Se encuentra a siete mil kilómetros del Río La Plata; por eso, lo que sucede en Cuba no siempre llega a estas regiones en correspondencia con su realidad. Las noticias sobre los hombres y mujeres que habitan la isla se van diluyendo o transformando en la medida en que varía la perspectiva y circunstancia de quien las escucha; así, del conglomerado de personas que la sociedad cubana muchas veces queda apenas lo que de ellas absorbe La Gran Historia.
Una buena manera de entender lo que también sucede en una sociedad será siempre acercándonos a su arte, al cine esta vez, y, sobre todo, al que construyen los más jóvenes realizadores, una generación que con nuevas estéticas busca liberarse de la tradición o, simplemente, pretende actualizarla tanto como sus visiones lo precisen.
En esa intención de ofrecer la imagen más amplia de un país complejo y diverso, la Muestra de Cine Joven Cubano en el Sur tiene una importancia aun no vislumbrada totalmente por los países a los que pretende llegar y por el propio país que difunde. Y hace tres años que esta historia comenzó.
Durante los dos primeros fines de semana de noviembre volvió a sus dos grandes sedes. Montevideo es la ciudad principal, porque allí radica desde hace cinco años la directora de la muestra, María Nela Lebeque Hay, quien es graduada de la Universidad de la Habana en Historia del Arte.
En Montevideo, donde sí hubo paneles y debates, la Sala Zitarrosa, el Centro Cultural de España, el Instituto Escuela de Bellas Artes, el Centro Cultural Terminal Goes y el Centro Cultural Florencio Sánchez le abrieron sus puertas. De hecho, además de los filmes cubanos, la muestra incluyó materiales del Festival Internacional de Escuelas de Cine de Uruguay.
Una semana después las proyecciones siguieron en Buenos Aires, ciudad donde el evento alcanza su segunda edición. Pese al esfuerzo de Labeque, sigue contando con muy poca difusión, incluso entre las comunidades de cubanos.
El viernes 8 a las seis de la tarde unas cinco personas, entre las que me cuento, esperaban a la entrada de la sala de proyecciones del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, la única sede porteña esta vez, y que, dicho sea de paso, queda dentro de la antigua Escuela de Mecánica de la Armada, lugar donde funcionó durante la última dictadura cívico-militar argentina uno de los centros clandestinos de detención, tortura y extermino.
Antes de sobrepasar la sala y disfrutar del estreno aquí de Un traductor, filme de Rodrigo y Sebastián Barriuso, Lebeque, también curadora de un evento que evidentemente dialoga con la Muestra de Jóvenes Realizadores organizada por el ICAIC, entregó a los presentes el afiche impreso para la ocasión. Con ese gesto, dijo, pretendía recordar la tradición de la cartelística en el cine cubano, algo que para la industria cinematográfica de la isla fue prioridad desde su fundación en 1959.
La idea sigue siendo encontrar nuevos públicos para el cine cubano, así como lograr que sus producciones lleguen a la mayor cantidad de personas posibles. “Queremos acercar la variedad de temáticas, de modos de hacer, de propuestas estéticas que manejan los realizadores jóvenes. También apostamos por esos realizadores que son cubanos y no están en la isla, así como por películas cubanas que no son hechas por realizadores cubanos, pero en cuya realización juega un papel muy importante la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños”, dijo.
Seguidamente vimos la coproducción de Cuba y Canadá con la cual La Habana participa en los Premios Oscar de este año. La historia despierta sensaciones múltiples. El espectador no encuentra esos temas reiterados en la cinematografía nacional y termina envuelto en una historia donde la política permanece, pero es superada por el conflicto humano de un profesor de lenguas extranjeras que abruptamente ve interrumpido su trabajo cuando lo destinan a un hospital de la ciudad para traducirle a los primeros pacientes víctimas de la catástrofe de Chernóbil.
La segunda jornada me la perdí. “La afluencia de público estuvo un poquito más animada”, me dijo Lebeque. Ese día proyectaron Ornitorrinco, de Reynier Cepero; Los amantes, de Alan González; Flying Pigeon, de Daniel Santoyo; La manzana, de Henry Disotuar; El zurdo, de Alberto Martín y el documental Roma, de Violena Ampudia.
El domingo, otra vez con asistencia similar a la del viernes, y con reiteración de rostros, vi la obra El secadero, de José Luis Aparicio. Humor negro, discurso de una para-realidad o de una realidad deformada que no deja de serlo y que pareciera resultado de la colocación en la isla de acontecimientos más propios de las grandes ciudades.
El filme me pareció interesante: buen trabajo de actores, buenos actores; algo parecido entiendo del montaje. En resumidas cuentas, es lo más parecido a lo experimental que vi, tema recurrente en esta muestra que, a propósito, el año pasado puso la obra Los perros de Amudsen, de Rafael Ramírez, material basado en un libro del poeta José Luis Serrano, premiado por la crítica este año
“La gente normalmente espera la mirada que siempre hay de Cuba: temas políticos o folclore”, dice Lebeque, quien para esta edición permitió a los realizadores subir sus obras a plataformas digitales para así incluirlas con mayor facilidad en la Muestra. “No se esperan que haya cine experimental y menos hecho por cineastas jóvenes. Buscamos provocar.”
El domingo se proyectaron además los documentales: El monte, de Claudia Claremi; Los viejos heraldos, de Luis Alejandro Yero y De las almas secas, dormidas, de Indiana Díaz Caraballo. También, los filmes Atardecer en el trópico, de Marta María Borras y Alberto, de Raúl Prado.
Así culminó su tercera edición la Muestra cinematográfica que pretende mostrarle los ciudadanos del Sur una Cuba que no solo es playas y mulatas, ruina o Revolución, música y baile las 24 horas; es, incluso, el país que los jóvenes van transfigurando a fuerza de imaginación.
El spot de la Muestra de Cine Joven Cubano en el Sur es muy sugerente: Un muchacho pide una cerveza a un barman de estas regiones, pero el hombre nunca llega a entregarle la jarra pues se distrae en una conversación perpetua sobre playas, tabacos, salsa y demás de nuestras benditas particularidades, cosas que, a veces, más que una virtud parecen nuestro mayor defecto.
La música no pudo ser mejor elegida, pertenece al legendario Irakere y es uno de sus clásicos. En tanto el barman diserta largamente sobre folclor y el joven cubano aturdido y ansioso aguarda por su “lager”, Oscar Valdés nos canta aquello de: Ese atrevimiento no, no te lo consiento, ese atrevimiento fuera de lugar y de situaciones que yo, yo no comprendo…