Papá y mamá se divorcian

Teniendo al alcance información que no debía, fui convirtiéndome en “paño de lágrimas infantil”, en árbitro inocente y silencioso.

Foto: Pxhere.

Los divorcios entre parejas son algo frecuente, lamentablemente. ¿Quién no ha tenido que lidiar, ya sea con algún familiar cercano, amigo, o bien uno mismo, con el divorcio? La infinidad de variantes en los que se presenta, haría interminable el tema, por lo que me centraré, por esta vez, en el penoso caso donde los hijos forman parte de este conflicto, haciendo lo que no les toca, ya sea por iniciativa propia o inducidos por sus padres.

Pensé en esto por una llamada que recibí. Un amigo me decía que tenía problemas con su hija desde que se separó de la madre. Me contó, además, cómo la niña, preadolescente, escuchaba clandestinamente, a través de extensiones telefónicas, las conversaciones entre él y la mamá de ella; y que su pequeña había tomado una actitud intransigente e irreverente ante el hecho de él haber iniciado otra relación. Increíble, pero cierto, “los pájaros tirándole a la escopeta”.

Esto que hacía, ahora inconvenientemente, había empezado como un juego, años atrás, queriendo conocer la contraseña de los teléfonos paternos, entre otras muestras de irrespeto en la vida privada de sus progenitores. Cosillas que cuando era más pequeña habían sido consideradas como algo sin mucha importancia. Había errores en el manejo educativo –falta de límites– y ante una crisis como el divorcio, la repercusión de esas conductas era otra.

Después de algunos consejos que, en esencia, consistían en que debía de poner a su hija en su lugar, tengo la esperanza de que sean felices, pues lo peor, y que él padre no había advertido, era que la niña era la más afectada con esa situación. Su comportamiento la privaba de tener una relación armoniosa con su padre, algo que ella deseaba y necesitaba.

A partir de esta conversación, me vinieron a la mente otras historias, como la de una de mis amigas. Ante la solicitud de divorcio que ella le hizo a su esposo, este la amenazó con que se quitaría la vida, en pleno siglo XXl. Por precaución, de que este macabro plan le fallara, el señor usó a su hija mayor, como arma contra su madre, pues la otra hija, la más pequeña, se alejó de él todo lo que pudo, por decisión propia, y se aferró a mi amiga, patológicamente, necesitando por esto, incluso, atención médica.

La aliada infantil del padre dio buena guerra. Rebelde con causa, logró fastidiar a su mami. Las relaciones entre ambas se pusieron tensas. Fueron aproximadamente dos años de tortura para todos… nadie ganaba. La infelicidad reinó en el hogar. Mi amiga, que es la alegría en dos patas, durmió y estuvo más tiempo acostada que La Bella Durmiente. Un día, sacó fuerzas –de tanto dormir supongo– y puso fin a su agonía. ¡Se separó!

Demás está decir que el señor no se quitó la vida, más bien la compartió, bien rapidito, con otra persona. La hija rebelde fue entrando en razones con la madurez, que consiste entre otras cosas, en ponerse en el lugar del otro. Hoy, ya hecha una jovencita, mantiene la relación con su madre como corresponde, con afecto y respeto, que es la mejor manera de demostrar el amor.

Al padre, fuera del mal manejo de su divorcio, no hay nada más que reprocharle. Mi amiga, que es una buenaza, tuvo en cuenta que él era, a pesar de todo, un buen hombre, trabajador, del cual se había enamorado y con el que había tenido a sus hijas amadas. No las predispuso con él cuando tomó el sartén por el mango. Tuvo la inteligencia de pasar la página, a pesar de lo que la lastimaron. Separados los padres todos viven ahora en armonía. No debemos olvidar que a veces les duele más a los hijos la convivencia infeliz que el divorcio, que es, en ocasiones, la válvula de escape para eliminar presiones insoportables para los niños.

