Chino en casa

Habana del Este.

Habana del Este.

I

De una pared ictérica, no lejos de la cocina, cuelga una máscara del Teatro chino en miniatura. La nariz, roma. Unas mejillas de nieve con tintes de arrebol, a las que se junta una barba larga como una catarata negra. También negras, las sinuosidades que cubren el arco blanco y duro de los ojos. La mirada es seca, abisal, como de otro tiempo y otro mundo.

Ondeando sobre un jarrón de flores, había dos niños chinos que pescaban en un lago esmeralda, bajo un cielo metálico. Tejidos con hilo sedoso, uno de ellos sostiene un pez que se sacude con violencia, diríamos, mientras su compañero lo mira con estolidez. Esta escena se repite en otros regalos de Li.

II

La Revolución pidió siempre. Pidió sacar fuerzas de donde no se pudiera. Pidió demostrar entereza y heroísmo. Pidió que no pidiéramos. Cuando se preparaban los Juegos Panamericanos de 1991, los cubanos vivíamos el Período Especial, en su momento prístino, lo cual quiere decir que la alimentación se inclinaba a empeorar contundentemente. Aun así, el gobierno redujo la canasta básica de la libreta de abastecimiento, con tal de que el país pudiera mecanografiar su hidalguía, el hecho pundonoroso de que una economía bloqueada por el obstinado imperialismo, nunca impediría organizar un evento deportivo internacional con la debida calidad. Era, pues, un sacrificio más que se nos pedía, un nuevo paso al frente que acatar.

Se construyó la Villa Panamericana, la cual –antes de que su fuente alegórica diera posada a mosquitos, renacuajos y ninfas, antes de su podredumbre– oxigenó de varias formas el este de La Habana, una zona que el plan social de viviendas de los años sesenta determinó aprovecharla. De ese lado de la bahía, donde Fulgencio Batista pensaba imponer una red de hoteles y casinos, la Villa tejió, como Moira, el sino de trabajadores, negociantes y prostitutas del reparto Camilo Cienfuegos, una de las pocas obras arquitectónicas importantes, en el aprisco nacional, luego de 1959.

Con el hotel abarrotado, en 1997, Cuba tendría que recibir a miles de extranjeros invitados al XIV Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Parte de ellos, chinos en su mayoría, se hospedaron en los edificios del Camilo Cienfuegos.

III

Veinteañero, panzudo y con un torso inusualmente estirado, nuestro chino se presentó como Li Hong Pi, natural de Beijing, alargando su nombre en favor del entendimiento occidental: “Liiiiiii, Hoooooong, Piiiiiiiiii”.

Hablaba muy poco de español. Muy poco de inglés. Y cero ruso, que era el segundo idioma que mi padre dominaba mejor.

Para la tarde, al finalizar una conversación en que ambas partes hicieron lo que pudieron, Li ya se había instalado en su habitación transitoria. Después de explicarle un procedimiento con el que se familiarizaría rápido, se dio un baño. Tal procedimiento consistía en que, como no funcionaba la ducha, el chino debía llenar con un chorro famélico de agua un balde plástico y con el asa remendada. Si quería entibiar el agua, tendría que poner en el fogón otra caldera y esperar. Los chinos, se dice, son pacientes. Al final mis padres se ofrecieron a hacer esto por él, con lo cual Li se sintió agradecido de no tener que complicarse en la cocina de gas Inpud. El resto de la maniobra era lo más fácil: Sumergir en el balde lleno un jarro pequeño, extraer el agua y limpiarse la corrosiva espuma de jabón Nácar según se requiriera.

Li aprendió, de esta manera, y con ayuda de mímicas, a ducharse al estilo de nosotros. En la noche, habló dos o tres palabras en español con mi padre. Los vi salir al balcón y pegarse al antepecho. Estaban, creo recordar, admirando el litoral. Li quemaba asiáticamente un cigarrillo. Mi padre lo imitaba, pero no había calma en lo que hacía. Nunca estaba calmado. Fumaba intranquilo, como una locomotora defectuosa.

IV

Una comisión de hombres en patriarcales camisas, se reunía periódicamente con mis padres y las familias solidarias, las dispuestas, las que dijeron “sí, no faltaba más, cuente con nosotros”, haciéndoles entender la importancia de la tarea que se les estaba confiando. Les prometieron apoyarlas con algunos víveres que Li, en los días venideros, pasaría por alto. Arroz, leche y galletas. No eran las galletas de la fortuna que los occidentales importamos, eran galletas saladas cubanas, indóciles producciones criollas. De todas maneras, no se sufrieron demasiado, porque hicieron una sola entrega diaria de las que se habían convenido.

