Voces Cubanas continúa buscando sentidos, percepciones, reflexiones y esperanzas sobre la Cuba de hoy.
Cada día que pasa abre nuevas interrogantes, se plantean nuevos desafíos y los acontecimientos se desarrollan a una velocidad de vértigo en una Cuba que parece estar caminando sobre terremotos telúricos de emociones, de reafirmaciones, de voces de cambio, de visiones de futuro, de rescate, de redefiniciones de las cartas a jugar.
Cualquier problema o asunto a discutir tiene muchos senderos que recorrer. Sin embargo, existe coincidencia para muchos en poner también sobre la mesa, bajo cualquier circunstancia, el papel de los cubanos en el futuro de su patria sin tutela extranjera de ningún tipo, la necesidad de encontrar soluciones a nuestro problemas entre los propios cubanos, las formas o vías de democratización de la vida cubana, el rechazo a mentalidades plattistas que hacen orbitar todo nuestro destino en torno a la voluntad del vecino del norte, y lo que pretenda o permita hacer.
Al mismo tiempo, y planteado en los peores escenarios, se encuentra el debate sobre un sinnúmero de problemas que afectan espacios o esferas de la sociedad cubana cada vez más golpeadas por una crisis sanitaria y económica importante. No podía ser ajeno a nuestro futuro que el proceso constitucional que desembocó en la Constitución de 2019 pasara sin que ese “espíritu constitucional” aceche y esté presente al menos para enjuiciar o comparar su conformidad con determinadas actuaciones estatales o sociales.
Por supuesto, en el fondo de todo está la perenne discusión sobre los límites o posibilidades del modelo político vigente; sobre si ha hecho una Constitución, con todos sus problemas, más grande que todos los encargados de hacerla respetar y velar por su cumplimiento; si vale, y cómo, apostar y luchar por una alternativa de izquierda. Sobre algunas de estas cuestiones, Voces Cubanas conversa con Wilder Pérez Varona, filósofo e investigador del pensamiento cubano.
Desde hace algún tiempo la sociedad cubana se transforma social y económicamente, y se visualizan demandas de diversa índole por varios sectores de la sociedad. ¿Está el diseño cubano en tensión para absorber y gestionar esas demandas?
Más que argumentar sobre limitaciones de nuestro sistema político, quiero detenerme en los elementos que la pregunta pone en relación.
Tanto la sociedad cubana, en general, como su modelo de socialismo, han cambiado desde los años 90. En muchos sentidos, lo que asumimos como actual, nuestras condiciones actuales, iniciaron hace tres décadas. Como en toda transición, el tiempo social se fractura, se divide, no es contemporáneo de sí mismo. Han convergido desde entonces varios procesos, con ritmos y signos diversos, que no han cesado de crear tensiones sobre todo el entramado social.
Por un lado, hubo una maduración de dinámicas sociales internas, resultado de décadas de ordenamiento socialista. Tal proceso acumuló logros impresionantes en términos de soberanía nacional, igualdad y justicia social, valores que articularon el consenso revolucionario de los años sesenta. Reprodujo también deformaciones estructurales que amenazaban la sostenibilidad del modelo. A mediados de los ochenta, estas últimas activaron la alarma y desataron reformas que, si bien truncas y distintas a las que vivimos hoy (ej. respecto a relaciones mercantiles y de propiedad), se propusieron hacer transformaciones que retomaran los fundamentos nacionales en el proyecto socialista. Ello se expresó en la producción intelectual de fines de esa década.
Luego ocurre el estallido de una crisis cuya envergadura rebasó con mucho el ámbito de la economía. Claro que esta ofrece indicadores constatables, de amplio alcance, e impactos evidentes sobre la calidad de vida de cubanas y cubanos. Anotaré aquí algunas implicaciones de una crisis que, reitero, aún define nuestra actualidad.
