¿De dónde salió uno de los arquitectos del principal programa para América Latina del presidente Kennedy, padrino de bautismo de la Alianza para el Progreso, en 1961? ¿En qué manos pusieron Ronald Reagan (1981-88) y George W. Bush (2001-2008) sus más importantes oficinas para el hemisferio occidental: las que coordinaban la guerra de la contra en Nicaragua en los 80, y en el Departamento de Estado cuando el golpe de Estado fallido contra Hugo Chávez en 2002? ¿A quiénes escogieron Clinton y Obama para la segunda posición en la burocracia del Departamento de Defensa hacia la región? ¿Qué llevó a George W. Bush a elegir a su secretario de Comercio en su segundo mandato? ¿A qué obedece la propuesta del presidente Trump para candidato a presidir el Banco Interamericano de Desarrollo?
Las respuestas a todas estas preguntas tienen un ingrediente en común: se trata de un cubanoamericano. Más exactamente, uno que se opone al Gobierno y al orden económico, político y social prevaleciente en Cuba.
Ahora bien, si de la política estadounidense hacia la Isla se trata, la cuestión por despejar sería más bien hasta qué punto la presencia de cubanoamericanos en posiciones jerárquicas dentro de administraciones republicanas y demócratas prueba que esa política está dictada por un grupo de presión implantado en Miami. O visto de otra manera, en qué medida los órganos de mando de esa gran potencia han sido penetrados por unos cubanoamericanos que comparten la misma fijación ideológica, con el avieso propósito de “redireccionarla” en contra del orden cubano.
La cuestión anterior podría aterrizar en dos preguntas: ¿es que la designación de los susodichos decisores se explica por el poder de un lobby cubanoamericano que representa al exilio histórico? ¿Les toca a estos encumbrados cubanoamericanos ocuparse o incidir directamente en la política hacia Cuba? Lo que la historia revela no es tan así. Ernesto Betancourt, exfuncionario del Banco Nacional de Cuba, ya era un tecnócrata de la Organización de Estados Americanos (OEA) cuando fue elegido por los asesores de Kennedy para el proyecto de la Alianza. Otto Reich había servido como militar, consultor de negocios y administrador en USAID (US Agency for International Development) para la región cuando integró el equipo de Oliver North, sobrevivió al escándalo Irán-Contras, y ganó méritos para ser cooptado de nuevo por la diplomacia republicana. Pedro Pablo Permuy y Frank Mora pasaron la puerta giratoria que da acceso a staffers congresionales y profesores de universidades militares a los puestos interamericanos en el Departamento de Defensa, gracias al flujo y reflujo de administraciones demócratas. Carlos Gutiérrez era el CEO de la Kellogg (la de los corn flakes) al ser designado para Comercio por George W. Bush. Mauricio Claver-Carone ocupó cargos en el Tesoro bajo esa misma presidencia republicana, mucho antes de que Donald Trump se fijara en él, no precisamente por su labor de cabildeo anticubano en el Congreso, sino durante la campaña electoral en Florida, y lo invitara al equipo de transición en una administración republicana que ya había enarbolado la bandera de revertir la política de Obama en toda la línea.
Ciertamente, en la selección de personal del Gobierno estadounidense para impedir “otras Cubas” en el hemisferio, en 1960 y en los 80, debe haber tenido algún peso el anticomunismo de cosecha anticastrista en el curriculum de Reich y sobre todo de Betancourt. Seguro fue decisivo cuando hubo que nombrar al director de Radio Martí en el periodo 1985-2000, o a quien copresidiera (con Condoleezza Rice) la sonora Comisión de Asistencia a una Cuba Libre, de la que, por cierto, no se ha vuelto a saber desde 2006. En cualquier caso, todos sirvieron al Gobierno que los empleó, no en calidad de representantes de algún lobby cubanoamericano.
Hasta principios de los 80, a nadie se le ocurrió sostener que Playa Girón, el embargo multilateral también conocido como bloqueo, la Crisis de Octubre (o de los Misiles), el plan de operaciones encubiertas denominado Mangosta, la insurgencia que desencadenó una cruenta guerra civil (1960-1965), la impunidad de Omega 7, Alpha 66, CORU y otras organizaciones paramilitares en los 70 o alguno de los demás ejes de la hostilidad contra la Revolución respondiera al poder de un grupo de presión cubanoamericano. Más bien fueron parte de una política de fuerza, concebida, formulada y aplicada por los órganos de mando de la seguridad nacional, articulados en el National Security Council, donde han radicado las palancas decisivas de esa relación desde el inicio del conflicto, por encima de ninguno de los comités del Congreso.
