Diálogo, política y libertad

Dialogar consiste en elaborar caminos de liberación que humanicen a quienes, bajo opresión, no pueden expresarse.

Foto: Otmaro Rodríguez (Archivo).

El diálogo parecería hoy más urgente que nunca. Las polarizaciones electorales, políticas, sociales, religiosas y cotidianas así lo sugieren. Dialogar, en la más sencilla e instintiva acepción que refiere la conversación entre dos o más personas que exponen sus ideas de forma alternativa, es casi una rareza en algunos espacios públicos y privados.  

Parecería que se ha hecho viral, al menos en la lógica de comportamiento, el “arte de tener la razón” que, como estrategia para salir airoso de cualquier debate, escribiera Arthur Schopenhauer en el siglo XIX.  Entre las “tretas” por él expuestas están suscitar la cólera del adversario, descalificar, presentar los temas en blanco y negro, buscar las contradicciones, emplear autoridad en lugar de razones, aturdir y desconcentrar, hacer que el disparate suene erudito o profundo. Y si la superioridad del oponente es evidente, se pasa al insulto, la grosería, la ofensa.  

Frente a esa tendencia, más común de lo deseable, está la búsqueda del diálogo que, contrario al “arte de tener la razón” a todo costo, es cuestión de actitud, de disposición, expresión de civismo. En rigor, sus manifestaciones conectan directamente con los ámbitos de la política y del poder, y, más específicamente, con el tipo de relaciones sociales que esos ámbitos reproducen. 

El diálogo, si bien no es el objetivo final de la política, se constituye en medio que la encamina, cuando por política se entiende la búsqueda del bien común, instrumento para remover las asimetrías de poder, e impulso para desmontar las desigualdades históricamente creadas. 

La política, como se presuponía en la antigua Grecia, es la existencia de ciudadanos libres en condición de interactuar para tomar las mejores decisiones públicas. La política, en tanto actividad inminentemente humana, surge de la interrelación social. En perspectiva marxista, esta solo puede entenderse en el marco de los conflictos básicos del conjunto social, y las maneras en que se ordena la producción material y espiritual de la vida. 

Hannah Arendt comprende la política como una actividad de naturaleza dialógica, que surge a partir de la necesidad de superar la individualidad de cada ser humano. Esta implica, por tanto, diálogo y aceptación de la existencia de sujetos/as diferentes, diversos/as y con puntos de vista heterogéneos entre sí. 

Desde esta perspectiva, la política es sinónimo de diálogo y antónimo de monólogo. Es entendimiento y no descalificación. Es el arte de gobierno colectivo y no el “arte de tener la razón”. Ella se afianza en la riqueza del debate y la deliberación (pública y privada) y se instituye en el derecho y condiciones para participar, de manera consciente y organizada, en los destinos de la nación. 

Un orden social sustentado en principio de soberanía, equidad, dignidad, justicia social, económica y cultural, tiene en el diálogo político una condición elemental. Entre otros asuntos, este propicia pactos sociales y encamina su concreción en políticas públicas. 

El diálogo político tiene más probabilidades de prosperar y cosechar resultados sostenibles si incluye a todas las partes interesadas (sociales, gremiales, clasistas, económicas, técnicas, culturales y políticas). El diálogo, en la comprensión de Habermas, construye simetría entre quienes intercambian visiones. Para esto es indispensable que todo individuo o grupo, afectados por la norma en discusión, sea partícipe en igualdad de condiciones.

El diálogo político no es, en sentido estricto, sinónimo de debate o deliberación, figuras comunicativas también en boga. El debate se entiende como la confrontación de ideas o argumentos, más afín a promover opiniones, persuadir, ganar/perder, competir. En la deliberación se busca más bien un terreno común sobre el que puedan realizarse elecciones colectivas, sopesar, decidir, buscar coincidencias, clarificar. El diálogo es una relación de intercambio que busca el entendimiento, construir relaciones, reciprocidad, comprensión, disipar tensiones.  

Estas tres figuras comunicativas se interrelacionan en los procesos políticos. El diálogo político propicia un ambiente de entendimiento y de escucha activa; dentro de este el debate devela posiciones diferentes e incluso opuestas; y, desde la deliberación se comparan y analizan alternativas para la toma de decisiones, para realizar elecciones consensuadas o propuestas de política en el contexto de la construcción colectiva.

