A pocas horas del pitazo inicial del Mundial de Rusia, el revuelo pasional por una de las competencias más esperadas del planeta tiene ardiendo el invierno rioplatense. La alucinación que provoca el deporte rey en el sur de Suramérica ha mutado culturalmente hasta convertirse en un regulador eficaz de la vida social y psicológica de varias generaciones de argentinos y uruguayos. No en vano el primer Mundial de Fútbol se celebró en Uruguay, allá por 1930, dejando como campeón al equipo local y como subcampeón al equipo argentino.
Aunque completamente distinta, la convulsión futbolística impacta ambas orillas del Río de la Plata. Del lado argentino es la auto-exigencia. La vara está siempre tan alta, que es muy difícil saber a ciencia cierta si este paradigma es un freno o una palanca para un país al que solo le sirve salir campeón.
En el borde uruguayo el asunto transcurre de manera más sigilosa. Todo es nerviosismo y tragedia, ansiedad. No es miedo al fracaso, porque el fracaso está por defecto. Es más bien miedo a no sufrir, a no emocionarse, a que todo sea fácil. Los uruguayos están acostumbrados al drama y quitarles esa posibilidad es zanjarles algo muy preciado de su identidad.
Ambos países son históricos. Y sus hinchas no solo lo saben, sino que, de una u otra forma, lo reclaman. Los dos llevan estampadas en sus escudos un par de estrellas que representan los dos títulos mundiales adquiridos por cada uno. Como está dicho, Uruguay organizó y ganó el primer campeonato de la historia. Veinte años después, en 1950, la selección charrúa levantó su segunda copa después de protagonizar el famoso Maracanazo, donde logró doblegar a Brasil, ahora con cinco copas en casa.
Por su parte, el seleccionado argentino solo pudo salir campeón por primera vez en 1978, como locales, en un extraño mundial organizado por la dictadura militar de Jorge Rafael Videla. El segundo orgullo vino en México 86, con aquel equipo épico dirigido por Carlos Bilardo y encabezado por Diego Maradona.
En cuanto a Copas América se refiere, las dos escuadras son las más campeonas del continente: Uruguay tiene 15 títulos y Argentina 14.
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Cuestión de atorrantes.
La palabra proviene del lunfardo y deriva de atorrar, que significa, en esencia, dormir. Es prácticamente inexistente fuera del contexto rioplatense. En su concepción más amplia, un atorrante es un vago, un holgazán, un insolente. Pero, a su vez, describe el ingenio popular, aquella persona que siempre se sale con la suya, ostentando loables dotes de seducción y / o convencimiento. También: alguien con suerte, a quien le salen bien sus travesuras, que provoca fascinación e idolatría entre la masa.
¿Qué personaje puede ser más atorrante que Maradona? o bien: ¿Qué acción puede ser más atorrante que Luis Suárez metiendo la mano en el último minuto de un partido para salvar a su selección de quedar eliminados de la Copa del Mundo? Lo dicho, personajes atorrantes.
Es precisamente por medio del fútbol como mejor se comprende el rol social que cumple el atorrante rioplatense Solo allí, detrás de una pelota, ya sea como jugador o espectador, el atorrante se funde en expresión colectiva. La complicidad en el juego y el refuerzo en la guerra. La visceralidad del apoyo incondicional, del “luchar o morir”, la neurosis a flor de piel.
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Antes de salir del país, la selección de Argentina jugó un último partido oficial en la cancha de Boca Juniors. El rival fue la débil Haití. Tres goles de Messi y uno del Kun Agüero hicieron la fiesta. Días después, el plantel completo entrenó en la cancha de Huracán, a puerta abierta, para que los hinchas pudieran ver a su(s) ídolo(s). La gente los acompañó y alentó incluso cuando una creciente desconfianza, a propósito del cuerpo técnico y algunos jugadores, se apoderó de la afición desde hace varios meses. Desde entonces el periodismo refunfuña. Nada le gusta, nada le basta. Discute decisiones que no le competen y saca estadísticas: tres finales consecutivas perdidas (una contra Alemania en el Mundial pasado y dos contra Chile en las dos últimas Copa América). Perder una más sería la peor de las catástrofes.
Messi es Messi y, además de divino, es intocable. Los demás, aunque también tienen aureola, hacen gala de una mortalidad más creíble. Sobre ellos es que recae la exigencia, la crítica y el señalamiento constantes. Ellos mismos, asumiendo ese rol de “salvadores y guardianes del orgullo patrio”, hacen propio todo ese apremio. En sus cortas alocuciones se logra percibir la autoexigencia, la autocrítica y el autoseñalamiento. Cuando vuelvan, si traen la copa, serán héroes; si no, serán villanos. No hay puntos medios. Los jugadores, ante el escrutinio público, ya no son humanos.
Una fría noche después de los entrenamientos, el seleccionado argentino se dirigió al aeropuerto de Ezeiza en medio de un torrente de hinchas que se acrecentaba a cada metro. La cantidad de gente dispuesta a lo largo del camino no permitía que el autobús superara los 30 kilómetros por hora. La selección partió hacia Barcelona, su fortín antes de viajar a Jerusalén, donde debían disputar un controversial partido contra Israel. El partido, finalmente, no se jugó;más por cuestiones políticas que por otra cosa. Después del rifirrafe diplomático y la furia y la decepción judías, la selección llegó a Moscú nada menos que en el avión de los Rolling Stones.
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Los argentinos viven por el fútbol.
Los uruguayos se despidieron de su público en el Estadio Centenario con un partido contra Uzbekistán. Se impusieron 3 – 0. Fueron el segundo mejor equipo clasificado al Mundial. Esto, en vez de generar confianza, genera más bien incertidumbre. O fatalidad.
Nadie en el Uruguay se siente favorito y, aun en un grupo tan aparentemente fácil, no se animan a pensar más allá de los primeros partidos. Van con calma, con paciencia. No se olvidan de que en el Mundial pasado debutaron perdiendo 3-1 contra Costa Rica, la supuesta cenicienta del grupo también conformado por las favoritas Inglaterra e Italia. No obstante, en los partidos contra las potencias europeas, sacaron a relucir la famosa “garra charrúa” y, contra todos los pronósticos, clasificaron como segundos a la siguiente fase, después del sorprendente conjunto tico.
Del lado oriental del Río de la Plata la presión no existe. Quizás lo que mejor describa el sentimiento celeste es aquello de “participar es lo que cuenta”. Sin embargo, tienen entronizado muy bien el factor sorpresa y saben que, así como pueden salir en primera ronda completamente apabullados, tampoco resultaría extraño que llegaran a la final y detonaran todo ese júbilo contenido. La única armadura de jugadores e hinchas charrúas es el corazón.
No es el fantasma de la derrota. Es, más bien, la posibilidad de la imposibilidad.
El maestro Oscar Washington Tabárez (cuarto Mundial al frente del equipo) es la serenidad en persona. Su experiencia al mando de la selección transmite esa tranquilidad necesaria que solo va a verse corrompida cuando tres millones y medio de uruguayos se unan en un solo nervio al ver a su equipo saltar a la cancha para disputar el primer partido contra Egipto.
Los uruguayos mueren por el fútbol.
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Para los argentinos es la obsesión, casi posesa y erótica, por el triunfo y la gloria, mientras que para los uruguayos es la pasión desgarrada por el drama y la dificultad.
Lo único verdaderamente relevante en todo esto es la fogosidad desplegada. La explosión y mezcla de temperamentos y formas de ser que un evento como el Mundial forja. Ojalá los dos pudieran salir primeros. Se lo merecen. Son los decanos del fútbol mundial.
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