inodoro inmundo. Entre las indisciplinas del Estado debería contar que no ha podido lograr mantener un baño limpio y que esto jamás le ha quitado el sueño.

Cuba es uno de los pocos países del mundo donde es posible y hasta divertido avanzar por las calles y plazas con lata de cerveza en ristre, caneca de ron zarandeada y cajita de “Planchao” como atributo. A nadie se le ha ocurrido prohibir el consumo de bebidas alcohólicas en lugares públicos, como si el ajiaco cubano fuera a cortarse si le restan el ron desmedido.

En las ciudades más violentas del planeta las personas beben en bares, clubes o en su casa, en la pacífica Cuba se puede tomar alcohol donde quiera, y el Estado no relaciona esto con el aumento de los accidentes de tránsito, ni del alcoholismo juvenil.

En pocas tiendas del “mundo mundial” se lee el siguiente anuncio orgulloso: “Atención, cliente, revise su compra antes de retirarse, no se harán devoluciones”. En Cuba es corriente ver este tipo de carteles. Es una declaración inaudita de violación de un ramillete de derechos. No solo la administración de la tienda pasa por encima de 2 mil años de protección del comprador de buena fe, sino que lo anuncia. Es como si el dueño de un restaurante de comida italiana colgara un letrero que dijera: “Las pizzas que vendemos están en mal estado, no se permiten quejas”, o este otro: “Vendo cosas robadas”.

Lo extraño es que el Derecho Romano, en la época de la República, haya creado de la mano de los ediles las acciones legales para defender a los consumidores de los vicios ocultos de las cosas adquiridas de buena fe, y más raro es que nuestro Código Civil, que es Ley, contenga estos mismos derechos desde 1988.

La naturalización de lo indebido se hace escandalosa cuando tomamos carretera en nuestra isla. Si no nos incomodamos con estos anuncios que comentaré es porque ya aprendimos a vivir con el desastre. En varios tramos de la Autopista y de la Carretera Central se avisa a los conductores lo siguiente: “Aminore la velocidad, pavimento en mal estado”. Este tipo de valla confunde el pavimento en mal estado con un accidente geográfico, como si dijera Valle del Yumurí, Playa Jibacoa y Pavimento en Mal Estado.

La administración no se da cuenta de que el hecho de anunciarnos una clara ineficiencia es demostración de que no es posible resolverla sino apenas confesarla. Lo más preocupante es que hemos aprendido a considerar justo y posible cualquier anuncio que haga la administración, lo que demuestra a mi modo de ver una pobre cultura de las responsabilidades jurídicas del Estado.

El desastre no debe formar parte de nuestras vidas. La cubanía no tiene por qué ser puesta en contubernio con la chapucería y el abandono de las buenas costumbres de la administración, que debe tener como sentido de su existencia darle al pueblo el mejor servicio, la mejor oferta de felicidad, la garantía de la comodidad, la rapidez y la belleza de la vida sana.

Que nos hayamos acostumbrado a recibir los productos en las manos, sin cartuchos, ni bolsas, en establecimientos sucios, oscuros, con mal olor y maltrato, después de horas de espera y con el corazón en la mano porque nunca se sabe si va a cerrar la bodega o se va a acabar lo que se vende, no significa que lo merezcamos ni que seamos cómplices callados de la insensibilidad que nos disminuye y ningunea.

Que el desastre no aspire a entrar en el pabellón de lo cubano, junto al son, la conga, el tabaco, el juego de béisbol a la criolla, el patacón pisao, el mata jíbaro y la lucha centenaria por la independencia y la justicia.

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