Ese, o más bien, esos diversos grupos de interés cubanoamericanos estaban ahí cuando EEUU y Cuba se sentaron a negociar la paz en el suroeste de África en 1988, el acuerdo migratorio en 1994-1995, la devolución de Elián González en el 2000, la cooperación en previsión de derrame de petróleo en aguas cubanas, la colaboración en la intercepción de migrantes indocumentados y de narcotraficantes entre Guardafronteras y Guardacostas, el intercambio de información meteorológica, y otras prácticas a lo largo de los 90 y los 2000, incluso durante dos mandatos republicanos. También antecedieron al intercambio de presos y el restablecimiento de relaciones diplomáticas el 17D de 2014.
A todas esas acciones se opuso, en vano, ese influyente lobby cubanoamericano que los medios en Miami y en La Habana identifican, en insólita coincidencia, como causa eficiente de la política hacia Cuba.
¿Cuál ha sido (y es) entonces el poder real y el rol de esos lobbies anticastristas en la política estadounidense? ¿Su razón de ser?
Como botón de muestra, puede tomarse el comité de acción política (PAC, por sus siglas en inglés) dirigido en Washington por Mauricio Claver-Carone desde 2003, con el título de US-Cuba Democracy PAC, cuyos objetivos declarados han sido “la transición a la democracia, el estado de derecho y el mercado libre”, “oponerse a la legislación que prolongue el régimen de Castro”, “defender al Hemisferio Occidental contra las amenazas de este régimen” y “preparar a la próxima generación de líderes democráticos cubanos”.
En sus objetivos y medios, este conspicuo PAC no hizo sino seguir los pasos de la Cuban-American National Foundation (CANF), surgida 20 años antes a la sombra de la administración Reagan, y que patentara la fórmula de hacer política local “a la americana”. Tras las huellas de la CANF, que arriara, por cierto, la bandera del embargo en 2009, la fórmula del US-Cuba Democracy PAC ha consistido, según sus palabras, en “recaudar fondos para distribuir en forma de contribuciones políticas a candidatos que están postulados para el Congreso de los Estados Unidos y quienes se opongan a cualquier medida económica qué, directa o indirectamente, financie y prolongue la maquinaria represiva del régimen Castrista y, que se comprometan a apoyar una legislación que busque intensificar el apoyo al movimiento interno de oposición en Cuba”.
Medido por su despliegue en ese tablero de grupos de interés y flujos de capital que entretejen la curiosa trama de la democracia en Estados Unidos, este PAC ha alcanzado logros puntuales, igual que antes la FNCA en el dominio de la maquinaria política del sur de la Florida. Sin embargo, no tanto en sus objetivos declarados hacia la Isla, es decir, cambiar el régimen, defender al hemisferio de su amenaza (aislarla) y adiestrar a los nuevos dirigentes cubanos. Para decirlo en la jerga del béisbol, si bien han hecho carreras en el campeonato de política americana bajo administraciones republicanas, no han logrado ganar un juego en la liga cubana.
Ahora bien, si se pensara que ese juego no encuentra su sentido en el terreno de la Cuba de aquí, sino que es más bien un gallardete para competir en el de la política doméstica de allá, en particular dominar la de la Florida e incidir en la de Nueva Jersey, así como colocarse en la liga mayor de la política exterior hacia la región, se vería con más claridad, al margen de sus discursos patrióticos, que la lógica no es tanto la de un exilio determinado a regresar y hacerse cargo de la Isla en un momento indefinido, sino la de manejar una muy concreta industria local llamada anticastrismo, que produce dividendos políticos y financieros.
Si se imaginara por un momento, digamos que con fines heurísticos, que este grupo cubanoamericano recalcitrante tuviera sus manos bien puestas sobre las palancas de la política hacia Cuba y que sus motivaciones fueran estrictamente ideológicas, entonces no se transaría por nada menos que los requisitos enunciados en el título I y II de la Ley Helms-Burton, es decir, la rendición y el traspaso incondicional de las decisiones, según su propio programa de reversión y desmantelamiento de todo lo establecido en Cuba.
