Cuando uno pasa la Sierra de Cubitas en Camagüey puede seguir al norte por carretera. Tan al norte que la tierra de isla que uno conoce se acaba sin avisar siquiera, sin revelar las cuevas que dicen inundan aquello por allá y no se divisan desde el camino porque la vegetación se las ha ido tragando irremediablemente. Y donde termina la tierra de isla se extienden unos cincuenta kilómetros de sucio pedraplén. A ambos lados, el mar. O el cielo y el mar. Allá donde se posan las gaviotas vaya usted a saber en qué pilote a medio encallar, se unen las nubes y las aguas en un espejo salado, impasible. Allá el viento no levanta olas ni perturba la calma de los botes amarrados a un muelle tan lejano que más bien parece un encuadre arreglado para el futuro turista.
A cada lado del camino, un volumen inmenso de agua verde arrastra una espuma viscosa hasta la orilla de las piedras. El silencio es sobrecogedor. Durante varios kilómetros nos persigue el mismo panorama. Y de pronto, como si se fuera ensañando con el intruso, el paisaje se torna agreste y los mangles crecen desesperados, como protegiéndose de algo o de alguien, y el agua se vuelve turbia, y deja de oler a mar para oler a polvo de tierra removida por pesadas máquinas.
Al final del pedraplén (tan al final que uno choca con el diente perro salpicado por las aguas), hay un puesto de guardafronteras habitado por una decena de hombres, entre soldados y oficiales, irremediablemente consumidos por la soledad y curtidos por la brisa y el salitre. Aunque algunos de ellos, unos muchachos que no rebasan los veinte años, aún tienen la piel grasienta y la mirada ajena, como quien no sabe nada de costas y no entiende de mareas. Los muchachos pasan un mes sin ir a casa, alternándose en la torre de control con los ojos rojos de tanto revisar el horizonte, esperando que pase algo. Aclaremos. “Algo” en esas circunstancias puede ser recibir la visita de un alto jefe del MININT, de un grupo de periodistas que se las dan de exploradores, o calar cerca de una tonelada de droga al año. Pero eso no es relevante, lo que realmente importa es que aquellos hombres son los únicos habitantes de Cayo Cruz. Por ahora.
Recién ha comenzado en la cayería norte de Camagüey un plan de desarrollo turístico que pretende explotar y vender unas playas ásperas por lo vírgenes, tan pegadas a los arrecifes que uno teme estrellarse contra ellos mientras se baña. Playas que han sido ultrajadas de lejos por los buques que navegan cerca de sus orillas y, como quien no quiere la cosa y se sabe a solas, se desprenden de todo lo que les sobra en cubierta. Uno se encuentra, sobre la arena que no ha pisado casi nadie, una fosforera verde de piedra, una chancleta gastada o gruesos trozos de soga con nudos marineros.
A todo ello, el Cayo ni siquiera protesta. Al menos visiblemente. Pero en los uverales, en los cocoteros y en el aire que pega fuerte en el rostro y despeina las cabezas, hay una presencia que se marchita sin remedio. Hay un sonido como de llanto que pareciera provenir del interior de las caracolas. Hay un presentimiento, un bad feeling de que el cayo sufre. Y lo peor de todo es que la estancia se nos hace demasiado corta para averiguar la causa. A uno le puede dar por pensar que los islotes sufren la profanación de siglos de soledad o la fuga de las gaviotas al ruido de la maquinaria que levantará más de dos mil habitaciones en cinco años. Pero puede que, por esas cosas que tiene la vida, Cayo Cruz lamente la tardía decisión de explotar sus recursos, como si se sintiera venido a menos y envidiara el gentío que invade en cualquier época del año a los Coco, Guillermo, Jardines del Rey o la Reina… Y de todo lo que uno ve allí -o no ve- no puede sacar en limpio más que una certeza: el dolor de aquellos pedazos de tierra regados en medio del mar se le mete a uno entre los pliegues de la ropa y uno siente que se le hace más pesado el andar y no es por el viento, que ya expliqué cómo bate por allá, sino por la carga de cientos de años de salada quietud que se arranca con solo poner un pie en el pedraplén…
El cayo nos ha estado observando de lejos. Como quien duda de la presencia de los intrusos y su ofensa. Y yo sé que el cayo consentirá en perdonarnos un día tal ofensa. La cuestión es que el cayo no podrá olvidar jamás la existencia de la ofensa, aunque no esté seguro de ella.