A mis padres los citaban con frecuencia, antes de la llegada del huésped invitado al Festival. Hubo una sucesión de encuentros, uno inicial para dar el paso al frente, hacer el sacrificio, y albergar a un joven extranjero con ideología de izquierda, preferiblemente comunista. Las familias ofrecían su humilde morada, pero no alcanzaba con la buena voluntad. La comisión de hombres en patriarcales camisas empuñaba la última palabra, que dependía de una inspección al estado de la vivienda. La vivienda no podía pasarse de humildad, algo con lo que la nuestra concordaba. El trabajo de mi madre en el hotel Villa Panamericana, no nos permitía lujos, como tampoco nos tenía en la miseria. Estábamos dentro de los parámetros.

Lo neurálgico, sin embargo, era la disponibilidad de la habitación. El apartamento solo contaba con dos. La mía se la cederían a Li. Por lo tanto, recogí los libros, los juguetes, desocupé mi cuarto y me fui a dormir con mis padres.

Cada vez que les fue posible, ellos se comprometieron con las tareas que les asignaban. Todavía hoy mi madre me pelea por ausentarme a los trabajos voluntarios del CDR. Me peleó hasta desistir porque vio, al correr los años, que mi alma estaba perdida, que ahora seguro estaría en una lista negra archivada por alguien.

Entiendo a mi madre, su difícil encomienda de sostener a una familia le pasa factura, poniéndola constantemente de mal genio. Igual, quedó enganchada de otra época. Yo avancé, pero ella, que lleva una piedra amarrada, engastada con constructivismo y retórica vacía y pesada en la misma medida, ha ido más lento. Los días de mi madre siendo joven, contienen un televisor, apartamento, empleo y una bicicleta, por sus méritos y su conducta en el barrio. Más que eso, contienen fe. Los míos, los de mi generación, producen familias y amigos desperdigados por el mapa, y un fuerte hábito, muy sustentado, de no imitar generaciones anteriores, aquella consagración romanticista.

Por eso, cuando me doy cuenta de que mi madre va a desatar la tormenta, retomo los días de Li y se los devuelvo, cada uno a memoria. Acabó por suceder que los días de Li también vendrían con acontecimientos en los que está mi padre, aún intranquilo, aún él. Mi padre murió de un infarto a mis trece años. Eran las vacaciones de julio.

V

De vacaciones estábamos, igualmente, cuando Li vino, con una agenda llena de actividades por el Festival. Muchas veces, nos quedaríamos esperándolo para comer, hasta verlo entrar por la puerta con su sonrisa de buen tipo y su caja en la mano, una demostración de que ya había cenado en algún otro sitio.

Rudimentarios conocedores del tema, mis padres, tenían asumido que los chinos eran fieles amantes de la sopa, lo cual no tardaron en comprobar por sí mismos. Li les pedía, tesonero, sopa de vegetales. Para suerte nuestra, porque francamente no había mucho más que brindarle. Como si lo entendiera y, oportunamente, mostrara compasión, el chino empinaba el plato y sorbía la sustancia hasta dejarlo reluciente, no sin evitar ese ruido de succión que vemos nosotros, los occidentales, como ejemplo de mala educación a la mesa.

Mi padre, eso sí, era un diestro cocinero, a fuerza de una necesidad que se remontaba a sus tiempos estudiantiles e independientes, alojado en la URSS. De modo que arreglárselas para tener una sopa humeante con tiras de col, lista cada noche, no lo incomodaba.

Una de sus tardes libres, mi madre llevó a Li a conocer esta parte de la ciudad, donde sopla un aire con un agradable gustillo marino. El chino no se dejó impresionar por esa sinestesia que anida en las costas, sino por la abundante vegetación que poblaba la Habana del Este, tantos metros de terreno natural que convivía con nosotros, a diferencia de su gran, congestionada y polucionada Beijing, donde el asfalto, en nombre de la urbanización, del crecimiento, se había tragado la flora.

VI

Li Hong Pi era un chino de metrópoli. Sedentario, calmo, desparramado. Muy por el contrario, el que albergó un vecino nuestro salía cada mañana a correr y ejercitarse. Se estiraba, aquí y allá, con agilidad, tocaba la punta de los pies con las manos, hacía cuclillas, etcétera. Resumiendo, aquel daba evidencias de su buena forma física delante del chino nuestro, que lo observaba grabado en piedra, como la imagen de los niños pescando del tapiz.

