Diez días después de los atentados terroristas a las Torres Gemelas de Nueva York en 2001, llegué a Estados Unidos. Ese día el Aeropuerto Internacional de Miami tenía un aspecto casi fantasmal, considerando que su condición de frontera natural entre Estados Unidos y América Latina lo hace recibir y despachar la mayor cantidad de vuelos diarios desde y hacia la región entre todos los de la Unión.
El área del sótano, donde se recogen los equipajes, estaba desolada. Junto con el charter de Continental Airlines procedente de La Habana, solo había un vuelo doméstico de American Eagle que había llegado casi vacío, a juzgar por la cantidad de pasajeros alrededor de la estera esperando la salida de sus bultos.
Luego de tres meses en una universidad de Massachussets, me disponía a regresar a Miami desde el Aeropuerto Internacional Logan, en Boston. Las medidas de seguridad habían sido reforzadas más todavía, y por consiguiente al chequeo ordinario le habían añadido quitarse los zapatos para pasarlos por el aparato de Rayos X.
Después de atravesar sin problemas todos los controles, antes de abordar el avión un funcionario del aeropuerto iba separando de la fila a algunos pasajeros. Se dirigió cortésmente a mí, me hizo un gesto y me pidió apartarme de la cola. Solo entonces me di cuenta de que lo que teníamos en común aquellas personas que allí estábamos era nuestra condición de no clasificar como WASP, las siglas en inglés de blanco, anglosajón y protestante. Casi todos éramos hispanos –en el fondo, bastante parecidos a los árabes–, aunque había algunos asiáticos y hasta dos o tres afro-americanos.
Con idéntica cortesía, y con mi mejor aplomo, le pregunté si aquello no era profiling, palabra que voy a traducir como “el acto de sospechar de una persona considerando su perfil racial”. Pero como evidentemente ya estaba advertido por sus superiores, se limitó a encoger los hombros y a responderme de manera mecánica: “No, señor, esto se hace al azar. Lo sentimos por las molestias que le pueda ocasionar”.
En ese momento recordé dos experiencias, la primera en un exclusivo suburbio de Lexington, Massachussetts. Después de haber salido varias veces a fumar fuera de la casa donde me encontraba durante el fin de semana, el propietario –profesor del Massachussets Institute of Technology (MIT)– había recibido una llamada telefónica informándole que en la puerta de su casa estaba plantado un hombre hispano con aspecto sospechoso. El profesor respondió que se trataba de su jardinero, un indio tzotzil que estaba haciendo algunas horas extra para poder visitar a su familia en Chiapas.
La segunda ocurrió en un lugar que hoy ya no existe: Tower Records, en Cambridge. Mi colega y amiga Janie, una rubia de ojos azules, revisaba los CDs mientras yo me limitaba a ubicarme detrás de ella viendo lo que tomaba en sus manos, pero sin dirigirle la palabra. Un empleado se le acercó con cierto sigilo y le preguntó sotto voce si yo la estaba molestando. Ella le agradeció el gesto, pero le respondió que no había necesidad de que la protegiera de su propio marido. Y eso que Massachussets no es, con todo, Arizona o Texas.
La de aquel aeropuerto fue la tercera vez que experimenté algo que había escrito una vez una socióloga cubano-americana de Chicago: “Soy ‘blanca’ cuando me levanto en La Habana, pero soy ‘otra’ cuando hago el vuelo de treinta minutos entre Miami y La Habana, porque ya no soy más ‘blanca’”.
Existir es ser percibido, dijo un obispo inglés que tuvo las agallas de declarar inexistente a la realidad objetiva –solo que aquí el peso de esta última me aplastaba como un yunque a un cacahuete.