Los miércoles el zoológico del Bronx es gratis, o casi gratis, la taquillera acepta lo que quieras darle, lo mismo un Washington que un Jackson, para ayudar a que las jirafas lleguen vivas hasta el final del mes. Muchos neoyorquinos, que bastante tienen con pagar miles de dólares por rentar un apartamento del tamaño de una caja de zapatos, aprovechan ese día para visitar a los animales, dejar corretear a los niños y respirar aire limpio.
Llegarse hasta el zoológico un miércoles implica entonces resignarte a compartir la experiencia con cuatrocientos coches de bebé que a cada rato te chocan por las pantorrillas, quinientos veintiocho niños en plan vacacional, ochenta y cuatro maestras gritonas, y doscientos jubilados, quienes, cámaras en mano, fotografiarán con esa paciencia que solo tiene la tercera edad, cada hoja, cada mono y cada caquita de mono.
Durante los meses de verano el clima en Nueva York te achicharra; y si estás haciendo una cola en la puerta del zoo del Bronx, lo mismo te sientes en San Juan de Puerto Rico que en el habanero barrio de Mantilla. Gozadera por doquier. Maluma y Bad Bunny dándolo todo en un bafle cercano. Una mujer gritándole a sus niños desde una ventana enrejada que vengan ya a merendar. Globalización mediante, la “buena sociedad” que describe Edith Wharton en La edad de la inocencia, se ha “contaminado” con la “chusma diligente” que veía desde su camarote Gertrudis Gómez de Avellaneda. Gracias a Dios, me digo yo, que cuando llego al Bronx me siento en casa.
A la cola se acerca un vendedor de agua. Anda arrastrando una nevera casi más grande que él. El vendedor no es muy viejo, pero no tiene dientes. Ni uno solo. Sonríe con toda su encía. Vende agua fría. Unos muchachos en la cola, para molestarlo, le preguntan si tiene autorización para vender agua. El viejo, como el gato de Cheshire, abre la boca y les muestra la encía, cada vez más desprovista de todo, hasta que termina mandándolos lejos, a la mierda; o quizás, teniendo en cuenta la colorida expresión que utiliza en inglés, a un lugar aún más impresentable.
El zoológico, como todo parque de ciudad, tiene su magia. Por un momento te olvidas del hormigón armado, del tráfico demencial, del ruido de todos los aires acondicionados, de los motores, de las campanitas de los vendedores de helado, de los bafles voceando hip-hop y reguetón, y del viejo sin dientes empeñado en venderte agua sin tener licencia para trabajar por “cuenta propia”. Allí, en medio de los rascacielos, hay un Arca de Noé con elefantes, antílopes y perros africanos, un lugar para que los niños levanten la vista del teléfono celular y sueñen, mientras puedan, con un mundo perfecto y “conquistable”, como lo describen Julio Verne y Emilio Salgari en sus novelas.
A principios del siglo XX, este zoológico se hizo famoso porque exhibió, como si de un animal se tratase, a un pigmeo del Congo. Los antiguos griegos llamaban “pigmeos” a un mítico pueblo de guerreros de muy baja estatura. Más tarde, los colonizadores europeos utilizaron este nombre para describir a unas tribus de cazadores-recolectores del centro de África, cuyo tamaño promedio no excede el metro y medio. En pleno auge del darwinismo racial decimonónico, “la carga del hombre blanco”, como nos decía Rudyard Kipling en su poema, se asentaba en la “superioridad” racial de la civilización occidental, llamada a conquistar a todos los pueblos “bárbaros”.
Ota Benga se llamaba el pigmeo del Bronx, un africano traído a los Estados Unidos en condición de esclavo, con el propósito de “mostrarlo” en una Exposición Universal que tuvo lugar en 1904, en la ciudad de San Luis. Terminada esta cita, a Ota Benga lo trasladaron a Nueva York, le colgaron una hamaca junto a la jaula de los primates, y le montaron un espectáculo que consistía en disparar un arco para fascinación de todos los presentes. Más tarde, ante las protestas de algunas almas caritativas, se le permitió deambular libremente por los predios del zoo, hasta que terminaron liberándolo, entre otras cosas porque el pigmeo se encargaba de atemorizar a los visitantes profiriendo gritos e intentando toquetear a las colegialas con lascivia.
Pasada su experiencia neoyorquina, otros intentaron “educar” al buen hombre, quien renuente a aceptar los evangelios y las costumbres de la “gente decente”, terminó suicidándose a la temprana edad de treinta y tres años, las mismas primaveras que tenía Cristo cuando lo crucificaron. De Ota Benga dicen que ya no queda nada, ni su recuerdo. Cebras y antílopes, osos pardos y tigres de Malasia, todos perfectamente adaptados al ecosistema del zoo neoyorkino, fascinan hoy día a miles de pigmeos, bárbaros del siglo XXI como yo mismo, que libremente deambulamos por la Gran Manzana.