En otras palabras, ese escenario no se limitaría a acordar que todo lo llamado Revolución y socialismo ha sido un error, una desviación en el curso de la vida de la nación, y a redimir a las partes en un proceso de reconciliación y confesión mutua de culpas y perdones, como algunos imaginan en el marco de lo posible. Según sus propios términos, se trataría de aprobar a quienes van a dirigir, certificar las reglas de una economía neoliberal de pura cepa, rediseñar las instituciones de seguridad y defensa y, desde luego, refundar el estatuto de las relaciones con Estados Unidos y un sistema político que lo asegurara.
Al margen de ese escenario virtual, y volviendo al ámbito de la política real, quizás el lado más oscuro de esa fuerza anticastrista no sea, sin embargo, la prédica de odio ni el deterioro real que puedan causar al entendimiento entre los Gobiernos de Estados Unidos y de Cuba, sino su capacidad para hegemonizar la cultura política de la emigración, estigmatizar a todo el que procure el entendimiento, preservar la horma del anticastrismo como patrón de cultura política correcta-correcta, apretar las clavijas de una mayoría silenciosa que prefiere la normalización, pero no quiere buscarse problemas, así como brindar argumentos a los que, del lado de acá, recelan del diálogo con unos cubanos afines al interés nacional de Estados Unidos. El principal efecto de esa fuerza es reavivar el encono y la desconfianza entre los cubanos de la Isla y los de la emigración.
Los hitos que esta rápida máquina del tiempo ha recuperado para nuestra conversa de principiantes, y que algunos conocedores parecen soslayar cuando definen el conflicto como un “diferendo bilateral”, ilustran el papel asignado a los “cuadros” y la constituency del exilio histórico para la región. Aunque a la larga hayan sido ineptos para los fines de la política cubana de Estados Unidos, sí han resultado instrumentales para perseguir sus metas en América Latina y el Caribe.
Ejemplo al canto es la reciente designación de Claver-Carone como candidato de Trump para el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), con el fin de asegurar “el liderazgo de Estados Unidos en importantes instituciones regionales y el avance de la prosperidad y la seguridad en el hemisferio occidental”. Este evento también sirve de termómetro para medir la contradictoria situación latinoamericana respecto a los años de la guerra fría. Si bien una quincena de Gobiernos de la región ya se han alineado con el candidato de Washington, un notable grupo de expresidentes y excancilleres latinoamericanos, no precisamente afines a la ideología cubana, han expresado su rechazo conjunto al “nombramiento propuesto de un ciudadano norteamericano en el BID” y su consternación por “esta nueva agresión del Gobierno de los Estados Unidos al sistema multilateral basado en reglas convenidas por los países miembros”.
Esta designación de última hora, obviamente ajena a la relación con Cuba, implica que el trumpismo, incluso si fuera derrotado en noviembre, procura colocar en el sistema interamericano a cuadros dedicados a continuar America First, una perspectiva mucho más amenazante para el hemisferio que los avatares de la relación de Estados Unidos con la Isla, que, como se sabe, no es miembro del BID, la OEA, ni el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR).
Según se puede advertir, las futuras relaciones Estados Unidos-Cuba, como las pasadas, siguen jugándose en varios terrenos a la vez, bajo el arco geopolítico ya apuntado.
Cómo incide en esa dinámica lo que pase dentro de Cuba y el grado en que el Gobierno cubano modifique sus políticas, incluyendo la aplicada durante la administración Obama, es algo mucho más complejo que un forcejeo en torno al “obamismo” o a la supuesta voluntad cubana para “implosionar” el curso de la normalización a lo que la reducen las visiones ideológicas de un lado y de otro. Analizar esa complejidad geopolítica requiere ver más allá.
Profesor: con su permiso,pero : por que usted ha obviado el problema principal de todo este asunto ? Creo que la permanencia en cuba de un Regimen totalitario enemgo de los EEUU durante 60 anos,debe causar muchos temores al gobierno de los EEUU.No solo por el pueblo cubano,sumido en la miseria y la represion de sus derechos,sino por el pueblo norteamericano,expuesto,por su cercania geografica,a los caprichos de un gobierno que no permite control ni de su propio pueblo.Y considera la exigencia de transparencia , un acto de ingerencia !!!