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Soy una persona bastante ansiosa. Me preocupo por las cosas grandes, pequeñas, cercanas, lejanas, con o sin razón. Incluso cuando logro racionalizar el problema y relajarme mentalmente, mi cuerpo sigue dándome señales de intranquilidad.
Para mi fortuna y desgracia, el trabajo en mi profesión evoluciona constantemente. Es diferente, por ejemplo, a escribir un artículo. En este caso defino la idea central, la desarrollo, la dejo reposar antes de editarla y pasarla por mis filtros de confianza; luego se publica. El texto cobra existencia per se y no vuelvo a cuestionarlo. Es una reflexión congelada en el tiempo.
Sin embargo, cuando hablamos de interpretar una obra, el proceso es mucho más largo. Leerla (decodificar la partitura), memorizarla, apropiarse de ella, crear una interpretación… Y, cada vez que se toca, es diferente. En el sentido romántico, se trata de un momento único y, como dice Martha Argerich, cada vez pueden descubrirse cosas nuevas en la misma pieza. En el sentido pragmático, cada vez puede salir mal algo distinto.
Hace poco vi un video en en el que entrevistaban a algunos participantes del concurso Chopin. Uno de ellos describía la experiencia de tocar en vivo como una apuesta, una lotería. Nunca sabemos lo que va a pasar en vivo. Por eso, llegado un punto en el que ya las obras salen, el estudio se convierte casi en un proceso de reafirmación para nuestra tranquilidad.
Sin embargo, debemos aprender a aceptar que, tanto en la interpretación como en la vida, siempre hay un margen de incertidumbre y que el estudio, por minucioso que sea, no garantiza resultados perfectos.
En carreras que dependen del trabajo diario y de una planificación inteligente, es fácil agobiarse ante una montaña de trabajo y autosabotearse con procrastinación. Cuando el volumen de lo que debemos aprendernos es muy grande uno se agobia y no sabe por dónde empezar. Si nos sentamos a estudiar sin un plan claro, es probable que pasemos horas divagando sin hacer avances reales, antes de terminar deslizando el dedo por la pantalla del teléfono buscando distracción en lugar de soluciones.
Ante esta situación lo más inteligente es planificar el estudio en detalle, priorizando lo cualitativo sobre lo cuantitativo. Ir fijando pequeños objetivos. Por ejemplo: “Hoy me aprendo esta página de memoria”. Parece una tontería, pero hace una diferencia. Primero, porque facilita la concentración, al tener una meta concreta; y segundo, ayuda a lograr avances puntuales cada día, en vez de sentir que el tiempo pasa y que por alguna razón no lo aprovechamos bien.
Ahí radica la diferencia entre preocuparse y ocuparse: la preocupación paraliza, la ocupación organiza, enfoca, calma.
Para mí representa una gran tranquilidad saber que trabajo en torno a lo que me estresa y, gracias a eso, me doy permiso para no preocuparme tanto (a veces).
La ansiedad puede ser una herramienta a favor. Cuando nos sentimos ansiosos, pero respondemos con un plan de acción, tener un objetivo claro puede ayudarnos a ejecutarlo con determinación e incluso un ímpetu vigoroso.
Al menos así me sucede. Nunca estudio mejor que cuando estoy ansiosa. Hasta ahora no he encontrado un método infalible que haga desaparecer estas emociones tan poco agraciadas. Pero, en lo que me decido a empezar terapia, al menos les saco algo positivo. Soy práctica, incluso para estresarme: si algo me inquieta, prefiero sacarle provecho. Para mí, la inacción no es una opción; al contrario, suele ser un agravante.
Ojalá estas líneas ayuden a alguien a sentirse un poco más liviano en su día a día. Al fin y al cabo, casi todo es cuestión de perspectiva.