La cultura cubana, dicen, es muy apasionada. También dicen que mientras más apasionada sea la conversación, sus agentes más alzan la voz. La educación sentimental de niños y niñas está marcada, inevitablemente, por altos decibeles, empezando por madres asomadas al balcón gritándole al infante que juega en el parque que es la hora de bañarse.
Pero la crisis cubana añade a todo lo heredado, que ya es bastante, una exaltación de ánimos que hace reaccionar a muchos y muchas como resortes casi ante cualquier estímulo externo, sin calibrar su peso y naturaleza específicos. Por eso ya no gritan: vociferan.
En las redes sociales y fuera de ellas, se destierra la razón de la toma de decisiones y se la sustituye por un mecanismo pavloviano: esos seres pueden perder la compostura ante un problema menor o tratar de meterle una galleta a un excolega y compañero en un sitio público por algo que una vez hizo, sin pensar por un momento en las consecuencias de sus actos incluso para terceros. Insultan, agreden, descalifican. Los gritones suelen tener un problema colateral: no escuchan.
A las peñas deportivas del Parque Central y la Plaza de Marte, en La Habana y Santiago, respectivamente, no se va a escuchar sino lo que concuerde con los criterios del hablante. Se va a imponer, no a persuadir ni a enriquecerse con las opiniones del otro. Para tratar de lograrlo, los congregados escandalizan, gesticulan y alzan los brazos al aire. Momento ideal para hurgar en toda una semiótica del lenguaje corporal que se dirige, en última instancia, a intimidar al oponente en correspondencia con la cultura del solar, el machismo y la guapería.
Pero digamos también que la gritería tiene determinaciones prácticas. En La Habana no resulta infrecuente visitar a una persona que vive en un edificio multifamiliar, pero con apartamentos que no tienen timbre. La puerta principal de acceso al inmueble se encuentra sellada previendo micciones y otras inconveniencias. No hay manera entonces de hacerle saber al visitado que uno está allá abajo, a no ser que se le llame por el celular. Uno tiene que desgañitarse las cuerdas vocales gritando el nombre de la persona, a ver si lo oyen de arriba. Si el apartamento es interior —es decir, sin balcón a la calle—, y no hay celular, lo más recomendable es largarse con la música a otra parte o esperar pacientemente a ver si algún parroquiano de los que allí viven sale a la calle, pero no sin antes explicarle a quién va a visitar, algo que reafirma la filosofía de portero que de un tiempo a esta parte recorre a la cultura cubana.
Ese grito, en definitiva, pone su grano de arena adicional a una ciudad sometida a un urticante proceso de sobredecibelización, que se palpa tanto en los taxis como en los mismos edificios de apartamentos, donde el insistente beat del reguetón campea como el Cid por los campos de Castilla. Se repite en los lobbies de los hoteles, en los bares y en los barrios.
La Ley 81 sobre Medio Ambiente, aprobada por la Asamblea Nacional en 1997, establece en su artículo 147 la prohibición de “emitir, verter o descargar sustancias o disponer desechos, producir sonidos, ruidos, olores, vibraciones y otros factores físicos que afecten o puedan afectar a la salud humana o dañar la calidad de vida de la población”.
“Las personas naturales o jurídicas que infrinjan la prohibición establecida en el párrafo anterior”, dice, “serán responsables a tenor de lo dispuesto en la legislación vigente”. Y en su artículo 152: “El Ministerio de Salud Pública, el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social y el Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, en lo que a cada cual compete y mediante el establecimiento de las coordinaciones pertinentes, dictarán o propondrán, según proceda, las medidas encaminadas a el establecimiento de las normas relativas a los niveles permisibles de sonido y ruido, a fin de regular sus efectos sobre el medio ambiente”.
Dejando por el momento a un lado el hecho de que hay esquinas y barrios que constituyen verdaderos himalayas de basura y desechos sólidos, la regulación del ruido es otra letra muerta. Para ser efectiva, toda norma jurídica debe poder implementarse. Y Cuba se caracteriza, precisamente, por un déficit urticante de la cultura jurídica ciudadana.
Las lucha contra el ruido ambiental parecería estar condenada, por esas razones, a lo de siempre: la repetición.