Un documental forense para Whitney Houston
Whitney (EUA-Reino Unido, 2018, Kevin Macdonald)
Whitney persiste en el interés por esa figura acaso olvidada que es Whitney Houston, una de las voces inolvidables de la adolescencia de mi generación y que, como tantas, se apagó demasiado pronto. Su historia es parecida a la de otras figuras que acabaron consumidas por su propio éxito, y contarla permite volver a desplegar el instrumental moralizante del fatum ascenso-caída que mucho hemos visto.
Dije “persiste” antes, porque en 2017 apareció la primera gran aproximación documental a su figura a través de Whitney: Can I Be Me (EUA, 2017, Nick Broomfield, Rudi Dolezal). Apenas tres años después de su muerte, la curiosidad por su vida no parece decaer. Como tampoco el auge de este subgénero documental sobre celebridades que suele optar por escarbar en la biografía de figuras malhadadas, de vida conflictiva. Nuestro amor por los héroes trágicos es infinito.
Esta corriente alcanzó su cénit con el estupendo Amy (Reino Unido, 2015, Asif Kapadia), de los mejores en su género. Kapadia demostró cómo podía reconstruirse el itinerario biográfico de alguien como Amy Winehouse a través de las trazas que la cultura de la sobrexposición audiovisual del presente proveen, y produjo un documental de archivo que penetró el área más oscura de la inocencia perdida de otra intérprete consumida por las drogas.
Amy probó además que la corriente de que hablo es muy redituable. Hizo más de 20 millones de dólares en taquilla (sigue siendo el documental más taquillero del cine británico), algo que aguza siempre el olfato de la cultura del éxito que habitamos.
Muchas de estas piezas recurren a un modelo dramático semejante: el de la tara freudiana. (No sé si esto lo inventó Milos Forman en su célebre Amadeus o Kafka en su carta al padre, pero me encanta culpar al inventor del sicoanálisis, a quien se le achaca tan a menudo la invención de las patologías que estudió). Tanto Ronaldo (Reino Unido, 2015, Anthony Wonke), Messi (España, 2014, Alex de la Iglesia) como Kurt Cobain: Montage of Heck (EUA, 2015, Brett Morgen), por mencionar pocos, encuentran algo escondido en la biografía de su personaje, un asunto remoto, que funcionaría como detonante de los traumas de la adultez.
En Cristiano Ronaldo descubren el doloroso anhelo de reconocimiento paterno; en Cobain, la rebelión contra el mundo inane y conformista donde le tocó crecer, además del divorcio de sus padres; en Messi, la figura perdida de su abuelita, a quien dedica cada gol apuntando al cielo… En Whitney, aunque pudiera resultar redundante, la excavación sicoanalítica encuentra cadáveres… que no huelen bien.
A diferencia de algunos de los ejemplos anteriores, Whitney cuenta con la inestimable contribución testimonial de amigos y familiares de la Houston. Entre ellos, el músico y esposo Bobby Brown, a quien los tabloides inculparon siempre por hacer caer a esa pobre oveja descarriada, que lo perdió todo tratando de ser feliz en un matrimonio sin futuro.
Pero, no contentos con ese veredicto fácil, con un malo así de simple, los realizadores excavan más profundo. Y encuentran, entre otras máculas familiares, que Whitney fue abusada sexualmente por una de sus tías, que tuvo una relación lésbica y una especie de confusión de identidad sexual… en fin, que Freud sigue teniendo la culpa, cuando decía que la puja entre Eros y Thanatos nos define.
En una película de más de dos horas, como es Whitney, el manoseo de esas cuestiones ocupa casi del todo la segunda hora completa. La carrera musical de la Houston es, en buena medida, un ruido de fondo que ameniza la estampa general. Acabamos teniendo un nuevo documento de la celebrity culture donde la figura del icono trágico ocupa un merecido puesto.
https://www.youtube.com/watch?v=R0rhC90Z4ok
Esta obsesión forense con las oscuras catacumbas de la existencia de los sujetos públicos, además de confirmar nuestra inclinación hacia el costado morboso de las cosas, dibuja lo que somos como entorno cultural. Si el cine documental es un ámbito de producción de sentido donde la negociación de lo visible ocupa un puesto central, esta insistencia en arrojar luz sobre aquello que debería permanecer oculto, habla más de qué preferimos mirar y qué deseamos saber, que del sujeto examinado mismo.
La obsesión con lo privado es ya una patología universal omnipresente, que ha convertido la noción de la vigilancia en uno de los temas centrales de la cultura, los medios e, incluso, del sentido común.
Nada de lo que digo debe tomarse como desaliento para ver y apreciar Whitney. Sé que todos mis reparos no han hecho más que alimentar la avidez.
De hecho, ya que de morbo hablamos, estoy esperando un documental forense que sé acabará por aparecer cuando se abran los siete candados que ocultan la verdad de una figura trágica de la cultura occidental como ha habido pocas: Michael Jackson. Cuando lo estrenen, estaré en primera fila.
