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La Educación Superior en Cuba, históricamente concebida como derecho y no como privilegio, atraviesa complejos desafíos y contradicciones. Cada año, miles de jóvenes enfrentan el proceso de ingreso universitario con esperanza y ansiedad. Lo que alguna vez fue considerado un filtro riguroso y prestigioso para seleccionar a los mejor preparados, hoy genera dudas entre profesores, estudiantes y familias. ¿Realmente estamos premiando la excelencia? ¿O simplemente maquillamos cifras para sostener la narrativa del acceso universal?
Las cifras: muchas plazas, pocas garantías
Para el curso 2025-2026, según la Agencia Cubana de Noticias, el Ministerio de Educación Superior (MES) ha dispuesto más de 100 mil plazas en 113 carreras universitarias y 65 programas de ciclo corto, distribuidos en todo el país.
Entre las carreras destacan las más demandadas: Medicina, Derecho, Arquitectura, Psicología, Ingeniería Informática y varias del perfil económico. Además, más de 10 mil plazas están destinadas a carreras pedagógicas y alrededor de 8 mil para la modalidad de ciclo corto (entre dos y tres años). Esta última se ha convertido en una vía de rápida inserción laboral en territorios donde la disponibilidad de docentes y profesionales es crítica.
Pero estas cifras no pueden leerse sin contexto. En la convocatoria del presente curso 2024-2025, solo el 50,4 % de los estudiantes que se presentaron a los exámenes de ingreso aprobó las tres pruebas, mientras que más del 85 % obtuvo finalmente una plaza universitaria.
Esto puede parecer un éxito cuantitativo, pero oculta un problema grave: la calidad de los exámenes y la preparación previa han decaído considerablemente.
En Matemática, solo el 52,7 % aprobó; en Español, el 92,1 %; y en Historia de Cuba, el 76,4 %. Estas cifras reflejan importantes deficiencias en la formación académica, que ponen en entredicho la capacidad del sistema para garantizar un ingreso universitario con los conocimientos mínimos necesarios.
La paradoja radica en que, pese a estos resultados, el acceso a la universidad no se detuvo. El sistema terminó absorbiendo incluso a quienes demostraron bajos niveles de competencia académica, lo cual compromete la calidad del proceso formativo en la Educación Superior.
Varios educadores señalan que esto responde a la presión por cubrir matrículas y sostener la masividad, en un país donde las universidades han perdido decenas de profesores por migraciones hacia otros sectores mejor remunerados o hacia otros países.
Así, más que un logro educativo, el número de plazas cubiertas comienza a verse como un síntoma de un sistema que prioriza la cantidad sobre la calidad.
El declive del rigor: una crítica extendida
Los exámenes de ingreso —tradicionalmente considerados el principal filtro académico para acceder a la universidad— hoy enfrentan serias críticas por su bajo nivel de exigencia.
Cada vez más voces señalan que las pruebas, especialmente las de Matemática y Español, no logran discriminar con eficacia entre los diferentes niveles de preparación del estudiantado. En muchos casos, bastan conocimientos elementales y estrategias mínimas para obtener una calificación aprobatoria.
Mientras tanto, el examen de Historia se ha reducido a un ejercicio casi memorístico, centrado en datos superficiales que no exigen análisis ni comprensión profunda del pasado nacional. Esta situación genera preocupación entre docentes y especialistas, quienes alertan sobre el debilitamiento del rigor formativo en un momento en que el país necesita con urgencia profesionales sólidamente preparados.
Además, este fenómeno tiene consecuencias directas en la calidad del aprendizaje y en la formación profesional de los estudiantes.
Cuando el filtro de ingreso no es riguroso, se corre el riesgo de que ingresen alumnos insuficientemente preparados, lo que a su vez obliga a las universidades a destinar recursos adicionales para nivelar conocimientos en lugar de avanzar en contenidos más complejos.
Esto genera una carga extra para los docentes y afecta negativamente el ritmo académico, limitando el desarrollo integral de los futuros profesionales.
Por otra parte, este contexto propicia un ambiente de desmotivación tanto en estudiantes como en profesores. Muchos jóvenes perciben los exámenes como un trámite más que como un verdadero desafío, lo que disminuye su compromiso con el estudio y su interés por alcanzar la excelencia.
