Al callejón me fui ayer, a la rumba de los domingos. Volví a repasar las frases que lucen las paredes –frases que guardan secretos solo para los ojos dispuestos a develarlos-. Como es usual tanto extranjero que había tirando fotos, tantos colores en las paredes y en una efímera mirada al horizonte, Martí, un negrito y la virgen del Carmen en un mismo plano. A mi derecha y en lo alto de los edificios, dos tanques de agua con letreros: agua blanca (sobre fondo negro), agua negra (sobre fondo blanco). Una bañera pintada de azul que cuelga bajo la enredadera florecida y reza “la nave del olvido” sobre las cabezas de los músicos enfrascados en la percusión.
Un hombre se me acerca ¿hablas español? y yo le digo soy tan cubana como tú. Sonríe y me da un beso en la frente (este gesto suyo se me antoja una bendición). Entro a la galería buscando a Salvador, pero solo encuentro sus cuadros, misteriosos trazos cuyos tonos oscuros anuncian no sé qué extraño mensaje, lóbrego sueño filosófico. Yemayá. Oshún. (las dos que se juntan siempre en algún punto de la costa). Vuelvo a salir y alguien trata de venderme un disco del grupo que está tocando, Iroso Obbá (rey de lo profundo).
La callejuela se va tornando en marisma religiosa que algo quiere decirme, algo, un mensaje de esos que dan un vuelco entero a tu vida. No me asusta el hombre lleno de collares con sus dreadlocks y su mirada profunda –Olokun en sus ojos- velada por el humo de su tabaco, no me asusta la señora vestida de blanco ni la cara de asombro de ese piel blanca que no entiende ni la mitad de lo que pasa aquí. En realidad me asusta esta cosquilla en el estómago, este tambor que jala de mí y estremece mi carne sin que yo lo ordene ni organice. Me asusta la que puedo ser si finalmente ese poder, que ya reconozco fácilmente, lograra apartarme de mí y me llevara, como a esos bailarines de piel transpirada, al tremendo éxtasis de esta liturgia y sus últimas consecuencias.
(En: Habana por Dentro)