Debe haber sido porque entonces yo no sabía leer, o porque tal vez el televisor de la casa se pasaba más tiempo roto que arreglado, o quizás por ser un consuelo al calor tropical de todo el año. No lo sé, lo que sí recuerdo es que yo pasaba más tiempo sumergido en la postal navideña que me regaló mi abuela que atendiendo a la maestra.
Cuando tocaba la cartulina, casi sentía refrescarme los dedos con la nieve. De paso imaginaba la programación televisiva del aparato que estaba siempre apagado, visto solo por el muñecón rojo que parecía saludarme. A pesar del tiempo, me sigue sorprendiendo la metamorfosis silenciosa que operaba al interior de la tarjeta: en verano, parecía como si palideciera, para no recobrar vida sino hasta el despertar del invierno. Era en esta época cuando no me desprendía de ella ni un minuto.
En algunas mañanas frías, de esas en las que el viento se cuela por las hendijas de la ropa, solía sentarme solo sobre una plataforma de concreto. El bullicio de mis amigos se apagaba, y el cielo gris consumía las escasas nubes blanquecinas que se arrastraban aún.
Probablemente me sentaba a pensar, supongo, aunque hoy desconozca qué pasaba por la mente de aquel niño de cinco años. En las tardes, mi madre me recogía del “Jardín de la Infancia”. A su lado caminaba las tiendas de la calzada principal, en busca de alguna mercancía ausente de la casa. Comúnmente regresábamos con las manos vacías y repletos de cansancio.
Los comercios de Marianao, apostados mayoritariamente a las aceras de la avenida 51, eran una especie de universos paralelos que convivían en armonía. Junto a un establecimiento de la red minorista, de esos en los que solo se vendían libretas escolares y artesanías plásticas, se levantaba una aristocrática tienda en divisas. Hoy, frente a esta, florece un nuevo negocio particular. Quien observe la escena contemplará tres décadas distintas de un propio país, todas conviviendo en una sola cuadra de la misma ciudad.
Debe haber algo de sobrenatural en todo esto. A veces creo, con esa perspicacia Latinoamericana, que el realismo-mágico está haciendo de las suyas. Así me explico que la tienda de uniformes escolares, que solía estar pintada de cal que al recostarse manchaba, ahora acoja el vinil rojo y amarillo del cuentapropista que impregna caricaturas en la ropa; que la tintorería “El Oriente Cubano”, en la que trabajaba mi madre, hoy sea un solar a cielo abierto; y también la alquimia inexplicable en la que el hierro
del parque se convirtió en plástico chino…
Durante las noches, sin embargo, fuera de las casas no ha caducado el viejo almanaque. Es cierto que las fachadas son más polvorientas, que las personas más arrugadas y los techos más dolidos por la lluvia; sí, no lo dudo, pero la nocturnidad de las avenidas sigue siendo silenciosa. Solo puertas adentro, en la sala de los hogares, ha pasado el tiempo.
Ya pocos recuerdan los entretenimientos de antaño. Los niños de hoy, hijos de los videojuegos y la tecnología, no saben hacer figuras de animales a contraluz de la vela; los adultos parecen olvidar el amor de Adelita y la traición de la Malagueña; los viejos se callan sus viejas historias; los padres ya no inventan cuentos…
Por mi parte, en esas mañanas grises en las que el viento se cuela por las hendijas de la ropa, aún me siento en silencio sobre una
plataforma de concreto. Lo hago al menos una vez al año para pensar sin el bullicio de mis amigos, supongo; aunque quizás resulte más un reencuentro con el pasado que un mirar sobre presente. Tal vez la vieja nostalgia de vivir en la postal.
Por: René Camilo García Rivera