Ha sucedido otra vez. Estados Unidos ha vuelto a vetar una resolución concerniente a Israel del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Esta vez ha sido el tercer proyecto de resolución, presentado por Argelia en nombre de los Estados árabes, que exigía ”un alto el fuego humanitario inmediato que debe ser respetado por todas las partes”.
El texto recibió 13 votos a favor, uno en contra (Estados Unidos) y una abstención (Reino Unido). Es decir, recibió más votos a favor, pero como se sabe el voto negativo de uno de los cinco países miembros permanentes del Consejo es suficiente para que se deseche el proyecto.
La información de las Naciones Unidas nos dice que además de un alto el fuego humanitario inmediato, el proyecto rechazaba el desplazamiento forzoso de la población civil palestina, mujeres y niños, en violación del derecho internacional, exigía la liberación inmediata e incondicional de todos los rehenes y reclamaba un acceso humanitario sin trabas.
Estados Unidos alegó que trabajaba en otro texto, que por supuesto ponía el acento en las demandas del gobierno de Netanyahu.
La noticia no solo contrasta con la urgencia con que la opinión pública mundial pide un alto el fuego ante la masacre escandalosa que Israel comete en Gaza, sino que reafirma la obsolescencia del mecanismo que somete a la decisión de un solo país la condena por la comisión de un crimen masivo y evidente.
Pocos datos ilustran tanto la complicidad de Washington con el poder sionista y en temas cruciales como las 43 ocasiones en que ha vetado proyectos de resolución en el Consejo de Seguridad que de una u otra forma critican a Israel.
Los mismos pronunciamientos se suceden proyecto tras proyecto, con el mismo resultado. ”Afirma el derecho inalienable del pueblo palestino a su autodeterminación, incluyendo el derecho a la independencia y soberanía nacional en Palestina”, expresaban reiteradamente varias de las resoluciones vetadas.
Al igual que ”Condena las violaciones de derechos humanos contra el pueblo palestino por parte de las autoridades de Israel”, ”Deplora las continuas prácticas del Gobierno de Israel en violación de los derechos humanos del pueblo palestino”, o ”Deplora las continuas prácticas del gobierno de Israel en violación de los derechos humanos del pueblo palestino”.
Ni los llamados al orden durante las dos intifadas, o la necesidad de retirar las tropas que en 1982 invadieron el Líbano, o las acciones tendientes a cambiar el status de la ciudad de Jerusalén, pudieron contar con el respaldo del Consejo de Seguridad.
Los hechos actuales, que solamente son comparables con la expulsión a punta de cañón de los palestinos de sus tierras en 1947 y 1948, en el nefasto episodio conocido como la Nakba, han vuelto a poner sobre la mesa las razones del respaldo norteamericano a la impunidad sionista.
La relación entre Estados Unidos, uno de los países de mayor territorio y población del mundo, e Israel, más pequeño que el estado de New Hampshire, distante casi 11 mil kilómetros, es única en la política internacional de los últimos sesenta años.
Estados Unidos reconoció de inmediato al Estado de Israel cuando —caso único— fue creado por las Naciones Unidas en 1948. Pero el desarrollo de sus relaciones con el nuevo estado fue paulatino y a veces contradictorio.
En los enfrentamientos que se produjeron en 1956 cuando Gamal Abdel Nasser nacionalizó el Canal de Suez, el presidente Eisenhower chocó con las potencias europeas y con Israel, en apoyo al presidente egipcio. Todavía en la guerra árabe israelí de 1967, los pilotos del estado sionista volaban aviones Mirage de fabricación francesa.
Pero ya entonces la aviación egipcia volaba aviones Mig y el ejército de Egipto, el principal país del Oriente Medio, recibía armas y asesoramiento soviético.
En plena Guerra Fría, las relaciones de Estados Unidos e Israel se desarrollaron a toda velocidad y comenzaron a rivalizar con las que los norteamericanos tenían con los países árabes.
Nasser murió y su sucesor cambió el rumbo de la conducta egipcia. Anwar el Sadat visitó Israel en 1977 y el año siguiente los acuerdos de Camp David alteraron el mapa político de la región y en general de la Guerra Fría. Estados Unidos había puesto una estratégica pica en Flandes que subvertía el orden regional en su favor.
Israel, convertido en una punta de lanza en el mar de petróleo que lo circundaba, se había convertido en un aliado estratégico. En su gendarme regional, de particular relevancia en los años de crudo enfrentamiento entre la Unión Soviética y Estados Unidos.
Solo por cuidar su acceso al petróleo que producía la región, era fácil explicar el apoyo de Washington a Tel Aviv. Israel fue desde entonces el principal receptor de ayuda militar norteamericana del mundo, y pudo desarrollar una de las fuerzas armadas más poderosas, mucho más si se compara con su población, que supera hoy ligeramente los 7 millones de habitantes.
Desde entonces, el respaldo de Estados Unidos a Israel alcanza un rango tal, por encima incluso de países aliados de relevancia mundial, que hoy resulta difícil de explicar.
No es propiamente en la existencia de 7,6 millones de judíos norteamericanos donde hay que encontrar la explicación. Según una encuesta del Jewish Electoral Institute entre ellos aparecen disensos importantes con la política de los gobiernos de Benjamin Netanyahu.