El ejercicio de Li era repantigarse en el butacón de la sala, con el cigarrillo encendido. Yo hubiera preferido —para qué mentir— tener por huésped a un chino experto en artes marciales. Pero Li no era ni un chino zen. Era la inercia misma.

No era, como han de saber ya, un chino tipo Jackie Chang, hábil y a un tiempo cómico, un chino protector a quien yo pudiera encargarle una tunda contra los abusones, un chino Bolo que con no más que su presencia intimidara a los matones de la escuela, los viejos y universales matones que arrebataban las pertenencias a los desvalidos.

A decir verdad, nunca atravesé una situación de esas, pero tuve que liarme a trompones más de una vez. Yo era un niño enjuto y arisco, casi una provocación a los golpeadores. Había empezado a perder más peso después de negarme a almorzar, porque encontré gusanos hervidos entre el arroz del comedor. Por otra parte, dejé de tolerar el sabor del arroz amarillo con pescado, una nota perseverante en el menú. Se trataba de un pescado con una piel metálica que se rasgaba con el tenedor en hediondos añicos. De veras me asqueaba.

La esperanza de que Li me entrenara, me pusiera los puños de acero en corto tiempo, como hizo el japonés Miyagi de Karate Kid, se desvaneció con los primeros análisis de la situación real. Si alguien me iba a ayudar a batirme, no sería Li. En todo caso, me ayudaría a la larga, en consentir la nicotina.

VII

El chino nos obsequió, a la hora del almuerzo, un sobre con una variedad de tasajo. Lo probamos con curiosidad, más que con hambre. Era una carne tan picante que yo la rechacé de inmediato. Mis padres siguieron comiéndola, quizás por cortesía, quizá por compromiso con la tarea que se les había confiado. Quizá —tampoco lo descarto— por cariño.

VIII

Un chino en bicicleta, novela del argentino Ariel Magnus, se desarrolla en el barrio chino de Buenos Aires. Dice que los chinos tienen la costumbre de regalar por los cumpleaños un sobre rojo con dinero al festejado. En la novela hay un chino pirómano, o alguien que el protagonista tiene por chino —se revelará adelante como japonés— y que responde al nombre de Li, y al apodo de Fosforito. Si no me equivoco, el autor se vale, para la estructura de su libro, del método narrativo conocido por caja china.

IX

El decimocuarto Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, se celebró en Cuba del 28 de julio al 5 de agosto de 1997.

X

Li empaca. Un autobús climatizado lo espera. Unas chinas con pamelas, que parecen figuritas de porcelana, lo abordan. Li nos abraza en el parqueo. Casi el edificio entero ha bajado a despedirlos. Son como una docena de chinos con sus tejemanejes. Hayan alojado o no, los vecinos están ahí en muchedumbre. Mis padres y yo, con ellos. El Camilo Cienfuegos no es un reparto agitado, más bien suele invadirlo un pesado sopor diariamente. En consecuencia, un autobús cargado de chinos es un episodio digno de admiración.

Aquella tarde en que los chinos se despidieron, algunos vecinos lloraron. Sabían que una vez que partieran sus inusuales huéspedes, iban a perder el contacto. Habían germinado afectos por el camino. Los cubanos ni fantaseaban con tener Email, no se diga Internet. Pero una vecina se sorprendió al recibir correspondencia de su huésped, a la antigua usanza, de manos del cartero.

Li, nuestro chino sedentario y ruidoso comensal, nunca escribiría.

Uno de sus compañeros, aprovechando la carga emotiva que había, sacó una cámara. Se detuvo a filmar en la escalera del autobús. Entonces la puerta cerró de un golpe, trabando su brazo. Sin que el chofer se enterara, puso la máquina en marcha. La vista de los vecinos siguió aquel brazo agitándose con la cámara. Se oía la voz que gritaba desde adentro en chino. Lo más posible era que estuviera increpando, porque otra cosa no podía. Era un chino, pero el idioma que alguien habla si lo exprime la puerta de un autobús es uno solo, y es el mismo para todos los habitantes del planeta. No se aguantaron los vecinos y liberaron una gran risotada. Fue una risa de otro tiempo. Fue una risa de otro mundo.

 

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