“Hasta aquí llegó el mar”, dice Alexis bajando la mano derecha a la altura de sus rodillas. Los turistas –franceses o canadienses– abren los ojos como animados manga, no sé si porque entienden o porque no entienden lo que su “guía” les cuenta en un francuñol de antología.
Uno de los turistas, todavía incrédulo, le pregunta en su propio francuñol por las casas de la zona, y Alexis le responde que se mojaron muchas, que el mar entró y se metió en salas y cisternas, cuartos y pasillos. Que hubo derrumbes.
Su francés por cuenta propia no da para mucho, pero el turista parece comprender y se quita la gorra un minuto para secar su rostro.
Están en la calle Trocadero, en Centro Habana. La gente los mira con cansada indiferencia. No son los primeros y seguramente no serán los últimos en ir hasta ahí, solos o con algún “guía”, para escuchar sobre lo que pasó. Para hacerse una idea de lo que las marejadas del huracán Irma fueron capaces.
Para cumplir el día.
No van a dejarle nada a nadie. Tampoco harán demasiadas preguntas. Tal vez le compren algo a un vendedor callejero, pero es poco probable. Lo suyo es cargar sus mochilas, escuchar los cuentos y apretar el obturador de cuando en vez. Ser turistas.
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Más tarde, seguramente, irán hasta La Habana Vieja y se sentarán en un café. Ya tienen una historia nueva de ciudad, una que no esperaban encontrar cuando reservaron el viaje meses atrás.
Alexis sonríe a la cabeza del grupo. Ahora toman rumbo al malecón. También allí hay mucho que enseñar, otras palabras que chapurrear.
Mientras se aleja, juega con una moneda de 25 centavos CUC que sacó de uno de sus bolsillos. La encontró en la calle, me dice. Cuando se fue el mar.
***
El sol es intenso en el Parque Central. El Martí de mármol señala desde lo alto a la bahía, a lo lejos, mientras algunos turistas conversan cobijados por los árboles que no perdieron su follaje con los vientos del huracán.
Uno de ellos va hasta la base del monumento y enfoca su celular un poco más allá. Más arriba. Hacia la cima del Gran Teatro de La Habana.
En la altura falta una victoria, una escultura de bronce de las que rematan las cúpulas del teatro. El turista vio fotos de los estragos de Irma y quiso comprobarlo con sus propios ojos.
El resto de su grupo parece indiferente, pero él, que pasó el huracán en una casa de alquiler de La Habana, quiere esa evidencia. La prueba de que los vientos que doblaron la escultura fueron los mismos que escuchó aullar en la ventana aquella madrugada.
No lo hace por dramatismo, me dice, sino como certeza de lo vivido. Como se guarda un expediente de notas o un souvenir. La foto de una novia muy querida o de los lugares exóticos visitados. Con todos sus colores y rajaduras.
Es argentino y en Argentina no hay ciclones. Ocurren otras cosas, repite, pero esto no. Ahora, sin embargo, ya sabe cómo muerde un huracán.
***
Una semana después de Irma, La Habana va recuperando la vida. Es sábado y en la esquina de Obispo y Monserrate el Floridita no abre aún sus puertas a las cuadrillas de turistas que desandan ya la capital cubana.
En lo alto del bar que encantó a Ernest Hemingway, dos hombres van poniendo poco a poco los carteles lumínicos. Las vallas que pregonan que el Floridita es la cuna del Daiquirí y uno de los bares más famosos del mundo. Como una corona bilingüe.
Una pareja se detiene debajo y entre señas y palabras en inglés preguntan por la apertura del sitio. Uno de los hombres, sin dejar de trabajar –carga junto al otro uno de los carteles– se las ingenia para decirle que pasen después, la semana siguiente. La pareja agradece y se marcha Obispo abajo.
Hasta aquí no llegó el mar. Tampoco los vientos parecen haber hecho mucho. Los carteles fueron quitados por precaución. Que no se llega a estar entre los mejores bares del planeta sin la capacidad de medir las consecuencias.
