Cada cuatro años, en el mes de junio, el mundo se paraliza. Cuba no se clasifica al Mundial, pero el fútbol se vive en Cuba como pocos deportes. Por eso, cuando el gran protagonista del partido inaugural, Yuichi Nishimura, dio inicio a la Copa Mundial de Fútbol Brasil 2014, yo estaba en casa del Kike, un punto álgido de fiestas y encuentros, ubicada en Centro Habana. Todos los deportes precisan de los fanáticos y el más universal no es la excepción.
Hay algo especial en mirar la caja mágica con un grupo de amigos que difieran en criterios y pasiones; el deporte y la soledad no congenian, no hay nada más aburrido que un juego de fútbol a puertas cerradas o sin ningún tipo de transmisión, algo así como el Campeonato Nacional de Fútbol. El mundial es diferente, millones de persona se trasladan a un punto del planeta para apoyar a los suyos, como si las vidas les fuesen en ello. Tomemos como ejemplo a Costa Rica, el sorteo la relegó a un grupo donde las posibilidades de lograr siquiera un punto parecen imposibles, y aun así, los ticos estarán respaldados por los suyos; sonará tonto, pero la fiesta del mundial es tan grande, que para las pequeñas selecciones de la CONCACAF o la AFC lo importante es disfrutar y no ganar el evento.
De vuelta a Centro Habana, donde se sentían los nervios de Brasil como si estuviésemos en el Arena Corinthians, cinco amigos disfrutaban del encuentro con sentimientos encontrados. Uno deseaba la victoria de Brasil, los otros cuatro rogaban por un milagro real, posible: la victoria de Croacia, ya fuese a través de un latigazo de Modric, una genialidad de Rakitic o del olfato menguado de Olic. Pero a veces Dios tiene maneras incomprensibles de actuar, y un país tan católico como Brasil debió preguntarse si el castigo divino por el despilfarro sería el harakiri. El silencio del estadio se reflejó en Cuba, y la hinchada brasileña con nacionalidad cubana dejó de respirar cuando las cámaras apuntaron el rostro de Marcelo. Un deja vu. Alcides Ghiggia y Moacyr Barbossa se fusionaron en una misma persona para el horror de la seleçao; fue tan fuerte el golpe, que Brasil se olvidó de los nervios y apeló a la épica, al desespero y al terror para alcanzar la meta croata. Cuando celebré el gol y vociferé en contra de la “canarinha”, a excepción de los socios allí presentes, nadie me apoyó en Centro Habana, al parecer, zona brasileira en tiempos de Mundial.
El reloj, la sólida defensa y el mediocampo croata le jugaban una mala pasada a los anfitriones, y eso aumentaba los índices de mi felicidad. Nada en contra de Brasil, pero ver el horror de una nación a causa de once hombres y una representación en miniatura del planeta negada a favorecerlos es hermoso. Pero duró poco. Mi alegría fue troceada por un crack que solo me dio angustias con el Barcelona. Neymar hizo olvidar su gris temporada de un brochazo y le devolvió el alma a un país que no está preparado para una eliminación tempranera. Centro Habana gritó como si fuese una favela más de Brasil.
De ahí en adelante comenzamos a especular. Que si empate, que si Croacia no aguantaba, que si los laterales de Brasil dejaban demasiados espacios, que si el mediocampo de Modric los tenía asfixiados, que si la canarinha acusaba la ausencia de un diez, que si Ronaldo debió entrenar para ser titular y no perder el tiempo organizando la Copa, que si Diego Alves debió ser convocado, en pocas palabras, que si los anfitriones ganan el mundial, es porque habrán más Nishimuras.
Cuando el policía nipón decretó una pena máxima inexistente, sus colegas de Tokio dejaron de tener los ojos rasgados y media Cuba gritó de alegría. Para nadie es un secreto la simpatía de los cubanos por la verdeamarelha y si tocaba ganar el juego a través de una injusticia, ¿qué más nos daba a nosotros, tan acostumbrado a los desatinos de la Serie Nacional? Claro, el temor volvió a apoderarse de todos por una fracción de segundo, cuando Pletikosa acarició el cobro de Neymar. La ventaja de Brasil llegó en el minuto 71, gracias a un hombre con fama de justo. Pudo más la presión de la torcida, la corrupción de la FIFA que el honor de los samuráis. Fue un golazo el de Óscar, un bálsamo para curar las heridas recibidas en cada embestida rival, la lápida sobre la tumba cavada por Yuichi y aún así, no había caras tristes en La Habana. Las victorias se disfrutan y punto.
Después rumbo a casa, en varias esquinas vociferaban sobre fútbol. Cada cuatro años, el beisbol se va por el retrete y el más universal tomo su sitio, por eso aquellos que ven el deporte como una conquista política tiemblan cuando los niños prefieren patear un pedazo de cuero e imitar estrellas foráneas antes de disfrutar un anémico torneo de pelota.