Durante los años 80 del siglo pasado se produjo un vuelco cualitativo en la naturaleza de las migraciones que llegaron a los Estados Unidos. Ya entonces, por primera vez en la historia, la mayoría de los emigrantes no procedía de Europa, sino del Tercer Mundo: mexicanos, filipinos, chinos y seguidos por vietnamitas, coreanos, hindúes, camboyanos, laosianos, tailandeses, iraníes, paquistaníes e incluso cubanos.
Este proceso sentaría las bases de una serie de preguntas de plena actualidad y vigencia que pueden escucharse hoy en sectores diversos de la sociedad civil, las publicaciones académicas, los medios y las universidades: ¿son o deben ser los Estados Unidos una sociedad multicultural? ¿Qué significa, en todo caso, el multiculturalismo? ¿Se debe seguir utilizando únicamente el inglés en las escuelas y documentos oficiales?
A estas interrogantes pudieran añadirse otras, esta vez desde otro punto de vista: ¿perderemos nuestra hegemonía histórica ante el impacto de eso que se denomina –racistamente, añado– “la amenaza carmelita”? “¿Qué hacer con este alud de indocumentados mexicanos, más allá de un muro fronterizo que al final no nos va a resolver el problema, sobre todo porque los necesitamos, pagan impuestos y reportan beneficios netos a nuestra economía?”, se preguntan algunos.
Escribir aquí que los Estados Unidos han tenido una relación medio paranoica, de entra y sale con los emigrantes, más allá del discurso sobre la tierra de las oportunidades, el famoso poema a la Estatua de la Libertad y el llamado sueño americano, sería un lugar común.
El hecho es que hoy los latinos/hispanos ascienden a 59.9 millones de personas –el 18.3% de población– y han irrumpido en lugares donde su presencia era, cuando menos, poco común, lo cual desde luego también incluye a los cubanos, dato que comienza a cuestionar el tradicional monopolio de Miami, Nueva Jersey, Nueva York y California como lugares clásicos de asentamiento de nuestros coterráneos, especialmente los de pies secos que entraron por la frontera mexicana.
Miami ya no es más dominio absoluto de los cubanos, que ahora deben coexistir con nicaragüenses, guatemaltecos, hondureños, salvadoreños, colombianos, dominicanos, venezolanos, brasileños, uruguayos y argentinos, aunque sigan manteniendo posiciones de poder en varias instancias.
Estas y otras realidades alteran dramáticamente la fisonomía y el ser mismo del país, y plantean un conjunto de problemas para una clase política que al respecto se mueve entre dos polos: por un lado, el temor a perder el credo americano y la lengua inglesa el idioma inglés, y, por otro, el impacto de ese dato demográfico sobre la producción, el mercado, los servicios y el consumo –un verdadero caramelo para el poder corporativo, que ha venido impulsando una creciente propaganda comercial que empieza en la Pepsi-para-latinos y termina en la promoción de Shakira y Jennifer López y como símbolos sexuales.
La política misma se ha plegado ante el español en su sempiterno afán de capturar votos. El más previsor de los padres fundadores no hubiera podido imaginar que a partir de las elecciones que llevaron a Clinton a la presidencia, el empleo del español resultaría cada vez más recurrente en la carrera hacia la Casa Blanca; y menos que por la TV se difundirían infomercials tratando de persuadir a la comunidad latina a votar por demócratas o republicanos en la lengua misma de Cervantes.
El término “latino” remite a una connotación de superioridad civilizatoria y etnocéntrica, toda vez que simplifica y homogeniza, desde la mirada anglo, la diversidad de las distintas culturas u orígenes nacionales que lo componen. Podría apostarse que para un estadounidense de a pie –si esto existe–, no hay diferencias sustanciales entre puertorriqueños, argentinos, españoles, portugueses, bolivianos, brasileños, dominicanos, cubanos o mexicanos.
La cultura del mainstream suele decodificar culturas y atributos culturales foráneos con un sorprendente grado de simplificación, lo cual constituye la consecuencia de un síndrome que no es en el fondo nuevo, ni sería justo limitar a los estadounidenses, como nos recuerdan los propios griegos clásicos al bautizar como “bárbaros” a los persas, una de las civilizaciones más portentosas que haya conocido la humanidad.
El problema consiste en que la cultura estadounidense demasiado a menudo se percibe a sí misma como la summa de cualquier modelo civilizatorio posible e irradia miradas estereotipadas hacia afuera e incluso negativas.
Un intelectual mexicano me recordaba un día en San Diego que los estadounidenses tenían un récord difícil de superar en cuanto al uso de palabras despectivas para designar a la otredad: las hay en efecto para italianos (greasers), japoneses (japs), afro-americanos (niggers), vietnamitas (gooks) y, desde luego, para los latinos, a quienes suelen llamar spics, por su peculiar manera de no hablar bien el inglés, una palabra cuya génesis se documenta en la literatura a principios del siglo XX en el contexto de la expansión y de ese Destino Manifiesto que llevó a Roosevelt tomar el Canal.
De cualquier manera, a reserva de estas y otras prevenciones, en la dinámica interna las categorías de “latinos” o “hispanos” suelen asumirse en positivo para marcar diferencias identitarias y hasta resistencias culturales. Parece innecesario recordar que en los Estados Unidos se encuentran a menudo organizaciones civiles que esgrimen el orgullo latino como un modo de posicionarse frente a una sociedad blanca y de ojos azules que si por una parte los incorpora en los programas de acción afirmativa, por otra muy a menudo los sigue percibiendo en lo íntimo con distanciamiento o recelo de otredad (sí, porque no debe olvidarse nunca que el país es de una complejidad tremenda, y que no se reduce a Nueva York o San Francisco).
El paradigma del hispano asociado a la delincuencia, el crimen y las drogas –tres de los problemas más preocupantes en los Estados Unidos de hoy– es consistente con el socializado por la industria cinematográfica, al menos desde West Side Story.
No importa demasiado que de vez en cuando la revista Hispanic Bussines se esmere en listar a los latinos más potentados.
Lo decía un obispo inglés: existir es ser percibido.
Excelente texto, que expresa muy bien las dimensiones y contradicciones de lo latino en USA. Por favor, si pueden sigan publicando sobre ese tema.