Recostada en la cama y con las piernas hacia arriba, repaso con la mirada el cuadrado que forman las líneas rectas del techo de mi cuarto. Me sé de memoria todas sus esquinas; las polillas que las habitan ya tienen hasta nombre. Lucinda y Teresa llevan aquí viviendo un largo tiempo, pero yo no las quito porque me da lástima y porque tampoco voy a perder mi tiempo desalojando polillas, dónde se ha visto. Retomando: de cabeza repaso el cuadrado con la mirada, pero la mente, en contrapartida, anda en círculos, que es como anda en realidad la vida: en círculos, el que les diga que anda en línea recta no sabe de lo que habla. O el pobre es un “normal feliz” de esos que se las saben todas y que no lloran ni se arrepienten de nada (contiene ironía), como los nombró Retamar.
Haciendo la Beth Harmon en su devaneo ajedrecístico, dibujo el primer garabato de esta crónica en el espacio interior del cuadrado del techo, donde miro y que es como una hoja de papel, pero mejor, —aunque, obviamente, después terminaría de escribir en mi laptop—, mientras la punta de la nariz, embarrada de aceite esencial, me huele a la lavanda que me acompaña a dondequiera que voy; como acompaña el inhalador de mentol al que se resfría, o el salbutamol a un asmático crónico.
Lo mío es ponerme de cabeza. Una de las tantas válvulas de escape para una cuarentena que parece no tener fin; para el tiempo que llevo sin ver a mi familia; para lidiar con las ganas de prestarle por el tiempo que sea preciso mi abrazo a la amiga que no puede ni podrá nunca más abrazar a su padre. Desde niña lo hago, cuando quiero mirar el mundo desde la planta-estación intergaláctica de mis pies. Me voy a aquel sitio que algunos llaman “las musarañas”, otros “la luna de valencia”. “Se te va a ir la sangre para la cabeza muchacha” es una de las frases que más me martillaron los tímpanos en la infancia por esa manía que tengo de ponerme de cabeza. Es una pena que al revés escribir se pueda no. Luego tengo que irme corriendo para la computadora porque mi cachola-disco duro no tiene tanto espacio para almacenar la información que extraigo del techo. De hecho, para poner todas estas palabras en el papel digital tuve que sacudirme bastante; y ustedes leen ahora un modesto garabato, resultado de lo que pude transcribir y de lo que sobró del tiempo que estuve patas arriba. Las ideas, como verán, a veces no tienen mucho sentido cuando una está de pie y esta crónica no va a absolutamente parte ninguna, perdonen, quise decir “ninguna parte”.
Pero, a pesar de esos efectos colaterales y de la decepción de tener que leer esto que escribo estando sentada, como las personas normales, cuando me pongo de cabeza es cuando veo las cosas de las que después valdrá la pena escribir. Por eso lo hago desde los seis u ocho años, la edad en realidad no importa (al final me la estoy inventando). Las primeras veces que lo hice usé a las nubes como superficie, pero si en el techo es difícil escribir, imagínense en esas pelusas de algodón gigantes que no se quedan quietas. Seguí practicando con el tiempo en superficies más lisas y menos tercas que aquellas masas de gas que después es lluvia y es nieve, hasta que una vez descubrí que, si miraba atenta al techo, podía ver cosas, como un argumento de mi tesis que parecía haberse soltado de alguna parte y llegado a mí en caída libre. Lo agarré corriendo no se me fuera a escapar, escurridizo que era, bien que me costó arrancarlo de la telaraña en la que se quedó suspenso por largo tiempo. Tratando de sacarlo por poco le deshago la casa a la pobre Lucinda, que sigue ahí, muy bien, gracias.
De cabeza no solo escribo y rescato buenas ideas; a veces escucho también el tarareo de una canción de la que nunca me acuerdo después cuando me pongo de pie; veo la cara de mis padres, las carcajadas inmensas de mi madre que se reía y había que pararse en seco a escucharla; su risa expansiva, no obstante, solo tiene sonido en el mundo al revés que me regalo, y el techo, veo el techo, que casi nunca miro y que ahora es el piso a donde quieren alcanzar mis pies, y a su vez el lienzo donde puedo imprimir a todo color todos esos recuerdos.