La pareja de turistas, lógicamente, no estaba preocupada por esto. Su deseo era más básico, más elemental: tomar alguno de los célebres cocteles del Floridita, quizá uno de los diecisiete tipos de daiquirí de los que presumen sus bartenders.
Otros extranjeros, más prácticos, aprovechan que la wifi del lugar ya funciona y –como algunos cubanos– se acomodan en la acera o permanecen de pie mientras revisan cuentas de Facebook y sus correos electrónicos.
Puede que el bar todavía esté cerrado, pero al menos en el universo virtual el Floridita ya está abierto para todos los que paguen la conexión.
***
Camino unas cuadras en Obispo. La calle no tiene todavía el trasiego serpenteante de otras veces pero no luce desierta ni mucho menos. Va recuperando su aire de mercadillo, de bazar maquillado y tropical.
Tiene sus charcos y sus adoquines sanos y no tan sanos y sus puntos de venta siempre abiertos para el recién llegado y el snob que desea su gorra verdeolivo o su sombrero de guano o su artesanía de madera o su pulóver del Che. O, mejor aún, el paquete completo.
— ¿Te preguntaron por algo del ciclón? –le pregunto a la vendedora en cuanto se marchan unos turistas. Ella niega con la cabeza.
— Querían lo de siempre y regatearon. No les importa que la ciudad quedara hecha mierda. Lo que quieren es resolver lo suyo –dice.
— Como todo el mundo –le respondo.
— Como todo el mundo –repite en tono burlón.
— El vendedor de aquí al lado sí me comentó hace poco que un turista le había preguntado si tenía un periódico con noticias del ciclón. Pero no tenía. ¿Quién va a tener eso? En esos primeros días la gente no estaba para esas cosas. Pero dicen que hay gente vendiendo fotos del mar metido en Centro Habana. Fotos de Internet… No es mala idea. Quizá se le pueda decir al muchacho que trae las pinturas que haga algo parecido. Las olas en el malecón. O en el morro de La Habana.
Tal vez sea mucho pedir, pero la primera imagen que me viene a la mente es la de la ola de Hokusai, con el monte Fuji en el fondo. Su versión criolla podría tener, ciertamente, el faro del morro.
—Aunque quizá no valga la pena –me corta las alas la vendedora–. En unos días a esa gente se les olvida el huracán. Mejor seguimos con lo de siempre, que es lo que funciona. Con las gorras y las fotos del Che.
Aunque real el escrito no deja de ser un poco desagradable para las miles de personas que dia a dia luchan por recuperarse lo mas pronto posible, aunque sea de las necesidades mas urgentes. Es vergonzoso ver en la red, como los turistas preguntan si pueden ir a Varadero en Octubre, si el hotel esta en condiciones, si hay comida y se olvidan de los mas de dos millones de afectados por los huracanes. Yo no pusiese este tipo de escrito en este momento. no es el momento oportuno. A lo major estoy equivocado, pero esa es mi impresion
Pasa igual en todas partes. En Barcelona, tras los atentados, no habían transcurrido aún las primeras 24 horas y ya pululaban decenas de miles de turistas por Las Ramblas a la caza de alguna foto anecdótica, o morbosa, que a veces no hay diferencias entre una y otra. De hecho, en Cambrils, apenas horas después de caer abatidos los cinco miembros del comando terrorista, los bañistas se tiraban fotos justo en la rotonda donde los mataron. Para dejar constancia de que estuvieron en el lugar de los hechos. No vale la pena detenerse a juzgarlos. Están en todo su derecho de no empatizar. Son turistas. Están de paso. Pagan en moneda dura. No están para perder el tiempo en algo que ellos no decidan que valga la pena. Al fin y al cabo es su dinero y sus vacaciones lo que está en juego. No les pidan que tengan alma. Les basta con ser solventes. Bienvenidos cubanos al mundo real.