Sobre la corrección política

Imaginemos que un actor cubano (llamémosle Gustavo) se presenta al casting de una película española de ciencia ficción ambientada en La Habana, en la que tres amigos se enfrentarán a una invasión de extraterrestres. Dos de los tres protagónicos ya han sido seleccionados —Jorge Perugorría, la estrella por la parte cubana, y Dani Rovira, por la española—, de modo que el casting tiene como propósito la elección del tercer hombre. Supongamos que el director queda encantado con la actuación de Gustavo, al punto de que no puede evitar asentir, al tiempo que sonríe, mientras Gustavo, metido en el personaje, recita: «Abre bien los ojos, José, y mira a tu alrededor, porque al mundo, y me refiero al mundo que hemos conocido hasta ahora, le queda muy poco» (sí, el guion es pésimo).

Imaginemos que Gustavo sale convencido de que le darán el papel y que, una semana después, se entera de que se lo han dado a Alexis Díaz de Villegas, alias el Majá alias Juan de los Muertos. Supongamos que Gustavo tiene un socio que trabaja en el ICAIC e imaginemos además que el socio le cuenta un día, de pasada, que el papel era suyo, que a todos les había impresionado su actuación, pero que —según los comentarios— uno de los productores habló con el director y lo convenció de que no podían dárselo. «¿Por qué?», le preguntará Gustavo al socio. Y el socio, luego de pensárselo un segundo, le responderá: «Porque eres negro. Dicen que un negro les traería muchos problemas».

No es necesario subrayar la rabia y la sorpresa de Gustavo —negro educadísimo, amante de Nicolás Guillén y de Frantz Fanon—. Se trata, a todas luces, de un caso de discriminación racial y de estereotipación francamente ofensiva («ser negro es igual a ser problemático»). Aún más indignante le parecerá el hecho de ser discriminado por un español. El encabronamiento, comprendámoslo, le impedirá pensar con claridad, y en su delirio se le ocurrirá incluso que tal vez, al negarle un puesto en la película, le estén cobrando la Protesta de Baraguá.

Imaginemos que Gustavo se propone encontrar al director, para decirle unas cuantas cosas en la cara, y que lo encuentra, en la entrada del Saratoga. Supongamos que Gustavo lo insulta, lo tilda de racista, de español resentido, etcétera, etcétera. «Lo que me jode», le espetará Gustavo al director, «no es que no me hayan dado el papel. Ya yo estoy acostumbrado a eso, pipo. Entérate. Lo que me jode es que no me lo den por ser negro». «Creo que ha habido un malentendido», dirá el director. E imaginemos que entonces le pone una mano en el hombro a Gustavo, ahora más sosegado, y lo invita a tomarse unos tragos al Floridita, en donde se lo explicará todo. Y la explicación, que deja pasmado a Gustavo, es la siguiente:

El personaje de marras es un tipo casi analfabeto (nivel de escolaridad vencido: 2do. grado de primaria), expresidiario, y para colmo es, de los tres amigos, el único que muere durante la película, en medio de una escena pretendidamente humorística en donde, haciendo gala de su pasado como carterista, intenta robarle la pistola láser al jefe de los extraterrestres.

Ahora bien, si una persona blanca interpreta ese personaje, no habría problema alguno. Si, por el contrario, un afrodescendiente (y ese es el término que emplea el director: afrodescendiente) interpreta ese personaje, podría resultar ofensivo para la comunidad de afrodescendientes, y se estaría incurriendo en un estereotipo injusto y humillante («los negros son personas con escaso nivel de escolaridad, delincuentes, expresidiarios, aficionados al robo y tan estúpidos que siempre, en situaciones de peligro, son los primeros o los únicos que mueren»). O sea, no le dan el papel por ser afrodescendiente, y no le dan el papel por ser afrodescendiente porque el personaje, de manera automática, resultaría ofensivo para la comunidad de afrodescendientes. Negarle a una persona un puesto de trabajo tomando como base no su idoneidad para desempeñarlo, sino su raza, es una muestra bastante clara de discriminación racial. Si se discrimina una persona a fin de evitar ofender a la comunidad a la que pertenece esa persona, ¿seguiría siendo discriminación racial? ¿Quizá esté justificada la discriminación racial cuando es promovida por intenciones nobles? ¿Es uno de esos casos del tipo «condenarías a una persona para salvar a miles»?

