Bonita –lo que se dice bonita– no es, porque sus aguas son muy saladas y no tan cristalinas y, en lugar de fina arena, una áspera grava recibe al viajero. Pero tiene sus encantos, mezcla de paraje singular y opción más rentable para bolsillos flacos.
Durante diez meses en el año la playa de Cunagua es un pueblito fantasma, de puertas cerradas y silencio interrumpido únicamente por el rumor del mar tranquilo y el regreso, al atardecer, de los pescadores. El alboroto se forma en julio y agosto, cuando de todos los rincones llega la gente a dejarse acariciar por la brisa y la sal.
Sobre pilotes, mar adentro, crece el caserío de paredes de tabla y techos de guano, dibujando un paisaje exótico, tan distinto a la otra costa norte de Ciego de Ávila, de la que lo separa no solo un terraplén. Allí lujos no hay; y quienes van no parecieran necesitarlos, cada verano, como feligreses a su templo.
Cunagua es un templo, porque allí, en julio y agosto, la gente es feliz.