Los miércoles son días lentos para este negocio. Lentos, quiero decir, casi perdidos. No llegan pasajeros. En cada piquera se reúnen diez o doce bicitaxis. En la de La Plaza, como está más cerca del estadio, se habla de pelota. En la del Parque Maceo, de mujeres, por no hablar de política. En la piquera del policlínico de La Playa alguien alardea de haber cobrado en cincuenta pesos un viaje que era de diez. En realidad no se habla: se grita, se gesticula, se da chucho, se lanzan piropos duros a las chicas… Todo ambientado, cargado, calentado por el reguetón. Los miércoles vienen a ser, para los colegas, como un día de asueto. El día de socializar, digamos. Porque el oficio de bicitaxear es tan solitario como este de llenar de palabras las hojas.
Yo, por lo general, me aparto. Me ubico al doblar de la parada de guaguas de San Luis. Si no estoy cansado propongo el viaje por cinco pesos. La mayor parte de las veces aprovecho para leer. Debajo del asiento tengo un cajón con algunas herramientas. Bien envuelto en un nailon, siempre llevo un libro de cuentos.
Ayer estaba ahí, cuando llegó el que le decimos La Amenaza. Su cuerpo grandísimo está lleno de tatuajes. Es famoso por su llavero–navajita, que usa para rascarse los oídos, limpiarse las uñas y hasta los dientes.
–¿Qué vuelta, Alex? ¿Te echaste anoche el juego de pelota? ¡Tremendo extraining! ¿Viste el jonronazo del cuarto bate, cómo es que le dicen…? El que es refuerzo…
Yo seguí leyendo. Él se dio cuenta de que no estaba para el tema, pero insiste:
–¡Mira la jeva esa qué dura está, loco! Mulatica, te invito a comer si después me prestas el hilo dental que llevas puesto… Tú sabes… para sacarme la carne.
La Amenaza se ríe solo de su chiste. Yo me pongo a cantar alguna canción de la trova. Por alguna razón me he acordado que Santiaguito ha muerto.
–¡Cojone, loco, que tú no aprendes! ¡Ya tú aquí no eres novato! ¡Deja de cantar eso, asere! –me dice, con bastante malhumor– ¿El otro día no te escribí en la parte de atrás del libro la letra del reguetón? ¡Deja la trova esa pa´ cuando estés en tu casa!
Se encarama en el asiento de los pasajeros. Se inclina sobre mí y habla con un auténtico tono paternal, como preocupado.
–Asere, mira, te lo digo por tu bien. Supón que a las dos de la madrugada llegan un par de negrones y te dicen, “a la plaza, brode…” Entonces tú arrancas y por el camino te pones a cantar la trova esa… ¿Qué tú crees que piensen los tipos? Bah, este es maricón. ¡Eso es lo que piensan, no es otra cosa! No te creas que van a pensar que tú eres un tipo culto ni una mierda. Maricón: eso es lo que piensan. Y de ahí a que te peguen una navaja en el cuello lo que va es un soplido. “Dame la pasta, brode”. Y te jodes. Por eso en las piqueras lo que se oye y se canta es música de ambiente. O salsa o reguetón. O si acaso, cuando pasa una jevita que esté durísima, una romántica. Las rancheras mexicanas también tienen su momento: cuando uno ve que la botella de ron está por acabarse. Pura nostalgia. Si tú mismo lo has visto.
–Ya. Entonces lo que me conviene es el reguetón –le digo.
–O salsa. ¿Quieres que te escriba ahí la letra de una…?
–Sí, dale. Por qué no.
Mientras hace sus garabatos sin hache y sin usar para nada la letra C, continúa hablando:
–Si hasta me erizo… Desde que yo te vi llegar montado en este bici verde me dije… “La Amenaza, ese blanquito es de los que no se rajan, tírale un salve”. ¿Y te lo tiré, no? ¿Te lo tiré? ¿Cómo fue que aprendiste a controlar los vómitos aquellos que te daban en los primeros viajes? ¿Cómo fue? Respirando con el abdomen. ¿Y quién te enseñó?
–Tú mismo –le respondo. Y es verdad.
–Dilo bien alto para que te oigan, asere. Dame los puntos que merezco… La Amenaza Negra, un servidor, fue el que te enseñó algunos mínimos técnicos para que fueras un bicitaxero de verdad. Que no se te olvide. Así que ponte pa esto. Olvida la trova. Y ahora voy en pira, que invité a una pirujita al juego de pelota de esta noche. Coño, asere, ¿por qué no me haces la pala? Invéntale un cuento a la mujer tuya. Seguro que la pirujita mía tiene una pirujita de amiga… Les dejamos que cojan los bates, tú sabes cómo funciona la mecánica esa. Es un juego a la pelota, ¿no? Dale asere, vamos conmigo.