En principio, puede que Gustavo debiera entender los motivos ofrecidos por el director, y puede que debiera ser él quien, una vez conocidas las características del personaje, se negara a interpretar un papel que no solo humillaría y ofendería al resto de los negros o afrodescendientes o afroamericanos (si estuviéramos en EE.UU.), sino a él mismo. Pero, ¿y si no? ¿Y si estas razones le pareciesen absurdas a Gustavo? ¿Y si después de mucho intentarlo es esa la primera película en la que tiene posibilidades reales de participar? ¿Y si el dinero le viniera de maravillas en ese momento? ¿Y si…? ¿Y si…? Gustavo, me temo, iría al cine un año y medio después para ver La nave nodriza ha aterrizado en Pogolotti, y se diría «coño, esta película es una mierda», y «coño, esta es la película en la que pude estar y no estuve por ser negro». Y puede que se sienta orgulloso, y puede también que se sienta fatal.

Afortunadamente, ni Gustavo, ni el director ni la insufrible película existen. Sin embargo, una contradicción semejante (el racismo como antídoto del racismo, la discriminación con fines benéficos) podría darse en un futuro no muy lejano, si no se ha dado ya, como consecuencia inequívoca de la corrección política llevada al extremo. Por supuesto, el caso hipotético de Gustavo no es el mejor, ya que la película y el personaje son —insisto— pésimos, el crecimiento profesional es cuestionable y la gratificación fundamental para el actor, en este caso, serían el dinero recibido y la exigua y fugaz popularidad. El perjuicio sería más evidente si habláramos, por ejemplo, de un personaje como el Rosendo (Héctor Noas) de Los dioses rotos, que de haber sido negro habría podido suscitar lecturas polémicas, o si habláramos del Chala (Armando Valdés Freire) de Conducta. Personajes —Rosendo y Chala— que a cualquier actor le gustaría encarnar y a los que nadie desearía renunciar, menos aún por motivos que nada tienen que ver con la experiencia, el talento, la inteligencia, la responsabilidad, la intuición, cualidades que, me imagino, se agradecen en un actor. ¿Cuesta demasiado imaginar los reproches al director —el primero: «por qué tenía que ser negro»— si Chala no hubiera sido blanco? ¿Cuesta demasiado imaginar la frustración de un actor negro que aspira al papel de Chala y al que el director, para sacudirse de encima futuros reproches, resuelve rechazar? Para evitar esta clase de encrucijadas —aunque no solo por eso— la raza de los personajes o al menos la de los protagonistas se puede decidir de antemano. Ignoro si actualmente es ese el proceder (la discriminación, en rigor, persistiría), pero no me cabe duda de que sería la alternativa adecuada si el objetivo es no ser crucificado por los agentes de lo políticamente correcto, quienes —no podía ser de otra forma— no pertenecen a una etnia, raza, preferencia sexual o sexo específicos. Están en todas partes y su apariencia es diversa. De hecho, la diversidad —ojo: la diversidad a ultranza, y no cualquier tipo de diversidad— es una de sus obsesiones. ¿Cómo reconocerlos? Fácil. Por ejemplo, imaginemos que usted trabaja en una editorial y su jefe le solicita que prepare una antología de cuentos cubanos contemporáneos, y encima le pide que sea una antología equilibrada, balanceada, diversa. Supongamos que usted se empeña en reunir los mejores cuentos cubanos contemporáneos y que, para garantizar la diversidad y el equilibrio que le han exigido, se las ingenia para seleccionar cuentos de estilos y géneros diferentes: barrocos, minimalistas, experimentales, realistas, de ciencia ficción, fantásticos, etcétera. Supongamos que usted le muestra a su jefe la antología que ha preparado, y que su jefe le dice que no está mal, los cuentos son buenos, sin embargo, no se trata de una antología diversa, equilibrada. Usted no entiende y su jefe —adalid de la corrección política— le explica, condescendiente, que en una antología como la que él desea deberían coexistir, equilibradamente, escritoras y escritores (entiéndase, hombres y mujeres), homosexuales y heterosexuales y bisexuales, blancos y negros, ancianos y jóvenes, residentes en la capital y en el interior, religiosos y ateos. A eso se le llama una antología diversa, equilibrada, políticamente correcta.