El desplome del sistema soviético y el reavivamiento de la legislación injerencista norteamericana agudizó el repunte del nacionalismo cubano. El deterioro de un imaginario cuya vocación universal, mesiánica, identificara al paradigma socialista, agudizó entonces las connotaciones de una cultura de la resistencia, en aras de sobrevivir y “preservar las conquistas del socialismo”. La necesidad de reinserción enfrentaba relaciones capitalistas de mercado impugnadas durante décadas. Es sabido que a fines de los 80 el Estado cubano ofrecía el 96 % del empleo de la fuerza laboral. Ello hace pensar en la violencia del reajuste simbólico, cultural, de cara a las nuevas condiciones y a las prácticas que habilitó. La demora de reformas aprobadas por el IV Congreso del PCC (1991) muestran la dificultad de afrontar valores y representaciones arraigados en un tejido social en súbito deterioro.
Desde entonces, hemos sido somos más diversos y desiguales. La crisis y las reformas no impactaron por igual sobre territorios, grupos y sectores sociales e instituciones. Se ha estudiado la caída de indicadores que las políticas sociales del Estado habían sostenido durante décadas, cuya impronta y cobertura universales han sido, además, insensibles a las diferencias. Se ha debatido sobre la ampliación de espacios de disenso, acerca del reavivamiento de la sociedad civil cubana, de la recomposición de relaciones entre la sociedad civil y el Estado, de cambios en la estructura de clases, de la emergencia de una esfera pública fragmentada pero ya no sujeta a instituciones estatales, de la politización de lo cultural, y de la diversidad de reivindicaciones propias de identidades colectivas (raciales, de género, sexuales, generacionales, ambientalistas, religiosas, etc.) que no hallan cauce cultural ni jurídico para su canalización. La producción y difusión de valores y representaciones que portan grupos sociales ha pluralizado sus lugares de enunciación como sus referentes, contenidos e intereses.
Es frecuente afirmar que los cambios en la sociedad cubana han encontrado un valladar en el cuerpo institucional del Estado cubano, en su reticencia para ajustarse, para seguir el paso o hacerse cargo de cambios sociales que el Estado ha co-producido. Pero, ¿acaso el Estado se agota en su aparato, en su sistema de instituciones? Si la sociedad cubana ha cambiado, también su Estado lo ha hecho. Han cambiado, por ejemplo, las condiciones de ejercicio de la política en la Cuba actual, las reglas de juego de lo que se considera legítimo y pertinente.
Y tales condiciones ya no son, estrictamente hablando, internas. No solo porque sobre Cuba, sobre nuestra conformación nacional y nuestros proyectos de sociedad ha gravitado durante más dos siglos el peso de la geopolítica norteamericana. Desde hace tres décadas, la transnacionalización de la sociedad cubana, de sus patrones y referentes de toda índole, impactan cada vez más en la situación nacional. También en la política. El tema de la democracia podría valer de ejemplo. Tenemos, por un lado, una forma de gobierno hegemónica que se presenta como garante de derechos políticos y civiles universales, nucleados en torno al derecho excluyente sobre la propiedad privada, y que se vale de dispositivos culturales y tecnológicos para naturalizar la compulsión capitalista a aniquilar la vida en el planeta. Por otro, el despliegue regional de movimientos sociales y gobiernos, de distinto cuño y alcance, que han reconfigurado la relación entre socialismo y democracia, disputando la raigambre liberal de esta última, y pluralizando las hojas de ruta y recursos del primero.
En tal situación, el destino socialista de Cuba resulta hoy un problema difícil, pero no sólo para la izquierda internacional, también para la nacional.
El diseño del sistema político cubano ha sido problematizado por estudios nacionales desde diversas posiciones. Desde limitaciones de mecanismos aceptados por el socialismo histórico (mandato vinculante y sus expresiones, rendición de cuentas y revocabilidad), hasta críticas desde referentes ajenos, impugnados o no reconocidos por la tradición socialista a la que Cuba se adscribiera. La disputa sobre el sentido de las reformas actuales acaso pueden converger sobre tres ejes de problemas relacionados: la centralización de la toma de decisiones, la representatividad del orden institucional y el papel de la ley para normar las relaciones y procesos sociales, al interior del Estado, y entre el Estado y la ciudadanía. Tales problemas no atañen solamente a las instituciones políticas, sino a todo el proyecto de sociedad, desde 2019 definido como Estado socialista de derecho.