Mi abuela paterna fue revolucionaria en su época y no precisamente en la política. Creo que no se casó nunca con mi abuelo español y lo dejó, con los hijos de ambos ya mayores. Mis tías paternas y la materna, todas se divorciaron (de 5-5) y algunas más de una vez. Si no es un récord es un buen averaje. Mis primos son tan variados en fisonomía y tamaños que cuesta creer que somos familia. Sólo tenemos en común los dientes, la frente, las canillas y un gran nivel de comprensión al respecto de ser hijos de padres divorciados, por ser tan habitual en la familia. No recuerdo ningún drama en ese sentido. Más bien los raros éramos mi hermano y yo, los únicos con sus padres casados y no precisamente los más felices por eso.

Mi padre y mi madre mantuvieron un matrimonio por años y cuando parecía que estarían juntos hasta que la muerte los separara, pusieron fin al mismo, hace un cinco años, cuando ya estaban en la tercera edad. Si algún conocido me pregunta por ellos y le digo que se separaron recientemente, generalmente dicen: “¡qué cómico!” Realmente yo no le veo la gracia. Lo que sí tengo claro por experiencia propia, es que, con la edad, las reacciones de los hijos y los padres, en cuanto al divorcio y al derecho de rehacer la vida de los progenitores, no necesariamente, son mejores.

El otro día le regalé a mis padres un mismo libro y mi mamá montó en cólera. No me lo lanzó por la cabeza porque sus modales no se lo permitieron. No comprendí la reacción, me pareció injusta. A fin de cuentas, no les estaba regalando una espada y regalar dos libros iguales hubiera sido ridículo (viven bajo el mismo techo, a pesar de todo). Además para mí, son y serán, mi mamá y mi papá, un binomio difícil de separar, a pesar de que dejé la niñez hace años y de que existe un papel de divorcio.

Mi mamá todos los días me da un reporte de quejas sobre mi papá. Yo doy respuestas monosilábicas con la esperanza de que cambie de tema, lo que sucede rara vez, a pesar de los años que lleva haciendo lo mismo (tengo conciencia, desde los 11 o 12 aproximadamente). Mi madre nunca ha entendido que, si bien mi padre está a mi vista suspenso como marido, fue y es, un padrazo para mí.

En fin, crecí con las quejas de mi mamá sobre mi papá, merecidas, sin dudas, solo que yo no debía ser la receptora a los 12 años –ella a los doce ya trabajaba más en su casa que una cortadora de caña en época de zafra, por lo que nada más quejarse conmigo era algo ínfimo. Luego crecí, además, con la conciencia de las malas acciones de mi padre para con ella hacían tambalearse la paz familiar y nos hicieron vivir momentos infelices.

Teniendo al alcance información que no debía, fui convirtiéndome en “paño de lágrimas infantil”, en árbitro inocente y silencioso. Creo que sumado todo, modificaron mi carácter y quizás fue lo que perfiló mi vocación, donde servir al prójimo (dentro de mi propia casa hice mis primeras prácticas), era parte de mi rutina. Dejé de sufrir tempranamente, en ese sentido, siendo honesta. Sólo debía esperar a que pasara, y con los años me atreví a dar consejos, y así fui pasando de un tema a otro, donde lo primordial para mí era mantener el bienestar de los niños. Es una deuda.

Como ven, puedo entender, aunque no apruebe su comportamiento, a la niña espía; a la madre que sufre y permite que su hijo haga lo que le venga en gana pues el dolor que siente le nubla la razón; al que usa al hijo con el fin de recuperar a su amor; al padre o a la madre que quiere reiniciar su vida amorosa. Los entiendo y sí apruebo que todos sean felices en la anchura de este mundo, pero como la niña que fui y que vivió en el polvorín de un matrimonio al que le falto paz, aunque a pesar de todo hubo amor, les imploro a los padres, por favor, que no olviden que los niños son niños, busquen apoyo en los psicólogos o en los amigos. Siempre habrá un oído adulto dispuesto a escucharlos, como el mío.

Sea usted el padre que opta por la separación, o el que sufre porque lo dejan, no use a sus hijos, ni permita que juegan el rol que no les toca. Cuidemos la salud emocional de nuestros hijos. Cada uno, claro que sí, tiene el derecho a vivir la vida. Así también los niños, como niños.

 

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