–No. Hoy no puedo. Será otro día. Gracias.
Vuelvo a abrir el libro. Vuelvo a leer. Doy un viaje con un trabajador del turismo que está apurado porque al parecer lleva más jamón y queso pegado al cuerpo que el que puedas encontrar en una MacDonal, y ya por la tarde regreso al mismo lugar. Y La Amenaza llega también. Es miércoles, y los miércoles son días que no sirven para este negocio.
La Amenaza no ha dicho todavía una palabra, cuando ve que Puchita se acerca a nosotros.
–Eh, pero miren quién viene por ahí… ¡Puchi, puchi! ¡Puchita! –la llama.
Puchita es una loca que por veinticinco centavos de fula se deja tocar las tetas. Una loca de verdad, no jugando. Anda siempre toda desgreñada y con los dientes negros. Apesta un mundo. Siempre que llega a la piquera uno cualquiera la toca mientras ella cuenta hasta diez, mal, pero hasta diez, y después dice mi melón, ahora dame mi melón, yo quiero mi melón. El melón al que se refiere son veinticinco centavos de cuc. De fulas, como dice ella. Entonces el que la tocó echa a correr y ella a perseguirlo gritando mi melón, yo quiero mi melón, y los otros a reírse, menos yo. La Amenaza va todavía más lejos. Él la llama como a un perro: ¡Puchi, puchi! ¡Puchita!, y luego, para provocarla, tira al aire un par de veces la moneda. Esta vez Puchita se le aproxima con los ojos desorbitados:
–Puchita quiere la moneda –dice–. Puchita va a lucharla.
Entonces se sube la blusa y cuenta:
–Uno dos tres cuatro cinco ¡Diez! ¡Es mío!
–¡Ni inventes! ¡Te equivocaste! –dice La Amenaza cerrando el puño– Cuenta otra vez, y despacio.
–¡Mira, Puchita, encontré dos! –intervengo yo.
Puchita duda. Más de una vez, lo hacen solo para molestarla.
–Yo tengo tres –dice La Amenaza y Puchita comprueba que es verdad– Pero tienes que contar hasta el cien si quieres ganártelas.
–Déjate de abuso, La Amenaza.
–¿Abuso de qué? ¿Ella no quiere el dinero? Que se lo gane. Dale, Puchita. Empieza.
Puchita, por supuesto, no sabe contar tanto. Dijo, inventó, todos los números que le vinieron a la mente. Mientras, La Amenaza le pellizcaba las sucias téticas, riendo.
–¿Pero quién te dijo a ti que estos son tetas? ¡Tetas ni de perra! ¡Tú lo que eres es un macho disfrazado!
–No la jodas más, asere –intervine de nuevo– Si fuese tu hermana….
–¡Mi hermana mierda! ¡Y si no quiere que la jodan que desaparezca! ¿O tú la vas a defender?
–Es casi una niña…
Puchita, en su locura, creyó que yo la estaba ofendiendo. Me partió para arriba y comenzó a tirarme manotazos mientras decía esto sí son tetas, yo no soy una niña si mi mamá me lo dijo un día que yo ya era mujercita que saliera a luchar el baro.
La tranquilicé diciéndole que sí, que eran tetas, y que la iba a llevar a casa de un viejo que paga muchísimo por verlas. Ella se montó ilusionada, si es que era ilusión lo que vi de salvaje en sus ojos.
A La Amenaza no le gustó, pero no intentó nada.
Yo quité el freno, apreté el timón, recogí una rodilla y me fui tumbando. Había un bache y lo evité. Luego escupí la rabia en un charco y cuando doblé dos esquinas más allá, busqué sus ojos en el espejo, pero ella los tenía perdidos en otra parte. No parecía tan loca. Entonces empecé a cantar aquella canción de Santiaguito: Tintos en sangre, mares y el tiempo del humano que pide vivir aquí. Toda su vida corre el peligro de vivir lo que quiere creer. Savia del alma aventura en la sangre que no ha de morir, y si no ¿cómo hay que seguir? Pronto será cuando estemos sintiendo otra vez por amor.
Puchita levantó la cabeza, emocionada:
–Oye, flaco, ¿e… esa canción es para mí?