Vean bien, no solo la casa se ve patas arriba cuando me pongo a mirar el mundo de cabeza; al revés también anda el tiempo cuando los recuerdos me agarran por los tobillos y me secuestran. Entonces parezco andar sobre mis propios pasos, y así me voy a recorrer caminos, olores, sonidos conocidos que creía haber olvidado. Cuando la casa está al revés puedo hacer cosas como “tirar un pasillo” con mi abuelo en el portal de la casa de mis tíos en Santos Suárez. Sentir el olor de la yerba después de la lluvia subiendo un poco tibio, porque es agosto, hasta la azotea. Saborear una coladita de café de mami, y, si me pongo de suerte, sentir el sabor aterciopelado de su flan de caramelo, el más rico y punto. Cuando los cachivaches de la cachola me ayudan, me logro beber en pensamientos y “a cuncún” el caramelo derretido que siempre sobraba en el jarro cuando virábamos el flan y el pobre postre dejaba de estar de cabeza, como yo; para enderezarse y perderse rapidísimo entre las bocas golosas.
Una vez vi así el primer baño de mar que me dio mi papá en la costa, había muchos erizos, pero yo no tenía miedo porque estaba en sus brazos. Vi la última sangría helada que me tomé en La Habana con mi amigo que se fue a Barcelona y yo no sabía si alegrarme o ponerme triste, porque para nosotros, los cubanos, muchas despedidas, aunque se hacen parecer casuales, son en verdad adioses. Volví también a una partida de yaquis en el piso recién baldeado de casa de mi abuela. Sentí el dolor de calcañales y el sabor de gloria después de ganarle en la suiza a “la Pucha”, la más fiera de mis amiguitas en ese menester de saltar la cuerda.
He vuelto, patas arriba, más de una vez al día que supe que estaba enamorada y más embarcada que una cucaracha delante de una chancleta, porque a quién se le ocurre enamorarse de alguien que se va, sabiendo que se va también. Vi las señales de ese amor manifestándose en mi rostro mientras me negaba, por terca y por joven y por boba, la posibilidad de vivirlo, sobre todo porque en aquella época yo no creía que las despedidas, aunque parecieran adioses, podían ser casuales “hastaprontos”, si así lo queremos nosotros y la vida. Pero entonces yo no sabía que ese amor existía, porque me vi darme cuenta demasiado tarde y, para variar, estando de cabeza, en uno de esos paseos por el techo en los que rebobino el tiempo a mi voluntad, hago y deshago los acontecimientos, muevo fichas de lugar con los pulgares porque no seré buena ajedrecista, como la Harmon, pero te remiendo lo que dicen que pasó con lo que quiero que haya pasado como nadie, y es así, queridos míos, que me regalo recuentos y recuerdos que de cuerdos no tienen nada, excepto el engranaje y el tic tac del tiempo que les va pasando por encima y desmenuzándoles los contornos. Como en aquel en que me vi revolverle, en sentido antihorario, —con una cosa que para mí no pasaba de un absorbente metálico—, el mate a un gaúcho precioso de ojos color almíbar, frente a la Bahía de Guanabara. Yo en esos paseos he visto incluso güijes y cucumís, que, créanme, no se despiertan apenas los domingos, ustedes háganme caso y si no quieren hacerme caso, ok, pónganse de cabeza y véanlo por ustedes mismos.
De eso va ponerse al revés, de ayudar a enderezar los ejes y los ojos, aquellos que no tienen retinas y que, si entornamos correctamente, nos permiten ver las cosas importantes que, por algún motivo, hemos dejado de mirar. Como la carcajada de mi madre, el amor que siempre estuvo ahí, macizo como una piedra, para quien quería verlo, el abrazo que le dará, —porque me da la gana y porque estoy patas arriba—, mi amiga a su viejo padre. Ahora que lo pienso bien, cuando a uno le dicen “Muchacha, se te va a ir la sangre para la cabeza” debe ser a eso a lo que se refieren: a que la bomba-corazón se sacude y de ella se desliza, hasta la extremidad superior, todo, absolutamente todo lo que de verdad importa.