A Ciego de Ávila la dibujaron una tarde de feroz aburrimiento sobre una superficie plana, cuadriculada. La perfecta simetría de su diseño como ciudad apenas dejó chance al libre albedrío de los primeros habitantes de estos parajes.
Desde donde se erguía una ceiba empezó a crecer el caserío, hacia todos los puntos cardinales. La gente de entonces diría, “al doblar de la ceiba, por el camino viejo” o “¿tú ves esa ceiba?, puripallá como quien va pa´ L’Habana” para orientar al caminante. Todavía aquí hay quien se auxilia de los accidentes geográficos o de las construcciones para dar una dirección y ubicarse en el mapa.
En definitiva, tal cuadratura sería mejor que la maleza y los arbustos que aquel peninsular de apellido Ávila encontró en 1577, cuando en el claro de un potrero plantó bandera y dijo “esta tierra es mía”. 300 años después, por Real Orden de la Corona, Ciego de Ávila dejó de ser un hato para convertirse en municipalidad. Y ahí fue que le nació un parque: el parque.
Lo nombraron Alfonso XII, en honor al monarca de España que nunca puso pie en estos predios, pero era rey. Fue, apenas, un cuadrante de tierra, utilizado también como plaza de armas, al que le incorporaron con el tiempo algún que otro ornamento. En 1899, superada la tutela colonial, los patriotas decidieron que a la añeja plazuela había que cambiarle el nombre y honrar al Apóstol de Cuba, José Martí, además, con un monumento.
Entrada la República se construyó una glorieta, para que los domingos la banda municipal trocara en música el sopor cotidiano y pospusiera hasta el lunes la algarabía de pregones y el traqueteo de los coches. Poco después se ubicaría en uno de sus costados la parada de los primeros ómnibus públicos. Tuvieron lugar allí las tánganas más sonadas contra los presidentes de turno. También desde una tribuna emplazada en aquellos predios se proclamó a Chibás, el ortodoxo de la vergüenza contra el dinero, como candidato presidencial.
De la glorieta solo hay viejas fotos y nadie sabe a ciencia cierta por qué un día la demolieron así, sin más. Dicen que porque la construcción era cosa antigua, chea, y un parque moderno no la necesitaba. El busto de José Martí fue trasladado hasta el mismo medio del parque, donde coinciden las diagonales imaginarias que se originan en sus esquinas.
Allí está el Martí de mármol y un armatoste de concreto y acero de 12 pisos a sus espaldas: un edificio anacrónico que alguna vez se consideró error de planificación. Pero a los avileños ya no hay quien les mude su 12 plantas de donde está, a la postre el edificio más alto de la provincia. Desde tan privilegiado mirador se puede escrutar la anatomía de la ciudad, que se resume toda en el Parque Martí.
Azucenas, girasoles… Frente a la iglesia, cuyo patrón es San Eugenio de la Palma y que demoró medio siglo en tomar su imagen actual, los vendedores de flores esperan a los creyentes. A la derecha de la entrada de la parroquia, el altar de la Virgen recibe diariamente la ofrenda de velas y girasoles, rosas amarillas, azucenas. Las venden por docenas o de una en una. Consejo para el viajero: siempre salen más caras cuando se compran por separado.
Ven conmigo a patinar… En las calles de la ciudad no se puede patinar: porque sería una contravención del tránsito y porque la lógica del terreno irregular lo impide. Es por eso que en las tardes los más niños (y los no tanto) se enfundan en rodilleras y patines de ruedas en línea y van a darle la vuelta como bólidos a la cuadratura del parque. En los 60 los patines eran diferentes, con las rueditas a cada lado. Tal vez en esa época también había patinadores, no lo puedo precisar, pero lo que sí había era cierta tradición de caminar por el parque de un modo peculiar: las muchachas iban en una dirección y los muchachos en la contraria. De esa manera podían hacerse señas y hablar con los ojos, que es la primera conversación, casi siempre, entre dos personas.
Béisbol a la sombra de un fico… No se puede precisar en qué momento los laureles y ficos del parque comenzaron a dar cobija a los debates sobre el deporte nacional. Sobre todo adultos mayores, que han visto lo divino y lo humano, prefieren la brisa mañanera para cuestionar el toque de bola en el primer inning o el cogido robando. También están los que apuestan al azar y unas veces ganan a costa del jonrón que definió el partido, y otras pierden, el juego y el dinero.
Último para la 22… Según los historiadores, en uno de los costados del parque, entrada la segunda década del siglo XX, se ubicó la parada de los primeros ómnibus públicos. Un poco por tradición y otro porque esta ciudad no es tan grande, varias de las rutas de hoy pasan por el Parque Martí. Allí la gente espera sentada en los bancos, a la sombra, siendo testigos del ir y venir de los demás, compartiendo entre sí la incertidumbre de cuándo llegará la guagua, “cuántas están circulando”, “vendrá muy llena” o “esperaré la próxima”.
Un parque podría ser únicamente un desahogo en medio de lo urbano; chispazo verde entre tanto cemento y asfalto, como para mantener la ilusión de que no hemos matado del todo a la Naturaleza. Pero podría ser, también, compendio de emociones, electrocardiograma del corazón de la ciudad en la que latimos. Evidencia de que existimos.