No hace demasiado charlaba sobre el “encanto” de escribir obituarios. Ese término podría parecer anunciador de temas macabros, pero, al fin y al cabo, un obituario es como la crítica de arte, solo que en lugar de verter sentimientos y objetividades sobre determinada propuesta artística, se las verá uno ante la vida de otra persona.
Perdón si usted es susceptible al tema; hoy quiero hablarle de este asunto que, además, parece inherente al periodismo, un oficio carroñero al fin y al cabo, aun cuando cuente con altos miembros que ejemplifican los valores esenciales de la vieja escuela, para la cual la ética y el compromiso con la verdad eran lo fundamental.
Me viene a la cabeza un exquisito texto que leí hace tiempo. Se lo debemos al siempre bien recordado periodista neoyorkino Gay Talese. Forma parte de un libro suyo publicado en 1970, Fama y oscuridad, aunque ahora releo en su Retratos y encuentros, de 2003.
Se trata de “Don malas noticias”, la radiografía del periodista Alden Whitman, quien por 12 años fuera reportero en The New York Times. Allí, y gracias al editor AM Rosenthal, alcanzó celebridad por sus extensos obituarios, muchas veces mecanografiados a toda máquina, en una urgencia que más de una vez puso en riesgo su propia existencia de 52 años, momento cuando Talese decide seguirlo para meterse en el entresijo de un “obituarista”.
Describe Talese cómo, al subir al metro que lo llevara rumbo a Times Square un día, Whitman abre el periódico y lee que el político Henry A. Wallace no está bien de salud y que el reverendo evangelista William Graham ha visitado a su médico. Ambas confidencias no pueden más que avivar la idea de la muerte en una cabeza como la suya.
Llegará al periódico e irá directo a la “morgue”, una oficina repleta de archivos donde se acopiaban recortes de prensa y unas 2000 “necrológicas adelantadas”, algunas de las cuales, creía el periodista, era tiempo ya de poner al día.
Las “necrológicas adelantadas” parecen ser una necesidad de los periódicos. En quien las escribe, dejan una rara sensación. Al leer de antemano la muerte de alguien, se llega al convencimiento de que ha muerto por adelantado también, cuenta Talese.
“Para un redactor de obituarios no hay nada peor que la muerte de un personaje mundial sin que su necrológica esté actualizada”, creía Whitman y con él, Talesse. De hecho, aunque muchas de sus notas fueran redactadas a toda máquina, determinadas por la sorpresa de una muerte imprevista, el periodista tenía un sistema y lo cumplía fielmente antes de ponerse manos a la obra.
Su costumbre lo llevaba a entrevistarse con la persona sobre la que habría de escribir y con cuantos de sus más estrechos colaboradores, amigos o familiares le fuera posible. Nunca mencionaba la palabra “obituario” a la hora de establecer comunicación con ellos, claro está, pues necesitaba que los intercambios se dieran en un buen ambiente para lograr un criterio firme respecto a lo que debía plasmar en el resumen final.
Había sido capaz de viajar el mundo con tal de recoger testimonios de primera mano, aunque para lograr textos capaces de conmover, complacer y hacer justicia le parecía imprescindible, además, contar con “lucidez, precisión y objetividad”.
A medida que Estados Unidos se acerca a las 100.000 muertes por coronavirus, The New York Times decidió dedicar su portada de la edición impresa del domingo a rendir homenaje a 1.000 de los fallecidos con un obituario de una línea para cada uno https://t.co/eGnTniUOlj
— NTN24 (@NTN24) May 24, 2020
El obituario, para él, debía ser “una expresión viva de personalidad y carácter, así como una exposición concienzuda de los hechos principales de la vida de una persona (…) Tiene todas las características de una instantánea bien enfocada, cuanto más larga, mejor…”. Así lo recoge en sus libros The Obituary Book (1971) y Come to Judgment (1980).
Bajo estos principios, realizó todas aquellas entrevistas informales por las que también se hizo famoso. Se acercaba a las personas en cuestión mediante solicitudes escritas, con la advertencia de que la futura conversación iba a ser confidencial y que su propósito era “ayudar al periódico en la preparación de un ensayo biográfico adecuado”.
Pese a esa peculiar manera de canalizar su objetivo periodístico, que requería también mucha paciencia, varios fueron lo suficientemente astutos como para presentir el motivo oculto de aquellas búsquedas. Harry S. Truman, a quien Whitman había tratado de entrevistar desde 1964, al verlo llegar en 1971, le dijo: “Sé por qué estás aquí y quiero ayudarte en todo lo que pueda”.
Whitman confesaba sentir una especie de orgullo cuando lograba un buen texto, y el sentimiento derivaba en el deseo de ver aquel esfuerzo intelectual impreso en letras de molde. Tal sentimiento parece haber dominado a todos los escritores de obituarios por igual. Talese encuentra explicación en una antigua tradición de los periódicos norteamericanos, que no pagaban a sus escritores de obituarios hasta que la persona de la que escribían “pasara a mejor vida”.
La esposa de Whitman lo describía como un hombre “con mente de urraca, repleta de toda suerte de datos inútiles”. Sobre su mesa solía tener una “lista de vivos” a los que daba seguimiento y una “lista de aplazados”, compuesta por personalidades muy viejas que no habían muerto cuando se pensaba. Cuando se separaba de su buró, solía cubrirse la espalda con una capa como las de los antiguos condes. Esa era la imagen de este escritor de obituarios.
Mi criterio es que, en los tiempos que corren, hasta la muerte se toma más a la ligera. Los obituarios, aunque muchas veces memorables, generalmente no cumplen con aquellos códigos que Whitman estableció para su trabajo, tal vez porque era consciente de que incluso morir puede ser un mérito, dado que sabía de lo que estaba hablando.
Su vida tampoco había sido fácil. A los 23 años, recién salido de Harvard, unos matones la emprendieron contra él y le arrancaon todos los dientes. En 1956 reconoció ante el Subcomité de Seguridad Interna del Senado haber sido miembro del Partido Comunista entre 1935 y 1948. Se negó a nombrar a otros miembros y, por desacato al Congreso en el Tribunal de Distrito de los Estados Unidos, fue juzgado y condenado a 10 días de libertad condicional.
En 1965 sufrió una trombosis coronaria y entonces su “necrológica adelantada” recibió actualización por sus colegas. Ese año no murió; tampoco otros en los que la enfermedad o los accidentes lo acosaron.
El 4 de septiembre de 1990, a los 76 años, terminaba su vida con un derrame cerebral, en Mónaco. Entonces su obituario en el Times fue preparado por el comité de periodistas de la sección. “Lo habíamos reescrito tres veces”, confesó Thevin Horowitz, el editor de obituarios del periódico, cuando le preguntaron desde una agencia de prensa, movidos por la curiosidad y el morbo.