Solo unos ejemplos: el 58 % favorece el apoyo a Israel, pero no a los colonos que usurpan territorios palestinos; el 62 % se declara a favor de renovar la ayuda humanitaria a los palestinos derogada por Trump; el 61 % a favor de la creación de los dos estados y el 20 % a favor de un solo estado con igualdad de derechos para todos.
La explicación más frecuente se ha encontrado en la acción del llamado lobby israelí ante el Congreso de Estados Unidos y su cabeza de proa, la organización AIPAC.
El lobby es una organización grande y compleja, donde se hallan representantes de las industrias militares, en las que Israel gasta la mayor parte de los tres mil millones de ayuda que recibe anualmente de Estados Unidos.
Igualmente, una cifra importante que representa a los evangelistas y otras confesiones cristianas que, además, se apoyan en los antecedentes bíblicos del pueblo judío. La Biblia dice en 55 ocasiones que esa tierra será de Israel para siempre, y entre ellos hay millones de personas que creen literalmente en lo que está escrito en el texto sagrado, se trate de Adán y Eva, de Noé y su carga zoológica, o de los propietarios de aquellas tierras. (Umberto Eco menciona el caso en que se llegaba a afirmar que Adán y Eva hablaban… en hebreo).
En las grandes reuniones de AIPAC, los dirigentes estadounidenses hablan como si estuvieran en campaña, pero en las elecciones de Israel.
Se trata por lo tanto de una acción que trasciende los pasillos del Capitolio de Washington. Los grandes medios y en general las industrias culturales del país, durante más de siete décadas, han incrustado la causa sionista de manera directa o no, en el imaginario colectivo y en la conciencia social de sus consumidores, tanto en el territorio del país y, como todos hemos experimentado, en su alcance planetario.
Para ejemplificarlo, Hollywood. Si le restara la presencia de la historia y la cultura judía a su producción habitual y a la premiada, sería muy distinta su fisonomía. Igual ocurriría con la gran prensa del país, cuyos mayores exponentes son por definición favorables a la imagen de Israel y a sus políticas.
El espacio para disentir es pequeño ante las dimensiones de ese consenso, y la represión es intensa. Transgredir ciertos límites puede recibir una represión directa o simbólica, por vías intelectuales o simplemente por la fuerza. Fue el caso de las recientes protestas en las principales universidades por la brutal acción del gobierno sionista en la franja de Gaza.
El tema es complejo. Quizá su estudio más profundo —también debatido y, por supuesto, combatido— fue el que realizaron los profesores John Mearsheimer y Stephen Walt en su libro hoy antológico El lobby israelí y la política exterior de Estados Unidos.
Pero la descripción que ellos hacen de este fenómeno pudiera ser hoy paradójica.
Israel, a 76 años de su creación, no solo ha vivido durante más de siete décadas y su derecho a existir ha sido reconocido universalmente, sino que ya no es un país en supervivencia, lo que explicaba en parte la ayuda que recibe.
El PIB per cápita nominal que en 1969 era de 7 340 dólares, ha pasado a más de 42 mil en el 2023, en ambos casos teniendo en cuenta su poder de compra (PPA), según la información del Banco Mundial.
Para Estados Unidos el papel de Israel como su gendarme local era de una importancia decisiva, por la dependencia que tenía del petróleo de esa zona.
Pero hoy Estados Unidos es el mayor productor de petróleo del mundo.
Ni siquiera la dependencia en la industria de armamentos es la misma que en décadas anteriores. Israel es hoy uno de los grandes fabricantes de armas del planeta, muchas veces complementarias de las que fabrica Estados Unidos. Además, exporta las tres cuartas partes de las armas que produce.
Añadamos el poder disuasivo que tiene la capacidad nuclear de Israel. Ni negada ni admitida por los sucesivos gobiernos israelíes. Ho, solo un tonto, un ingenuo o un provocador, es capaz de negar la existencia de su opaco programa nuclear, iniciado en 1950 con ayuda francesa. Según la fuente que usted consulte, este puede haber producido ya entre 90 y 400 ojivas nucleares.
Estados Unidos no se pronunció contra la existencia de la capacidad israelí para producir armas nucleares y, por consiguiente, por su flagrante violación del Tratado de No Proliferación Nuclear, del cual no son firmantes en el mundo solamente Israel, India, Pakistán y Sudán del Sur.
La explicación hay que buscarla en lo que Walter Lippman llamó hace muchos años ”manufactura del consenso”. Tan cerca de la política como de la sociología.
Aunque se trata de un tema extenso y complejo, los acontecimientos de Gaza y las posiciones de la administración Biden y las de Netanyahu no han coincidido. Más allá del respaldo recibido, el primer ministro israelí se ha negado a una tregua que limite su ofensiva sobre la población de Gaza y, de paso, ha reiterado su rechazo a la constitución de dos estados como solución definitiva al conflicto árabe israelí.
Mientras tanto, un amigo incondicional de Israel como Anthony Blinken y la mayor carta ganadora de la diplomacia estadounidense, hoy jefe de la CIA y veterano diplomático William Burns, aran en el mar junto con los representantes de los países árabes colindantes con Israel.
Y no pasa nada. Lejos de hablarse hoy de la influencia de Washington en la política israelí, lo que se evidencia es cuán profunda puede ser la influencia israelí en la política exterior de Estados Unidos.