Preparar una buena antología, a secas, dista de ser una tarea fácil. Preparar una antología políticamente correcta es la perdición. Si le encomendasen una empresa como esta, de seguro se sorprendería restándole importancia a la calidad de los textos y creyendo —usted, que estudió Letras porque no soportaba las matemáticas— que la literatura tiene algo que ver con la aritmética, que hacer una antología de cuentos supone hacer cálculos de una complejidad sorprendente. «50 cuentos de 50 autores. De los 50 autores, 25 deben ser hombres y 25 deben ser mujeres. De los hombres, 10 deben residir en la Habana y 15 deben residir en el interior, y 5 de estos últimos deberían ser mayores de 50 años. Si es posible, alguno de los jóvenes que reside en el interior debería ser negro y homosexual, así mato 3 (¿4?) pájaros de un tiro, o mejor aún: encontrar al menos uno que sea hombre, joven, negro, homosexual y que resida en el interior. De las 25 mujeres, 10 deben ser negras y al menos 3 deben ser lesbianas, etcétera, etcétera». Y no lo dude: a su jefe le brillarán los ojos cuando usted le hable de Fibonacci y de la belleza de los números primos, y cuando le comente que, gracias a la ayuda de su hermano menor, que estudió Cibernética, se pudo dar el lujo de incluir en la antología a dos discapacitados homosexuales y un transexual judío, sin que el equilibrio final resultara alterado.

Exagero, por supuesto. Pero —repito— todo parece indicar que hacia ese mundo podríamos dirigirnos si torcemos el camino, un mundo en el que nuestros méritos importarán menos que nuestra raza, nuestro sexo o nuestra preferencia sexual. Un mundo en el que, para sobrevivir, tendremos que dominar el arte de quedar bien con todos, de incluirlos a todos, aun a costa de nuestra libertad y de nuestra espontaneidad. A tantas distopías posibles —ya imaginadas o por imaginar aún—, habría que añadir esa en la que las películas serán mutiladas o prohibidas porque los ancianos, los negros, los judíos, los chinos, los ciegos, los cuadripléjicos, los obesos, los amish, los budistas, los mormones, los homosexuales, los albinos, los esquimales, los angloparlantes, los ecologistas, los vegetarianos, los anoréxicos, los tímidos, los cantantes de boleros, los niños, los hermafroditas, los optimistas, los transexuales, los tartamudos, las víctimas del cáncer, los veteranos de guerra, los dictadores, los expresidiarios, los fans de Ricardo Arjona y un larguísimo etcétera, se sienten ofendidos por una escena, una secuencia, una línea de diálogo, una imagen. Los libros, los noticieros, las vallas publicitarias tendrían que pasar por el filtro de una Comisión de Corrección Política. Un libro «racista» como El corazón de las tinieblas sería arrojado a la hoguera, y quién sabe si le acompañarían esos «engendros antisemitas» que son algunas novelas de Philip Roth o El mercader de Venecia de Shakespeare. Los términos «ofensivos» serían sustituidos por otros más «amables». Así, el club El Gato Tuerto sería rebautizado como El Gato con Discapacidad Visual, al autor del Quijote se le conocería como el discapacitado de Lepanto y los versos de Nicolás Guillén serían corregidos, aun a riesgo de estropearles métrica y ritmo: «¿Po qué te pone tan brabo,/ cuando te disen afrodescendiente bembón,/ si tiene la boca santa,/ afrodescendiente bembón?».

En ese mundo distópico —donde el prefijo multi y términos como discriminación positiva estarían de moda— las personas serían lapidadas por expresiones como «tengo un chino detrás»; muchos se negarían a hablar a fin de no ofender, sin proponérselo, a alguna minoría o grupo social hipersusceptible; y los colectivos de trabajo, comunidades, escuelas, se conformarían a partir del lema «Diverso y equilibrado». La gente acudiría de puerta en puerta preguntando: «¿Tienen sitio para paquistaníes? Soy ingeniero». «No, las plazas de ingenieros las tenemos ocupadas por una mujer, un homosexual y un discapacitado. Sin embargo, tenemos disponible una plaza para minorías étnicas en la cocina». «Ah, qué bien. Mire, tengo un amigo blanco y heterosexual. ¿Hay algo para él?». «No, todas las plazas de hombre blanco y heterosexual están cubiertas. Pero creo que en el almacén hay una plaza libre, y me haría falta un discapacitado. Habla con tu amigo y averigua si está dispuesto a amputarse una pierna. Acá en la clínica de la esquina la amputación sale barata». «Pues sí, le voy a preguntar». «Y dígale que se apure. Ya usted sabe cómo son las cosas: las discapacitadas tienen prioridad».

La escritora norteamericana Alice Walker —mujer, negra, bisexual y tuerta— sería Dios.

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