A su vez, los docentes se enfrentan a la frustración de ver cómo sus esfuerzos por mantener estándares altos se ven socavados por un sistema que premia la masividad por encima de la calidad. Así, se profundiza un círculo vicioso que dificulta la mejora sostenida de la educación superior en el país.
Educación y desigualdad: ¿cómo exigir cuando no hay condiciones?
Desde Camagüey, el internauta Sergio Buenavilla aporta una reflexión profunda: “Coincido en que necesitamos una educación que rete, que exija, que forme con rigor. Pero el rigor no está reñido con la empatía. La excelencia no se construye solo con filtros duros, sino con procesos formativos sólidos y sostenidos”.
Y plantea una pregunta crucial: “¿Cómo construimos una exigencia justa, que no castigue el punto de partida, sino que potencie el destino?”
Porque en Cuba —y esto es importante decirlo— no todos los estudiantes llegan en igualdad de condiciones al examen de ingreso. La falta de electricidad, la carencia de profesores estables, el déficit de libros de texto y el éxodo masivo de educadores son solo algunas de las condiciones adversas que enfrentan miles de jóvenes.
Una madre de un estudiante preuniversitario comenta desde la experiencia cotidiana: “Los escucho a diario, a veces con el corazón roto, porque la realidad es tan dura que uno no deja de cuestionarse cómo es posible. Que pueden estar desmotivados, que les falta disciplina, todo eso es verdad. Pero nosotros, los adultos, también nos cuestionamos si vale la pena el sacrificio de trabajar por un salario que es una burla”.
Y añade con contundencia: “Cuando la calidad educativa sea la punta de lanza para motivar a los muchachos, y el sistema recompense a los buenos, podremos presenciar, quizás, un retorno a la percepción de que ser universitario es un honor”.
Este escenario desigual dificulta la implementación de un sistema de ingreso que realmente refleje el potencial y las capacidades de cada estudiante.
Exigir también un alto nivel de rendimiento en exámenes estandarizados, sin atender las diferencias en los recursos y apoyos disponibles, puede terminar perpetuando las brechas educativas y sociales existentes.
En lugar de fomentar la equidad, se corre el riesgo de penalizar a quienes parten desde desventajas estructurales, minando así la justicia educativa que tanto se pretende.
Por ello, muchos especialistas insisten en la necesidad de repensar el proceso de admisión universitaria desde una perspectiva integral, que contemple no solo el conocimiento académico, sino también las condiciones de vida y las oportunidades reales de cada aspirante.
Esto implica fortalecer la educación básica y media, garantizar el acceso a materiales y docentes capacitados, y diseñar sistemas de evaluación que reconozcan diversas formas de aprendizaje y talento. Solo así se podrá aspirar a una educación superior que sea verdaderamente inclusiva y que promueva la formación de profesionales competentes y comprometidos.
¿Cuál es el futuro?
Desde el MES se defienden las actuales transformaciones como estrategias de justicia social y racionalidad. En palabras de sus autoridades, se busca lograr una distribución más equitativa del talento joven y formar profesionales donde más se necesiten.
También se impulsa la vocación pedagógica como prioridad nacional, con ingreso directo para quienes opten por esta carrera. Pero esta política choca con la realidad: muchos jóvenes solo eligen las pedagogías como “última opción”, y luego abandonan al poco tiempo por falta de motivación, condiciones materiales o vocación real.
Las consecuencias son visibles. Escuelas sin maestros. Aulas abarrotadas. Profesores improvisados. Y un sistema universitario que recibe estudiantes sin bases sólidas para enfrentar estudios superiores.
El ingreso a la universidad en Cuba debería ser hoy, más que nunca, un tema de debate nacional. En medio de la profunda crisis económica, el éxodo masivo y la pérdida de confianza en las instituciones, la Educación Superior sigue siendo una de las pocas esperanzas colectivas.
Pero si no se revé el sistema de ingreso con profundidad, si no se recupera el prestigio de ser universitario desde la base, si no se dignifica al profesorado y se escucha al estudiantado, la universidad podría dejar de ser un motor de transformación y convertirse en una simulación de progreso.
Porque, como describe Paulo Freire en su obra Pedagogía del oprimido (1970), la educación debe ser un acto transformador que despierte conciencias; de lo contrario, se vuelve una rutina que no cuestiona ni impulsa cambios. Hoy, la educación superior cubana necesita, más que nunca, esa transformación profunda. No para cerrar puertas, sino para abrirlas mejor.