En rigor, son viejos problemas bajo nuevas formas. Han sido lastres del modelo de socialismo que prevaleció en el siglo XX. De un modelo que asumió al Estado como demiurgo del socialismo, como su fuente, representante y garante. En la práctica, promovió la burocratización uniforme de las relaciones sociales y monopolizó la representación y gestión de la sociedad en nombre de una ideología oficial. A la postre, este modelo erró como alternativa cultural a las condiciones que heredó y quiso superar. La forma que asumen tales problemas en la Cuba de hoy obedecen, claro está, al modo peculiar en que las condiciones de capitalismo dependiente fueron modificadas por la revolución y el orden socialista resultante.
Por tanto, pienso que existe hoy en Cuba una tensión entre la política entendida como administración de una sociedad, como modo de organizarla, de adjudicar jerarquías y funciones, de una parte, y la política asumida como intervención sobre ese orden social, como reivindicaciones plurales de igualdad (de condiciones, derechos, oportunidades) que instituyen nuevas libertades (políticas, económicas, sociales). En esa contradicción se disputa la legitimidad del sistema, su capacidad para procurar consensos, su naturaleza misma. Pese a lo que afirma el texto constitucional, se juega hoy la compatibilidad entre socialismo y estado de derecho.
En el contexto cubano, ¿cuál cree usted que sería el rol del intelectual en la Cuba de hoy? ¿Hay necesidad de discursos críticos en nuestra sociedad?
Quiero traer a colación un esquema, un inventario sobre el modo en que el socialismo tradicional concibió el papel y la función de los intelectuales.
El modelo de socialismo del siglo XX fabricó la figura del intelectual como objeto de sospecha y vigilancia permanentes. Le enmarcó en una posición y función social intermedias, que oscilan entre clases antagónicas, desde un economicismo que solo atendía su relación con los medios de producción, su tipo de actividad laboral. Políticamente, le endilgó una suerte de pecado original, una actitud ambivalente ante el antagonismo clasista: el individualismo intrínseco a su labor le compulsaba hacia rezagos pequeño-burgueses, por ejemplo, hacia un regodeo en lo genérico y lo normativo, como opuesto a lo práctico y concreto, atributos de la clase trabajadora. Esta sospecha permanecía aun cuando el nuevo Estado socialista había reclutado una nueva intelectualidad entre las clases populares. Tal reduccionismo fue más lejos, y dividió a la intelectualidad en dos grupos: una científico-técnica, desideologizada, responsable del desarrollo de las fuerzas productivas, y otra que sólo tenía cabida en el socialismo en tanto reproductores (propagandistas) que legitiman formas y contenidos de líneas políticas previamente establecidas. La función del intelectual quedaba así relegada ante la práctica: la teoría era subsidiaria y complementaria, secundaria y posterior respecto a la práctica (política en última instancia), determinada esta por quienes regían el aparato estatal y partidista.
¿En qué medida esta representación que reduce al intelectual a instrumento y apologista del orden establecido predomina aún en la Cuba actual?
Desde Marx sabemos que el intelectual no existe en una esfera celestial de ideas que sólo dialogan consigo mismas, sancionando verdades para todo tiempo y lugar. Marx ubicó el carácter clasista de la producción de ideologías en un doble plano, el de las representaciones y el de las relaciones sociales de producción. Y al condicionar históricamente la producción de ideologías le confirió una función por excelencia: la de constituir el poder del Estado. Producir, reproducir, divulgar ideas es tomar posición en una trama simbólica, en la lógica de un orden social dado, que cumple una función en su legitimación o impugnación. Así, Gramsci pudo ampliar la idea del intelectual para entender el reto de cambiar un conjunto de relaciones sociales donde el mercado capitalista y el Estado burgués hacían de los individuos meros instrumentos y cosas. Pues tales sociedades necesitan constituir individuos que, con sus prácticas, reproduzcan las condiciones de esa lógica social. De ahí que la actividad intelectual sea desalojada de los predios de la alta cultura, y colocada en funciones de dirección política y cultural, de organización de la vida en común, de creación de estructuras y representaciones de esa vida y de ese orden social.