Hablar de diálogo político como medio para la construcción y sostenimiento de un orden social inclusivo, implica, al menos, esbozar su relación con la libertad. Esta, para los antiguos griegos, más que todo, consistía en la obligación de actuar como ciudadano en los asuntos públicos, principio básico del republicanismo. Hoy vivimos la tensión entre la libertad individual de la modernidad, para hacer lo que me plazca, y la libertad como vinculación pública, para hacer lo que debo; tensión verificable entre la competencia y la cooperación, el individuo y el colectivo, el debate y la deliberación.

Pero, para dialogar y deliberar, y también para debatir democráticamente, se requiere del reconocimiento del otro y la otra como interlocutor válido, con su libertad y con su conciencia. 

¿Dialogar en esta Cuba?

El diálogo político es el sustento posible de una democracia deliberativa y participativa. Es condición para la producción de conciencia individual, gremial, sectorial, clasista, social. Conciencia que solo emana de la práctica política (pública y privada). 

Si bien es cierto que el diálogo político requiere aceptación de los derechos individuales para expresar de manera libre y autónoma sus comprensiones, la visión liberal que constriñe lo social a la suma matemática y mecánica de átomos aislados que expresan su voluntad, produce un empobrecimiento de la democracia. El individuo se desentiende de lo público y se produce una fuerza centrífuga que elimina la cooperación, la solidaridad o la colaboración. Al mismo tiempo, naturaliza y perpetua condiciones estructurales de la desigualdad social. 

El diálogo político, si bien es un medio para construir ciudadanía, es decir, vínculos democráticos entre el individuo y la colectividad, la comunidad y el conjunto social, al mismo tiempo tendrá límites claros si no proyecta entre sus fines remover las diferencias estructurales, históricas y sostenidas entre la ciudadanía poseedora y la “ciudadanía” desposeída, con accesos desiguales a la política, los derechos y la justicia. 

Esta idea asoma la tensión entre las agendas mínimas y las agendas máximas. Si bien es cierto que en política se avanza, además, por acumulación, por puntos mínimos, también lo es que no haya construcción social posible sin una ética de máximos, aquella utopía que nos señala el camino para avanzar. Aquella que nos muestra los límites del diálogo político que, en última instancia, desatiende sus raíces antagónicas. 

Llegado a este punto, el diálogo político adquiere una dimensión liberadora. Paulo Freire, quién asumió el diálogo como pilar de su propuesta ética, política y pedagógica, comprendió que existir humanamente es “pronunciar” el mundo, es “transformarlo”. Para él, la esencia del diálogo es ese encuentro de los seres humanos para pronunciar el mundo; no privilegio de algunas personas (como en la antigua Grecia), sino derecho de todas.

El diálogo político es el encuentro de los seres humanos para “saber y actuar”. Es un generador de pensamiento crítico. Es fuente de poder desde las interacciones, posibilidad del encuentro entre semejantes y diferentes, actitud que impugna al autoritarismo, la arrogancia, la intolerancia, el fundamentalismo. Es acto creador, lugar de encuentro donde no hay ignorancias, ni sabidurías absolutas. Es relación horizontal en la confianza. 

La historia de las luchas populares por la emancipación fue el contexto desde el que Freire legó su comprensión sobre el diálogo, descrito también como “acción cultural dialógica” que prolonga el acceso al poder como “revolución cultural”. Poder entendido como “poder-hacer-con-otros” y otras para la reconstrucción de la sociedad.

Mirar este asunto desde un lugar histórico, ideológico y clasista específico conduce a entender que, para hablar de revolución liberadora, se precisa la mediación del diálogo para que los y las desarropadas, las y los sufrientes, los y las condenadas de la tierra, las y los pobres pronuncien el mundo.

Dicho de otra manera, la emancipación popular es, también, acción cultural manifiesta en lo dialógico. Pero es, sobre todo, desmonte de las estructuras de desigualdad política y cultural que consagran cualquier forma de dominación, incluyendo la desigualdad de oportunidades para acceder al diálogo.

La “acción cultural dialógica” (colaboración, unión, organización, síntesis cultural), subvierte el sistema de injusticia y opresión que opera desde un carácter “antidialógico” (conquista, división, manipulación e invasión cultural). Sistema que sostiene y reproduce los intereses de quienes, para perpetuar sus privilegios, no permiten, no desean, no promueven el diálogo. El carácter antidialógico es condición política de los sujetos antagónicos de la libertad. 

El tema del diálogo político está en boga. Postularlo requiere entender que, en última instancia, hace parte de un proyecto de relaciones humanas que, en la inclusión, dignificación y humanización, propicia la búsqueda del bien común entre semejantes y diferentes.

Salir de la versión móvil