Carlos Acosta se ha estrenado como escritor de ficción con Pata de puerco, una novela que recorre, según dicen, la historia de Cuba desde el siglo XIX hasta hoy, y que ha sido incluida en los Waterstones 11, lista anual de los libros más prometedores aparecidos en el Reino Unido.
Uno, mal pensado como es, no puede dejar de elucubrar una pérfida sospecha. Acosta recibirá galardones literarios única y exclusivamente porque es, o ha sido, un extraordinario bailarín. Pero sería, en cualquiera de los casos, otra mentira de los premios y el mercado, no del autor. Acosta no se merece eso. No merece que de antemano lancemos semejante estigma sobre su faceta de escritor, porque el mulato vigoroso y risueño es uno de los artistas más sinceros y necesarios de la Cuba actual.
Si las cosas se dan como esperamos, quizás Acosta logre restaurar el centro de danza en el ISA y dirigir, en un futuro no muy lejano, los derroteros del Ballet Nacional con la misma eficacia y espontaneidad que sedujo los más disímiles escenarios del mundo, desde Londres hasta Nueva York, lo cual le acarreó aplausos, pleitesías, justas valoraciones, lauros como el Olivier Award.
Los cubanos no hemos leído siquiera su autobiografía, pero, llegado el momento, podríamos acordar un pacto tácito. Leer, y juzgar sus libros, como se juzgan los violines de Ingress, como un divertimento. Corroborar hasta dónde llega, qué riesgos asume, pero sin ir a mayores, algo que el mismo Acosta, sabio como es, se ha encargado de dejar claro. “Soy bailarín”, dijo. “No voy a pretender ser un escritor. Quiero decir, tal vez puedo contar una historia para que alguien se divierta, y se deslice a través de esta historia y estos personajes y este mundo que he creado. Pero yo nunca voy a ser Gabriel García Márquez o esas personas que hacen algo para empujar los límites de la literatura”.
Acosta, justamente porque lo ha logrado, sabe que coronar un arte es extremadamente difícil, que empujar los límites del ballet, de la plástica o la música, requiere consagración, una extraña energía, una inexplicable sagacidad, y que dicho empuje solo se puede alcanzar cuando uno baila, pinta o compone desde la tabla última del desamparo.
Deberíamos leerlo por curiosidad, para ver cuán bien, ese maestro del salto y el giro, se bate con la fugacidad de las palabras. Si aceptamos su tono diáfano, saldremos satisfechos de la experiencia. Porque Pata de puerco ostentará un tono diáfano. Difícilmente Acosta falsifique un acento, imposte un estilo que no tiene, o pretenda alcanzar una categoría que como escritor no merece. De hecho, Acosta ha declarado que empezó por el título, un método que ningún narrador consagrado parece utilizar. Los narradores de cuerpo y alma empiezan por un personaje, una trama, un detalle vago, la estructura interna, una tesis cualquiera, que luego removerán u olvidarán con metódica destreza, pero nunca por el título.
Acosta, franco, empezó por donde le indicaba su inexperiencia. De ahí que Pata de puerco deba ser una novela al menos entretenida. Porque es una novela escrita por un bailarín, no por un bailarín devenido escritor, sino por un bailarín que ha incorporado la inconsciencia y la naturalidad de las ejecuciones perfectas y, por tanto, todo lo que haga lo hará bajo ese influjo y con esa disposición.
El día que abrí un libro de Amaury Pérez, lo tuve que cerrar asustado. Amaury intenta ser escritor, no cantautor, por eso escribe tan mal. Cuando estas aptitudes o deseos secundarios cobran un plano inadecuado, ocurre lo que le ocurrió a Dayron Robles. Que lo quisieron vender como lector, lanzaron campanas al aire ante un acto tan natural, y no se percataron que aquello encerraba una idea malévola. Es decir, Robles era deportista, y como deportista -siempre tan brutos- parecía un mérito supremo que leyera. Bueno, ahí lo tienen. Robles leyó tanto que se topó con Adam Smith, David Ricardo o algo de marxismo, y entendió que no le estaban dando lo que le correspondía, o sea, que la plusvalía de su trabajo nunca la había visto pasar.
Ahora se ha retirado y quizás, quién sabe, se dedique a la literatura. Si va a escribir, que lo haga con la misma limpieza con que saltaba las vallas, y no con la pose intelectual de un libro en la mano, como tantas veces la cámara equivocada lo tomó.
Acosta, por su parte, no tiene planes de seguir escribiendo. Su hija de un año de edad no le da tiempo para dormir, no le da tiempo para escribir, y redactar un libro que diga algo se las trae. Tanto como interpretar Espartaco. O bajar de los treces segundos.
Encontrarme con Carlos en uno de sus viajes a la Habana es uno de los recuerdos que atesoro. Ojalá pudiera encontrármelo de nuevo porque los autógrafos que le pedí para mi madre y mi hija se extraviaron en la mudanza. No creo que el valla a cambiar ningún límite en la literatura, pero voy a buscar su libro, porque estoy seguro que será interesante. Lo que si estoy seguro es de que el ya si empujo bastante los limites de la danza y la cubania de manera suficiente como para orgullecernos a muchos cubanos.
La actuación del London Royal Ballet en la Habana, fue un gran acontecimiento cultural que habrá que agradecerle siempre a Carlos Acosta.