Una idea cara al socialismo inspirado en Marx es el nexo entre teoría y práctica. Y en esta unión el momento teórico, consciente, productor de conceptos y organizador de prácticas sociales, de representaciones de tales prácticas, es fundamental. Es el único modo en que se justifica la idea de una vanguardia política, en tanto acto: articulación subversiva, creación de nuevos horizontes, fomento de una nueva cultura de emancipación. ¿Qué puede significar entonces la práctica crítica intelectual en una transición socialista? ¿Qué legitima esa actividad crítica? Ante todo, que es autocrítica. Autocrítica de las relaciones sociales conformadas y gestionadas por esa misma intelectualidad (dirigencia estatal, claustro, prensa, empresas). Crítica necesaria para que un proyecto de sociedad promueva agenciamientos colectivos, para develar, hacer inteligibles relaciones de opresión y desigualdades que se (re)producen en las nuevas condiciones. Opresiones y desigualdades que articulan tensiones, repertorios de resistencias y luchas cuyo significado e inteligibilidad, cuya capitalización política, es siempre disputada.
Diversas posiciones dirimen hoy sobre el sentido, la legitimidad y devenir de nuestro proyecto de sociedad. La labor socializadora del Estado cubano puede y debe expresarse también en el fomento de una crítica pedagógica de aprender enseñando y de servir mandando. Puede y debe expresarse en su capacidad para metabolizar intervenciones políticas y demandas que propicien alianzas entre clases populares a fin de gestionar los asuntos comunes, para estimular nuevas formas asociativas voluntarias entre centros de producción y comunidades, para gestionar una democratización permanente de sus propias estructuras, para procurar, en fin, una estabilidad económica que garantice las condiciones básicas de vida de cubanas y cubanos, y que haga posible todo lo demás.
Existe hoy un gran debate sobre el financiamiento extranjero de proyectos dirigidos a la subversión en Cuba. ¿Cómo entender este fenómeno en el contexto político y social cubano? ¿Pueden delimitarse en este campo a sectores, grupos y medios? ¿Cuáles son los límites de la legitimidad en la actuación ciudadana en Cuba?
La cuestión de la oposición o disidencia en Cuba carga con el pesado fardo de la historia de contrarrevoluciones en el país. El año de 1968 marcó tal vez la sutura simbólica entre el proyecto decimonónico de una nación soberana, la catálisis del proceso de constitución nacional, y el programa desplegado por la revolución triunfante. La identificación entre Patria, Revolución y Socialismo fue avalada por la propia excepcionalidad histórica de la revolución, a un tiempo anticapitalista y anti-neocolonial, como condiciones internamente dependientes del proceso. Nucleó el imaginario y consenso nacionales y legitimó la política revolucionaria.
Este fenómeno está orgánicamente vinculado a la relación con los EEUU, ese “constituyente externo” de nuestro proceso nacional. La “revolución de contragolpe” fue marcada en su ritmo, radicalidad y devenir, en sus posibilidades y limitaciones, por los repertorios intervencionistas y el asedio sistemático del imperialismo estadunidense, tanto como por las condiciones históricas de dependencia, opresión e injusticia que se propuso superar. La contrarrevolución generada entonces por la propia revolución resultó de esas condiciones de interdependencia. Su composición, referentes, modalidades y mecanismos han estado determinados por este conflicto bilateral: por su oposición al proceso revolucionario y al orden socialista resultante, como por el contexto político estadunidense y sus estrategias de “cambio de régimen”.
Considero estas condiciones históricas como necesarias para comprender el fenómeno al que apunta la pregunta, a las que añadiría lo ya expuesto sobre el contexto actual. La debacle del sistema soviético y la crisis de la izquierda internacional alentaron a EEUU a recomponer su hegemonía mundial, y la promoción de la(su) democracia como punta de lanza para este fin. El deterioro general aparejado por la crisis resquebrajó en Cuba la identidad entre soberanía nacional y el orden socialista realmente existente, en una sociedad más diferenciada y transnacionalizada.
