Paternar es una actitud que se enraiza paso a paso. Algo así como una neolengua que cuenta el empeño por hacer las cosas de forma diferente, romper estructuras, producir alternativas, complementar, crecer en el rol social de la paternidad, con sus aledaños a cuestas. Otra severa sacudida al patriarcado.
No es casual que sea un término desestimado, cuestionado o negado en algunos espacios. Es, por el momento, presentado como uno de esos “inventos” de “esta gente” que no tiene nada que hacer, referido a personas que luchan por los derechos y la igualdad.
Paternar da cuenta de la evolución, felizmente acelerada, del padre autoritario al padre participante; paso del padre-castigo al padre-caricia; salto del padre-rigor al padre-afecto; quiebre del padre adusto ante el padre compañero.
Quizá la entraña del término está ahí, donde la condición de ser padre es amar. Este verbo transitivo (culturalmente hablando) implica la presencia masculina, de todos los hombres, no solo los padres, en la crianza de la descendencia. Responsables, cuidadores, respetuosos, conocedores; condiciones esenciales para crecer y desarrollar en el amor.
Paternar supone, como proceso lleno de contradicciones, deshacer el binomio (a veces excluyente) de lo femenino y lo masculino en el amor. Supone destronar una supuesta e invariable condición natural para amar en ellas; y en ellos una tensa condición de amar como aprendizaje. Es acercar los afectos a la condición humana, más que a los endilgados ropajes de género.
De manera esencial, paternar es un hecho cultural, ético, estético, que define en la condición de ser padre la capacidad de autocrecimiento y autodesarrollo. La capacidad de asumir la transformación consciente de relaciones y conductas referentes a la paternidad, y al patriarcado.
La opción político-afectiva que supone ha de ser acompañada por una resignificación más amplia del amor, abarcadora de una crítica a la cultura occidental en general, y a las dinámicas del Capital, en particular. Desafiante, al mismo tiempo, de comprensiones y actitudes sobre los afectos.
Analizaba Eric Fromm, psicoanalista y marxista alemán, que el amor es un arte, tal como lo es vivir. Según su comprensión, si deseamos aprender a amar debemos proceder en la misma forma en que lo haríamos con cualquier otro arte: teoría y práctica.
Fromm hace notar cómo la gente en nuestra cultura, a pesar de sus evidentes fracasos, solo en contadas ocasiones trata de aprender el arte de amar. Le resulta paradójico que, no obstante el profundo anhelo de amor, tengan más importancia el éxito, el prestigio, el dinero, el poder.
Tal paradoja se manifiesta en que, para la mayoría, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser una persona amada, y no en la propia capacidad de amar. Desde esa perspectiva, el problema del amor es el de un objeto y no el de una facultad.
Paternar pasa por la búsqueda de esa facultad, no solo en relación con la descendencia, sino con todo el entramado social. Pasa por deconstruir aprendizajes propios, por asumir, de forma complementaria, el proceso, también de crecimiento y subversión, que entraña maternar.
El amor es una actividad, no un afecto pasivo. Su carácter activo implica dar, no recibir. E implica otros elementos básicos: cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento.
El cuidado es especialmente evidente en el amor de una madre y de un padre por su descendencia. Ninguna declaración de amor parecería sincera si se descuida al niño o la niña, si se deja de darale alimento, higiene, de proporcionarle bienestar físico y psicológico. Se cree en el amor si el cuidado se ve.
Es lapidario Fromm al afirmar que el amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos (hijos e hijas, amistades, pareja, proyectos, naturaleza). Cuando falta tal preocupación activa, no hay amor.
La esencia del amor, así entendido, es trabajar por algo y hacer crecer, lo cual deriva de la responsabilidad. Ésta, en su verdadero sentido, es un acto voluntario. Ser responsable significa estar dispuesto y dispuesta a “responder” a las necesidades físicas y psíquicas de la otra persona.
La responsabilidad podría degenerar en dominación y posesividad, si no fuera por un tercer componente del amor: el respeto. Éste significa preocuparse por que la otra persona crezca y se desarrolle tal como es, en la forma que le es propia, y no para someterse o para ser usada. Es lapidario Fromm, otra vez, al decir que el respeto sólo existe sobre la base de la libertad.
Respetar a una persona sin conocerla no es posible. El conocimiento constitutivo del amor es trascender la preocupación por uno mismo y ver a la otra persona en sus propios términos.
Fromm lo ilustra en que puede saberse que una persona está encolerizada, aunque no lo demuestre; pero se puede llegar a conocerla más profundamente aún; saber que su cólera es la manifestación de algo más allá; verla como una persona que sufre y no como una persona enojada.
El amor se activa en la otra persona, y en uno mismo. En el acto de entregar. Me encuentro a mí mismo, me descubro, nos descubro, descubro al ser humano (o lo que es alcanzable a conocer de ese misterio).
Se debe conocer a la otra persona y a uno mismo, objetivamente, para poder ver su realidad o, más bien, para dejar de lado las ilusiones, las imágenes deformadas de ambos. Solo al conocer objetivamente a un ser humano, y a sí mismo, es posible conocer la esencia última en el acto de amar.
Amar es proceso y aprendizaje. Aun después de nacer, nos dice Fromm, el infante no reconoce objetos, no tiene aún conciencia de sí mismo ni del mundo como algo exterior a él. La realidad exterior, las personas y las cosas tienen sentido en la medida en que satisfacen o frustran el estado interno del cuerpo.
Cuando el niño y la niña crecen y se desarrollan, se vuelven capaces de percibir las cosas como son, como entidades diferentes, de percibir muchas otras cosas como poseedoras de una existencia propia. Todas esas vivencias se cristalizan o integran en la experiencia “me aman”. Me aman por lo que soy o, quizá más exactamente, me aman porque soy.
Para la mayoría de los niños y las niñas, pocos años después aparece un nuevo sentimiento de producir amor por medio de la propia actividad. Por primera vez piensan en dar algo, en producir algo, un poema, un dibujo. Por primera vez, la idea del amor se transforma de ser amado a amar, en crear amor. Muchos años transcurren desde ese primer comienzo hasta la madurez del amor.
En ese proceso, en términos ideales, condensa Fromm, el amor infantil sigue el principio “amo porque me aman”. El amor maduro obedece al principio: ”me aman porque amo”. El amor inmaduro dice ”te amo porque te necesito”. El amor maduro dice ”te necesito porque te amo”. Considero un paso más allá de la fórmula del psicoanalista alemán: ”te amo porque no te necesito”.
Paternar es parte del desafío mayor que implica desaprender y aprender las formas del amor, enquistadas y reproducidas por mucho tiempo. Entraña una responsabilidad ética, cultural y relacional. Es asumir en una actitud de honestidad, de valentía en algunos casos, y de humildad, que el amor es una actitud, una orientación del carácter que determina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad, no con un “objeto” amoroso específico.
Paternar es una semilla de la que brota otro tipo de relación social/afectiva. Humaniza, enraiza y enriquece la condición de padre el asumir la responsabilidad por sus semejantes como por sí mismo. Paternar implica encaminar el arte de amar propuesto por Fromm, en la asunción de que si puedo decirle a alguien ”te amo”, debo poder decir ”amo a todos en ti”, ”a través de ti amo el mundo”, ”en ti me amo también a mí mismo”.