Por toda respuesta, le imprimí más fuerza al pedaleo. La loquita sonrió un poco tímida y le dije:
–Es como si viajaras en un avión ¿No?
Ella rió al aire, al cielo azul de la tarde, a su vida de mierda, con unas carcajadas locas y sueltas que me contagiaron:
–Vamos en un avión sin ventanas. Tú verás ahora.
Estiré y recogí las piernas sobre los pedales muy, muy rápido. Doblé una curva a toda velocidad y cuando vine a ver estábamos en Los Pinitos, la playa. Después de recuperarme, volví a cantar: Viaja en el viento todo el silencio que los hombres dejaron detrás de sí. Monta en su cuento todo el invento que su corazón deja escapar. Pasarás y las piedras serán tu perdón, caminante que vas volviendo a nacer. Si te acercas verás que podemos sentirlo los dos, y por fin, de nuevo, a volar…
–Oye, flaco, ¿en tu familia no hay ningún loco? ¿A ti no te llevaron al médico cuando chiquito?
–Todos estamos un poco locos, Puchita –le dije.
–¿Tú no tienes una alcancía que me regales? –preguntó. Había sacado varias monedas y jugaba nerviosa con ellas.
–No. Cuando yo era niño metía el dinero en una lata de compota. Las “Osito” que venían antes. Pero qué vas a saber tú de eso. Eres demasiado joven.
–¡Pero ya tengo tetas! Mi mamá me lo dijo. ¿Quieres verlas?
–Ya sé que las tienes, y son bonitas.
–A ti te las dejo tocar de gratis.
–No, gracias, Puchi. Capaz que los otros se enteren y después quieran tocar también sin pagarte. Ven, siéntate. ¿Tú viste dónde estamos? Mira el mar. ¿Te gusta?
Ella se sentó en la arena, pero de espaldas a la orilla.
–No, no, se está poniendo oscuro. Mi mamá me metía en el escaparate y todo estaba negro. Yo la oía revolcarse en la cama con un hombre y cuando él se iba ella abría la puerta y me decía: tú vas a hacer lo mismo, hay que luchar el baro, deja que te crezcan las tetas.
Después, de repente, se volteó y dijo:
–¡Mira! ¡Una balsa! ¡Ahí se va mi mamá!
–No, Puchi, es un bote de pescadores.
–¡Mami! ¡Mami! ¡Mamá! ¡No te vayas! ¡Mira, ya crecí, ya estoy grande, estoy luchando el baro, mira las tetas que tengo!
No pude hacer otra cosa que apartarme. Los ojos me lloraban, quizás porque el viento había metido en ellos algún grano de arena. Pensaba en esas aguas negras que nos aíslan. Que nos separan del mundo completo. Rodeados de agua. Alejados. Únicos en el mundo. Y que es muy difícil ser uno mismo en esta isla. Ser tú como quieres. Únicos en la isla. Una isla en La Isla. Veía las rocas y pensaba Ellas no se cansan, no se aburren de recibir siempre el embate fuerte de las olas hasta desgastarse en miles de granitos de arena. La vida es eso, me decía, ser roca hasta morir; o quizá la vida sea el vaivén del agua, que la mano invisible del viento te obligue siempre a ir, regresar, estrellándose siempre…
Fue la misma Puchita quien me sacó del trance amargo, tocándome por un hombro. Cuando miré me ofreció una moneda.
–No, Puchi, gracias. Te la ganaste tú. Yo no tengo tetas. ¿Ves? No me la merezco. Guárdala.
La muy loca hizo un gesto de resignación con los labios, ocultando sus dientes sucios, y se viró de frente a la playa. Entonces comenzó a lanzar, de una en una, las monedas.
Mi primer instinto fue detenerla, decirle que la leyenda es mentira, que los deseos no se cumplen, que no se hiciera falsas ilusiones. Que su mamá no iba a regresar, si es eso lo que pretendía.
Pero me mantuve callado. Estábamos a mitad de la semana, y los miércoles son días perdidos para ganarse el dinero.
Aproveché que no había nadie más escuchando, y decidí cantar de nuevo. No quería que me tomaran por loco.
Dame un pedazo llévame en brazos que otra vez necesito sentirme en paz. Patria sagrada ansias del alba no te olvides que andamos muy mal sin ti…
De esta serie:
Diario de un bicitaxista: Por la calle Capricho
Diario de un bicitaxista: Cuba es una calle que sube