Tales procesos han dado lugar a una pluralización de nuestro espectro político. Entre quienes se adhieren a la agenda recolonizadora de “transición democrática” para Cuba y quienes afirman la soberanía nacional como eje rector de todo proyecto futuro de sociedad (mayoritarias de uno y otro lado del estrecho de la Florida), se ha desplegado en las últimas décadas un abanico de posiciones, demandas, intereses y sujetos que las representan. La proliferación de canales y medios de expresión y difusión, de actores sociales y referentes, hallan en el ámbito nacional oportunidades desiguales de despliegue, alcance o legitimación. A priori, muchos se hallan constreñidos por el sistema normativo y entramado institucional vigentes.
La injerencia estadunidense ha condicionado sin dudas la acusación estereotipada de financiamiento extranjero para quienes se oponen o disienten respecto al gobierno. En ausencia (por inexistencia, inoperancia o postergación) de un marco legislativo adecuado a las actuales condiciones, se ha apelado a viejos expedientes, por diversos medios, que persiguen un objetivo común: externalizar, marginalizar el disenso, expulsarlo del cuerpo social, simbólica e institucionalmente.
Preservar la integridad nacional frente a proyectos de subversión financiados por potencias o entidades extranjeras —cuyos efectos hemos padecido generaciones de cubanas y cubanos— es un derecho inexcusable. Como tal, requiere de un marco jurídico robusto y eficiente, capaz de discernir, mediante un proceso público, la naturaleza y alcance de tales amenazas. En un contexto de crisis y multiplicación de posiciones políticas como el que vivimos, apelar al descrédito y a la criminalización, a negar indiscriminadamente el derecho de interlocución, obstaculizan un nuevo consenso en torno a un proyecto de sociedad y atiza la polarización de representaciones, afectos y deseos. La tradicional lógica de confrontación antagonista, efectiva en el pasado, se aviene mal con la labor de constituir un Estado socialista de derecho. La nueva Constitución, resultado de una inédita deliberación popular, puede y debe ser horizonte político para el cambio de época que vivimos, para la creación de un nuevo civismo, para la concreción de una soberanía más propiamente nacional, por inclusiva.
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Wilder Pérez Varona: Doctor en Ciencias Filosóficas. Investigador del Instituto de Filosofía de Cuba y Profesor Adjunto de la Universidad de La Habana.
Buen comentario, que ya habíamos leído en “Sinpermiso”, y digno de un estudio más detenido por sus implicaciones teóricas. Esa transición, durante la cual padecimos una ausencia de Carta Magna (que no de leyes) durante los años 60, a la primera Constitución refrendada por el pueblo cubano a mediados de la década del 70, con la institucionalización del país, y de ahí a la Constitución de 2019 suman un largo viaje de 60 años, es decir, la vida de cualquier persona como promedio. Quizás nuestro destino nacional tenga que arrastrar algo que cambia constantemente de forma como Proteo, sin haber podido encontrar aún la verdadera, pues cuando comenzábamos a paladear lo mejorcito del socialismo real, se hundió. Nos embarcamos en un modelo que, por desgracia, no tenía futuro creyendo que sería eterno. De ahí, en parte, los problemas y desajustes que enfrentamos para, entre otras cosas, acabar de hallar nuestra propia y definitiva definición. Sigo abogando por una sociedad socialista, garante de nuestra soberanía. Pero valdría la pena recordar que Guevara, a pesar de “tirar de las orejas” de las viejas generaciones de intelectuales cubanos, también criticó el modelo cultural heredado del estalinismo, y pensó que el hombre nuevo no podía ser concebido como un proyecto acabado y menos como una consigna. Dijo que no podía ser concebido como “un asalariado dócil al pensamiento oficial ni como un becario que viva al amparo del presupuesto nacional”. Podíamos empezar por ahí, revisando nuestra historia reciente, quizás pudiéramos acabar de hallar nuestro hilo de Ariadna.