“Esto es Cuba”, les grita el chofer.
Alex Fleites. “Un día de suerte en almendrón por La Habana”.
Los eventos internacionales son como grandes avenidas de la globalización. De Londres a Beijing, de Montreal a Buenos Aires, de Moscú a Bangkok, resultan infinitas las convocatorias para discutir tanto temas humanos como divinos, relevantes e irrelevantes, de ciencias naturales y sociales.
Sirven, cuando son productivos, entre otras cosas para conformar un estado del arte y para un intercambio de saberes que a menudo pasa por la discusión y el enfrentamiento de paradigmas distintos que inevitablemente accionan en todas las disciplinas del saber humano.
Para poder asistir, la mayoría de los cubanos de la Isla que se lo proponen tienen que seguir un protocolo muy propio. Primero deben lograr la aprobación interna de sus superiores en la institución estatal donde laboran, e iniciar los correspondientes trámites migratorios —los pagan en pesos y no en CUC. Luego viene el mayor problema: el financiamiento necesario para transporte y manutención.
Como por una parte casi ningún centro de trabajo dispone de fondos para estos fines y por otra muy pocos individuos pueden costear de su bolsillo el pasaje de avión y la estancia en el país receptor, a diferencia de lo que ocurre universalmente, los organizadores extranjeros lo tienen que cubrir todo si quieren tener a un cubano en su escena.
Una vez en el terreno los cubanos se caracterizan por su espíritu gregario: a la hora de dormir sobrecargan las habitaciones de los hoteles o dependen de estructuras solidarias o de colegas generosos, que no escasean. Y a la de almorzar o cenar desaparecen como Houdini solo para verse a sí mismos en un Mc Donald’s, una taquería o un puesto de fritangas de México o República Dominicana. Naturalmente, el ahorro, esa gran virtud nacional, constituye la única manera de poder llevar de regreso una parte de los escasos fondos que se ingresan en un viaje de este tipo, para destinarlos a la reproducción simple de la vida cotidiana.
Y hay siempre, desde luego, su nota picaresca, visible cuando a un colega se le ocurre decirle a un académico cubano “vamos a tomar un café”.
Ahí es cuando la mano de cierto-tipo-de-cubanos, que parece fundida en plomo, no suele moverse hacia su bolsillo una vez terminado el consumo porque siempre asume que se trata de un costo que el otro tiene en cuenta, necesariamente, antes de levantarse del asiento.
Si se trata de compras, los visitantes no cubanos acostumbran a llevarse, abrumadoramente, un detalle del país, una bebida típica, una prenda de vestir o un simple souvenir como recuerdo de su estancia.
Aquí también funciona una variante peculiar del “excepcionalismo cubano”: van a los pulgueros y mercados para llevarse de regreso artefactos tan diversos como desodorantes, jabones, máquinas de afeitar, lápices labiales, condones, memorias flash, piezas de repuesto para sus PCs y equipos electrodomésticos, estos últimos bastante más baratos que en su país natal, incluyendo en este cálculo a esas tiendas a las que se accede con dinero plástico.
Negocio redondo: pagan la primera importación del año en pesos cubanos; el resto en CUC.
En Historia de la vida del buscón llamado Don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños (1626), Don Francisco de Quevedo y Villegas —entre cuyas obsesiones como escritor estaban los viejos, los avaros, los cornudos y Góngora— relata que este pícaro, quien “tenía la nariz entre Roma y Francia” y “dormía siempre de un lado, por no gastar las sábanas”, un día decidió huir a América buscando una situación más propicia para acomodarse, aunque al final no lo consiguiera.
Sin embargo, por esa misma época uno de los suyos se embarcaría en un galeón sevillano para establecerse en Cuba, Llave del Nuevo Mundo y Antemural de las Indias. Y lo haría para quedarse, como el arrullo de palma. El pícaro, el jodedor, el negrito del teatro bufo. Uno de ellos se llamaba Chanito Isidrón, más conocido como “el Rey del Punto Cubano”, quien gritaba: “Esto es Cuba, Chanito”.