Pero si algo invaluable tiene esta clase de pieza es hacernos recordar que hace unos años hubo una voz como el cristal que nos hizo felices y nos puso a bailar o a enamorarnos. Después de ver Whitney, desempolvé las canciones de la Houston y escribo mi reseña con su alegría infantil danzando en los oídos. Lo demás es cháchara.
Del valor de la palabra en un mundo sin valor
El papa Francisco. Un hombre de palabra (Italia, Suiza, Alemania, Francia, 2018, Win Wenders)
Win Wenders sabe que hay cosas urgentes por expresar, por dejar dichas a sus contemporáneos. Y en este momento de su carrera usa a interlocutores estupendos para hacerlo. Primero fue el fotógrafo brasileño Sebastiao Salgado, en La sal de la tierra (2014, codirigido con Juliano Ribeiro Salgado), y ahora Jorge Mario Bergoglio, el sumo pontíficie de la Iglesia Católica, el primero nacido en América y el segundo no europeo.
El simbolismo de esa investidura no debió escapársele a Wenders a la hora de decidir acercarse a este hombre, cuya asunción estuvo marcada por la elección del nombre de Francisco para ejercer su pontificado. Ello, en honor a San Francisco de Asís, el santo italiano que en el siglo XIII fundara la Orden Franciscana. Un hombre cuya vida estuvo consagrada a los pobres.
Esta idea acaso anacrónica para el mundo de hoy, enciende la llama que inspira este documental. Wenders tiene por eje de su mirada el ejercicio de la humildad y la entrega por los otros que hacen de Francisco un papa que ha sacudido tanto la estructura elitista del catolicismo como la política internacional.
El anacronismo que menciono tiene que ver con las ideas y sentimientos que invoca Francisco y que Wenders ilustra profusamente. No estamos ante una pieza que mira desde la sospecha a su personaje, sino que lo aúpa, ama y respeta con intensidad. Ello no evita que se le hagan preguntas difíciles, pero está claro que El papa Francisco. Un hombre de palabra funciona como un relato moral, pero de una didáctica brillante.
Lo que descubre Wenders al poner la cámara ante Bergoglio es que usa términos como verdad, amor, bondad, humildad, sacrificio por los demás, sin la costra de hipocresía con que su abuso por las distintas facciones de ambos espectros ideológicos las han desgastado a través del siglo XX y hasta hoy. Lo que descubre es que, en un universo de falta de creencia, su personaje cree.
Y esa creencia empieza por la palabra. Por creer en el significado recto de esos términos. Y por confiar en que pueden infundir, provocar, inspirar a quien escucha, a creer que las cosas pueden ir a mejor. Esto, que parece tan obvio, no lo es. Basta con encender el televisor y ver a alfeñiques morales invocar valores que no representan para darse cuenta de que estamos faltos de gente que predique con el ejemplo. Eso, resalto, es el valor central de este documental.
Estamos ante una pieza de no ficción que reclama otra vez el valor del estar allí que fundó la tradición del género en el cine. Wenders viaja con Francisco a dondequiera que lo dirige su ansia por aliviar y consolar. No hace una biografía, no se interesa tanto por el sujeto privado como por la luz que arroja sobre los espacios donde ejerce. Desde el Congreso de Estados Unidos de América hasta los campamentos de desplazados árabes en los márgenes de la civilizada Europa.
Por tanto, el valor de contar esta historia descansa en mostrar el sentido de la acción de un hombre que decide sentir el dolor de otros. Que invoca el concierto y la comprensión, que recurre a valores simples y fundamentales para vivir en armonía.
Pero, ¿tienen sentido hoy las palabras? ¿Pueden provocar acciones y motivar la mutación de las conciencias, el cambio de actitud? “Incluso la verdad es hoy una especie en riesgo”, advierte Wenders en un momento de la película.
Una debilidad está en hacer la reconstrucción del relato paralelo de San Francisco como alegoría que inicia y cierra el ciclo narrativo en Asís, su pueblo. Ello resulta un episodio demasiado docente para un filme que quiere mirar al dolor y a la esperanza muy de cerca.
Pero esa misma necesidad de hacernos ver es la que mueve a esta película más allá de su forma y efecto hacia el continente de la introspección: partiendo de Francisco, el personaje central, El papa Francisco. Un hombre de palabra busca que nos preguntemos precisamente si las palabras todavía tienen sentido, si abogar por la bondad y la belleza es útil por sí mismo en un mundo que no cree en ninguna de las dos, o si una película puede hacernos ascender hacia las cuestiones esenciales del presente sin efectos, sin alardes, sin altisonancias.
Si en el mundo de hoy se insiste en condenar la credulidad humana es porque esa cualidad es manipulada por quienes no saben cumplirle. Que creamos en el mañana luminoso, en conceptos como justicia o fraternidad, no indica que seamos tontos, sino que somos humanos. Allá quienes las usan como consigna hueca de la que sacar provecho. Si nos siguen inspirando esas palabras, es porque no acabamos de volvernos zombis. Buscando palabras e imágenes que inspiren, la gente vuelve a los cines por estos días. Yo vuelvo a la cuartilla vacía y comienzo una vez más la faena.