Una de las consecuencias de la pandemia de la COVID-19 es haber unido a los vecinos que viven en condominios. Principalmente, los pequeños condominios que tienen espacios comunes, sobre todo los habitados por una mayoría de personas venidas de Cuba, como el mío.
Los cubanos tienen fama de ser personas muy sociales, buenos amigos, serviciales y buena gente. Se preocupan mucho más por sus vecinos que los de otras nacionalidades, y esta pandemia es un buen ejemplo. Limitados por el peligro de salir a la calle en un área como el sur de la Florida, una urbe de más de 2.5 millones de habitantes con los mayores índices de contaminación, han florecido las actividades comunes.
Un gran número de condominios tienen piscinas, espacios de diversión para los niños y suficientes áreas libres donde fácilmente se monta una mesa y cuatro sillas para, a la sombra de los árboles, organizar una partida de dominó o un barbecue con todas las medidas de distanciamiento social. Se trata de combatir el aburrimiento, estrechar lazos y compartir noticias.
Las partidas de dominó son lo más popular y divertido porque las piscinas están cerradas por orden del condado. No juego bien dominó, pero asisto, entre otras razones porque eso me permite enterarme de muchas cosas acerca de la situación de la Isla. Después de que abrieron los aeropuertos cubanos, muchos de mis vecinos han vuelto a ver a sus familias.
Esto no es de ahora. Siempre ha sido así: los vecinos viajan y traen noticias de la tierra.
Pero como en estos momentos de juego se habla de todo, la situación que nos rodea es parte de “la agenda” y a veces se introducen temas que no dejan de sorprender. Eso fue lo que sucedió un atardecer de esta semana, cuando alguien planteó algo que, quizás, muy pocos han pensado.
Si se trata de orgullo de su nacionalidad y país, no hay nada mejor y grandioso que los cubanos. Siempre logran resolver sus dificultades personales y colectivas. Ese vecino, a quien llamaremos Manolo, se salió con esta. “¿Ya se han dado cuenta de que en Miami los cubanos somos mejores que los yumas?”, lanzó la pregunta al aire. El juego se paralizó. “¿Cómo? No exageres, no hay nada más grande que los americanos?”. Los demás, jugadores y asistentes —siempre hay alguien que viene a ver los partidos porque, entre otras cosas, es un pretexto para un tiro de cerveza— quedamos en silencio.
Manolo se explica. “Miren la guagua esa parada en la calle. Está rota, tiene un letrero que dice garaje, y debe estar esperando la grúa. El condado cambia las guaguas todos los años, se supone que son nuevas, pero ¿han visto cómo hay guaguas rotas en la calle?”, apunta Manolo.
Alguien argumenta que eso sucede porque tienen mucho uso. Yo me callo para no complicar la discusión, pero sé que no es verdad. El servicio de autobuses de Miami es malísimo, histórica y actualmente. No existe una filosofía de servicio público. La red de rutas es muy errática, se desplaza por las principales avenidas, el horario es muy raro porque muchas veces no coincide con las horas de mayor necesidad y el desarrollo del transporte público está rodeado de escollos como las dificultades que colocan los políticos, influenciados por los cabilderos de las empresas de combustibles y los fabricantes de autos. Miami, se puede decir, prácticamente ha colapsado por la cantidad de automóviles que circulan por las calles. Hay núcleos familiares con cuatro automóviles o más.
Además, la flota de guaguas es mínima para una ciudad con casi 500 mil habitantes, como ha señalado continuamente la prensa local. Y no mejora pese a que los autobuses son cada vez más modernos, tienen aire acondicionado, música, acceso a internet y recientemente televisores con programas noticiosos y anuncios. Esto último no es muy popular porque muy raramente emiten programas en español, lengua mayoritaria de los pasajeros, personas de bajos recursos con empleos humildes y que no disponen de automóviles.
Volviendo al partido, Ángel se interesa en saber más cómo es eso de que los cubanos son mejores que los yumas. Manolo adopta entonces un aire profesoral y, sin quitar la mirada de la mesa y el movimiento de las fichas, explica: “Mira, chico, en Cuba puede no haber un buen sistema de transporte, también están rotos y los explotan más allá de la vida útil”. Añade que, pese a eso, “los reparan, y si no hay piezas, las inventan o las fabrican artesanalmente. Y vuelven a la calle. Aquí no hacen eso, los reparan un par de veces y después las botan. No están para perder tiempo. No hay recursos, se inventa. Aquí aun habiendo recursos, compran nuevos. Y ¿sabes algo? Si quieres comprar un autobús usado, el condado no te lo vende”.
Esa no me la sabía. Llamé al Departamento de Transporte del condado Miami-Dade y me lo confirmaron. No se pueden comprar los autobuses usados del servicio público, sean del tamaño que sean, y hay tres: los chicos para rutas cortas, los medianos y los articulados, para rutas más largas, como las que conectan con ciudades vecinas dentro del condado.
La psicóloga María de Lourdes Jiménez me explica qué pasa con la obsesión de la gente con los autos privados. “Es una cuestión de imagen. Las personas quieren que los vecinos sepan que tienen varios autos. Es el estatus, y por eso no presionan mucho a los políticos para mejorar el transporte”, me dice. También hay otro factor: los cabilderos de los fabricantes muchas veces lo son también de los de autos, una dualidad que hace que tengan lealtades divididas. Sienten que han hecho su trabajo convenciendo a las alcaldías de cambiar la flota pública una vez al año de manera obligatoria.
Yo tengo un mecánico, cubano, claro está, que hace más de diez años es el único que le mete mano a mi carro. También tiene algo que decir en esto. “Piezas, las tenemos. Pero es más fácil cambiar de carro cada cinco o seis años. Es para exhibir ante los vecinos. El problema es que no tratan bien los carros porque saben que pueden comprar otro cuando quieren. Yo era mecánico en Cuba, por la izquierda. Allá siempre hay trabajo de mecánico porque la capacidad de importar del gobierno es muy baja. Viven de donaciones y aquí no donan nada. Por eso acá no hay que inventar nada”.
Al final, el juego de dominó terminó en paz. Manolo perdió el partido, pero educó a los vecinos. A decir verdad, es uno de los residentes más populares del condominio.