Santos Suárez, 1985

 

Desde el balcón del pequeño apartamento de la calle San Bernardino se respiraba todo el detergente de la cercana industria y en los días muy húmedos los muebles amanecían cubiertos de espuma a la manera de un cuento mágico.

En los años 80 mi barrio se despertaba con las campanas bullangueras de la iglesia Milagrosa y si era día de fiesta mi vecino marinero te hacía saltar de la cama con un disco sabroso de Oscar de León.

Por mi cuadra paseaba Bebo, el loco al que todos miraban con respeto, era joven, alto, negro, y su casa estaba en un gran sótano de un edificio. Alguien le daba café, no hablaba, no agredía a nadie. No hay barrio que se respete que no tenga su loco y su misterio.

Los niños y niñas de mi cuadra huíamos de Candito, un señor que nadie sabía por qué vivía en aquel garaje abandonado y sucio y usaba un sombrero de otra época. Su historia era desconocida y también lo era la vida de Taíto, el lustrador de zapatos que dormía en un cuarto diminuto donde solo cabía una cama. Siempre recuerdo el estupor que sentí cuando de niño fui a llevar unas botas a su casa y el agua del baño vespertino salía por debajo de la puerta de entrada.

En Santos Suárez aprendí qué era un Testigo de Jehová y sufrí por el acto en la escuela donde solo habría una niña sin pañoleta. Los religiosos eran extraños aunque casi todos creyeran en Dios dentro de sus casas. La familia de santeros vestidos de blanco era singular, hoy lo es quien se llame ateo.

Las escuelas de Santos Suárez, como en casi toda Cuba, eran viejas casas confiscadas a ricos que se habían marchado del país. En ellas aprendí que en el aula de Resolución había niños grandes que todos temían porque sus uniformes eran demasiado pequeños para aquellos cuerpos de adolescentes. Eran los repitentes de grados, que en aquella sociedad de igualdad no eran tan iguales.

También conocí en una escuela de la calle Santa Emilia mi primera biblioteca y la única que amo hasta hoy. No pasaba de ser un aula con libros, pero en la penumbra perfecta de su bombillo amarillo yo mostraba mi carné de lector y registraba en ejemplares que no tenía en casa.

En el pequeño apartamento de Santos Suárez mi hermana más pequeña compartía conmigo la sala como cuarto de dormir y nuestras camas eran divanes en los que en el día acomodaban sus asentaderas los visitantes. En esta estrechez, la máquina de escribir de mi padre, que no descansaba nunca, nos dejaba un sonido familiar que todos mis hermanos aprendieron a sentir como parte de sus sueños.

En Santos Suárez vivimos veinte años con la puerta de la casa abierta. Cuando un vecino se anunciaba, de adentro se le gritaba ¡empuje! y nada más. La vida era fácil, los bonos de gasolina sobraban de un mes a otro y se convertían en los billetes de los bancos que asaltábamos mis hermanas Odette, Juliette y yo en los juegos de fin de semana. En estos años las bodegas vendían las pasas por libras, se hacía tamal los domingos, se compraba la cantidad de huevos que se iba a cocinar y en el medio del partido de cuatro esquinas se paraba para tomar yogurt de vasito.

Los niños jugábamos al taco, se bailaban trompos, se hacían largos torneos de bolas. Pasábamos días enteros, –una bendición para los padres y madres si no fuera por el martilleo ruidoso–, construyendo chivichanas con tablas de barriles de manteca y cajas de rodamientos de camiones.

Y estaban los cines. Uno con el mismo nombre del barrio y el Apolo, Los Ángeles, Mara, Santa Catalina. A los cines íbamos a copiar en libretas de dibujos los robots héroes de los dibujos animados japoneses y los monstruos, sus enemigos, mostrados en las fotografías que anunciaban las tandas infantiles. En estos placenteros años 80 los infantes coleccionábamos trozos de películas, que llamábamos filminas y debo reconocer que las mías solo retrataban paisajes y diálogos mientras las de los otros niños lucían a Voltus V en el momento glorioso de su unión.

Santos Suárez, en el muy poblado municipio 10 de Octubre, era un barrio con una bodega en cada manzana, con tiendas, barberías, tintorerías, farmacias, lecherías, el Caporal para llevar el pollo y los huevos, agros, el puesto de viandas, con fiambreras móviles donde se podía comprar la fritura y la minuta de pescado, aquella simpleza extinta.

Teníamos el banco de Los Colonos, la oficina de correos, la pizzería, las paradas de guaguas como la 37 y la 83, la piquera de taxis, y los vendedores caseros de pirulí, melcochas, merenguitos y pasteles.

En estos años cuando pasábamos extenuados frente al viejo refrigerador norteamericano, atrapábamos al vuelo la constante lata de leche condensada con sus dos huequitos, uno de ellos para chupar sin pudor.

En Santos Suárez se comía el queso proceso, el cake de nata, la harina lacteada, el chocolate tónico fortificante, los sorbetos Alamar y se bebía el aguardiente de anís cuando el frío arreciaba.

En 1985 todos los niños y niñas éramos iguales, o eso creíamos porque se notaba poco la diferencia. Mi uniforme escolar era igual al del niño de madre costurera y padre chofer de ómnibus; nuestros zapatos y boinas no se distinguían. Las niñas lucían grandes lazos coloridos al estilo soviético y el socialismo se lamía en el alto helado bicolor que comprábamos al salir del colegio con solo veinte centavos.

En Santos Suárez el pan sabía a pan, las pescaderías mostraban pescados, la fritada de bonito enseñaba orgullosa su hechura nacional y el jamón se llamaba con cariño, de seis pesos.

Estaban ya los borrachos, el dominó, los rateros, las madres que golpeaban a sus hijos sin compasión, los viejos amargados que se quedaban con las pelotas que caían en sus patios, los oportunistas que gritaban consignas en las asambleas del barrio para no hacer notar sus negocios ocultos, los pobres que nada tenían, los perros atropellados por los autos, los chismosos de portales enredando la pita de la mala fe, los vagabundos y la burocracia, pero los aceptábamos como la sal corriente de la vida.

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