Lo que la muerte no me arrebató

Familia Santos Cabrera. Foto: Cortesía del autor.

Familia Santos Cabrera. Foto: Cortesía del autor.

La muerte de mi padre ha sido hasta hoy el dolor más intenso de mi vida. Un golpe desconocido. Tan penetrante fue la embestida que me sentí ahogado, indefenso, perdido, con bronca…

Jesús, mi viejo, murió tras batallar contra el mal de Alzheimer, esa enfermedad cerebral aún de causa desconocida, diagnosticada a una nueva persona en el mundo cada tres segundos y que, según la Organización Mundial de la Salud, hoy afecta a una de cada ocho personas mayores de 65 años.

El “alemán”, como se le denomina en la jerga popular a ese padecimiento debido a la nacionalidad de Aloysius “Alois” Alzheimer, el siquiatra y neurólogo que identificó por primera vez en 1901 los síntomas de esta afección, es más común de lo que creemos. Así de normal también es pensar que no nos va a tocar. Pero si “te toca”, los tiempos duros que se avecinan para el paciente y su entorno familiar son irreversibles.

Mi papá fue olvidando todo a su alrededor y cada vez más comenzó a demandar ayuda y a perder su independencia. El Alzheimer consumía sus recuerdos y sus afectos más preciados como mi hermano y yo, los que pasábamos a ser en ocasiones personas extrañas. Su memoria se apagaba toda, o casi toda, pues el viejo se aferró hasta el último instante de luz al amor de mi madre, Marlene. Ella, con quien compartió casi medio siglo de vida, fue su asidero. Tanto que ya senil se escapaba de casa en las mañanas y regresaba con flores que le robaba a una vecina.

Marlene Cabrera y Jesús Santos. Foto: Cortesía del autor.

Los especialistas nunca pudieron dar una respuesta científica al por qué todo en su cabeza se apagaba menos mi madre. “Que tu padre no se olvidara de tu mamá, que se asiera a ese amor, fue su más importante batalla y esa se la ganó al Alzheimer”, me explicaron los médicos.

Mi viejo fue un tipo feliz si resumo los 67 años que vivió. Y no es para menos al tener una increíble compañera a su lado; dos hijos de los cuales estaba muy orgulloso; con muchos, muchos amigos; feliz sin saber bailar pero fanático de la música tradicional cubana, de los boleros, de Silvio y de Los Beatles; sin tomar ron ni café, apasionado de las pasticas de maní molidas o del arroz congrí, y también con sus convicciones, su Revolución, su Fidel.

Por propia voluntad mi papá no fue velado ni sepultado. Fue cremado y una parte de las cenizas las esparcimos en la calle Agramonte, en el barrio donde nació, en la ciudad de Holguín. La otra parte de las cenizas fueron esparcidas en la Loma de la Cruz, el punto más alto de la Ciudad de los Parques, días antes que el Papa argentino celebrara una misa histórica. Esto sería algo que él, de nombre Jesús Santos Hidalgo, materialista dialéctico hasta la médula, contaría con mucha picardía.

"...una parte de las cenizas las esparcimos en la calle Agramonte, en el barrio donde nació". Foto: Kaloian.

Una muerte es parte de la vida misma. Y en esa única vida que conocemos hay que ser buenos, gozar y militar por lo que creemos. Si luego resulta que hay otra vida en eso que llaman “el más allá”, entonces volvemos a ser buenos, a gozar y a militar por lo que creemos. Vivir la vida en la vida me lo inculcó mi viejo. Él, que no creía más que en el mejoramiento humano y en la utilidad de la virtud, repetía siempre que quería todos los homenajes mientras pudiera disfrutarlos. Y yo, que como casi todas las personas, tuve al mejor padre de la humanidad (y también tengo a la mejor madre) cumplí su voluntad al pie de la letra, y lo recuerdo con mucha alegría.

Nunca nos acostumbramos a que un ser humano que nos marcó tanto ya no esté más físicamente. Abrazarlo, escuchar su voz, sentir su olor, siempre se va a extrañar. Pero lo cierto es que ya no está y para convivir con esa realidad hay que seguir adelante sin amarguras y celebrando la vida. Por esa ruta mi viejo sigue siendo mi compañero de alma. Eso la muerte no me lo ha podido arrebatar.

Salir de la versión móvil