La noche de los ahogados

Para que Ramón hablara de ciertos momentos de su vida era mejor esperar hasta que llegara la mitad de la botella.

En el barrio el lugar de reunión de mayores y jóvenes era la amplia sombra de la mata de mangos calabaza. Se hacía una suerte de foro y en el mejor asiento, un taburete viejo que no se movía de ahí, se sentaba “Papi”, como solíamos llamarle los chamacos. Papi, por la confianza y la serenidad que inspiraba Ramón; por pausas prolongadas que iniciaban una atmósfera de complicidad y los consejos: “No hagan lo mismo que yo”, decía, “me arrepiento de muchas cosas, entre ellas del primer trago que me di cuando tenía 13 años allá en el pie del Escambray”; y acto seguido se empinaba la botella, la misma de siempre, que rellenaba cada día en casa del Químico por 15 pesos.

El Químico daba clases de la asignatura en el preuniversitario de Sandino, y había aprovechado sus conocimientos en la materia para colar “la mejor Chispa de tren del pueblo”.

En el extremo occidental de la isla tenemos un clima bastante peculiar. En diciembre el Sol aún dora las pieles, y de un día para otro tiemblas de frío. Eran los 90 de apagones sin esperanzas de luz, corría el último mes del año y comenzaban las primeras brisas. A las 8 de la noche encendimos una pequeña fogata que fuimos alimentando con gajos secos y finos de la mata de mango. Al principio éramos tres muchachos, luego llegaron mi hermano y un amigo del barrio aledaño. Papi poco después ocupó su asiento de siempre y a su lado se instaló mi abuelo. Eran amigos desde que el pueblo se fundó.

Habían comenzado de choferes y paramédicos de curso urgente en la Central de Ambulancias, pero luego cada uno escogió su propia vida. Se veían por casualidad, y esa noche habían coincido en casa del expendedor de licor de período especial. Terminaron llegando juntos a la reunión.

Los dos, Caro y Papi, se ponían a conversar de temas de adultos, por la ruta que trazaran el alcohol y la casualidad. Uno escuchaba entonces y comenzaba a atar cabos sueltos. Se repetían algunos personajes, se completaban tramas de charlas anteriores. De todas maneras, siempre quedaríamos con ganas de que la noche no terminara.

Eso sí, en cada historia se engrandecía más el mito de Papi. Era un hombre épico, con rasgos quijotescos, casi dos metros de altura, flaco pero fuerte… Tenía 59 años entonces y parecía menor, cualquiera de sus contemporáneos reflejaba mejor el maltrato del campo, aunque la bebida lo mantenía en un discreto límite de salud.

***

Aquella noche fue mi abuelo Caro quien puso el pie forzado. “Ramo, ¿cómo es que tú has tenido tanto valor para sacar ahogados?”.

Papi tragó en seco como quien tendrá que sacarse algo enorme de dentro. Tomó un gajo seco de la pilita de leña que habíamos amontonado a su lado y en la tierra trazó un círculo con un punto en el medio. Comenzó a narrar mientras acomodaba el mismo palo en la hoguera. Se levantaron unas chispas por la humedad de la madera y señalando al punto, susurró: “Las lagunas son como un caldero, no hay corrientes pero el propio movimiento que provoca el aire hace que cualquier objeto vaya al centro. A casi todos los que saqué de las lagunas los encontré en el medio, como a cuatro brazas de profundidad”.

Papi fue el mejor pescador submarino que conocí jamás. Una vez, poco antes de morir, un sobrino quiso ponerlo a prueba en Uvero Quemado, una playa cercana a María la Gorda en el Cabo de San Antonio, y con unos equipitos que le prestaron hizo una “marea” tremenda en un par de horas. Loros, langostas, peje perro, un par de chernas y hasta una picúa, el animal que él más respetaba en el mar.

“Lo del valor”, prosiguió, “eso uno lo va acumulando con el tiempo. Acuérdate, Caro, que cuando comenzamos nosotros aquí no había ni cuerpo de bomberos ni nada que tuviese que ver con rescate y salvamento. La gente del Partido me llamaba a cualquier hora en estos casos. Yo pescaba bien, tenía buena apnea y además conocía todo recoveco que tuviera agua en esta zona… Imagínate, me tocó”.

“Hay muchos, sí, incluso buenos amigos perdí por confiados. La primera regla de la pesca submarina, y escuchen bien esto, muchachones, es nunca tirarse solo. Nadie sabe con qué se pueda encontrar en el mar o en un río. Y no todo el mundo tiene la misma capacidad”.

“Casi siempre el ahogamiento es por un descuido. Una vez me vinieron a buscar por causa de uno que se había perdido pescando en los Paredones. Esa zona se ha tragado a unos cuantos. No se me olvida que tempranito en la mañana llegaron a buscarme en un jeep ruso cuatro puertas que no quería arrancar. Al fin llegamos a Las Martinas y de ahí hasta la costa nos prestaron unos caballos flacos que se sabían cada piedra del camino. La orilla a veces se levanta hasta 20 metros como una pared donde choca el mar y parece que está tronando. Para el que lo ve por primera vez es una experiencia inolvidable. Allí estaban la madre y la mujer sin consuelo, rogando a Dios por un milagro imposible. A mí no me gusta hablar mucho de esto, pero me abrazaron como si yo fuera su salvador. Se conformaban con tener al menos el cuerpo para hacerle un velorio y un entierro decente.

“En media hora ya lo había localizado. Estaba enredado en el cordelón que sostiene la varilla de la escopeta y debajo de una laja enorme, yacía muerta también una cherna descomunal, con un tiro en la cabeza, pero aún trabada en la entrada de la roca. Saqué el cuerpo y el peje al mismo tiempo, comencé a nadar hacia el cigüero, que es la mejor manera de entrar y salir de los Paredones. Con una cuerda lo alzaron y yo salí con aquella cherna, que no tenía culpa, imagínense, el peje tratará de defenderse siempre. Luego les expliqué que las chernas se habían llevado a unos cuantos pescadores. Se les da un tiro bueno, un tiro matador y luego hay que buscarles la posición correcta para sacarlas del hueco. El problema es que cuando uno comienza a bajar y subir el oxígeno no alcanza el cerebro y llega un momento en que se pierde hasta la noción de la superficie. Esa debió ser la causa de muerte de aquel joven”.

***

Después de aquella evocación se hizo un gran silencio. Caro volvió a la carga: “Ramo, ¿qué peje tú crees que haya sido el que mató a Fito?”. Entonces se notó una rara sensación entre los dos. Fito había sido un gran amigo en común desde la época en que trabajaban en la incipiente Central de Ambulancias del municipio. El problema era que Ramón siempre se culpó de la muerte de su compañero, porque fue él quien lo enseñó a pescar. Pero en realidad la culpa la tuvo el coraje, Fito no comía miedo y lo mismo le tiraba a un tiburón que a Masantín el torero.

“Tú sabes bien, Caro, que aquel día la mar estaba turbia y ninguno de nosotros aprobó que él se tirara. ¿Te acuerdas como nos dijo pendejos? Tú andabas con nosotros, lo que pasa es que lo tuyo siempre fue la pesca a nylon”.

Los sucesos de Fito comenzaron cuando entre amigos inventaron una pesca en La Llana, una playa cercana a Cortés, también en la costa sur. Decían que la corrida de langostas en aquel lugar era de a miles y siempre entraban buenas pieza a poca profundidad. Pero era temporada de lluvias y Ramón decía que cuando el agua estaba turbia no entraba. Pero Fito que siempre fue “mandao y zumbao” no creía en aguas turbulentas y se lanzó con sus equipos. El primero en verlo  fue el propio Caro. En el límite del canto. Como a 600 metros de la orilla se veía un raro espumarajo, y cerca estaba la boya amarilla de Fito. Tuvo que tirarse Ramón a ver qué sucedía, y cuando llegó al pesquero notó una nube de sangre diluyéndose en el agua salada. “Ataque de tiburón”, pensó, y Fito que ya había perdido más de la mitad de su vitalidad le apretó la mano.

“Hasta ese momento estaba vivo –recuerda Ramón–, en la orilla le hicimos un torniquete con un cinto y lo montamos en un carro rumbo al hospital de Cayuco”. El médico de guardia se lo quitó y comenzó a ponerle apósitos en la enorme mordida que había arrancado de tajo el bíceps del pescador, en su mano derecha. “Ese fue el mayor error, no duró ni dos horas, después, murió por hemorragia”.

Ramón recordaba tan bien la mordida, que estaba casi seguro que había sido una barracuda. El corte era tan limpio que no podía tratarse de un escualo. Por eso respetó mucho más a las picúas.

***

Con el último trago llegaron también el final de la fogata y la última sentencia del admirable personaje: “Aunque parezca que uno tiene mucho valor, ver morir a un amigo es de las peores cosas de la vida. ¡Arriba!, váyanse todos a dormir que ustedes mañana tienen escuela y es bastante tarde”. Y nosotros mirando cómo el viejo lobo de mar borraba de la tierra con su bota un círculo con un punto en el medio.

 

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