“¡Tamales!”, gritó el hombre desde el fondo del coche y todos viramos la cabeza.
Era un mulato nervudo, de edad indescifrable, que se movía despaciosamente al ritmo cansino del tren, mientras despachaba con pericia los bultos envueltos en hojas de maíz. Por un momento temí que no llegara hasta mí, que la voraz tropa universitaria —de la que yo era parte y que devoraba sin contemplaciones todo lo que cualquier vendedor ambulante paseara ante sus ojos, lo mismo caramelos que pan con averigua, cremitas de ¿leche? que las por entonces muy de moda pizzas de yuca—, apenas lo dejaría caminar, que caerían encima de él como pirañas sobre su presa. Pero, de alguna forma, se las arregló para avanzar, para capear a la turba desaforada y seguir sacando tamales de un cubo que parecía no tener fin.
Poco antes de llegar hasta mi asiento, más o menos a la mitad del coche, el hombre volvió a gritar “¡tamales!” varias veces, alborotando aún más a quienes todavía no masticaban las masas harinosas, y cualquier duda o escrúpulo que pudiese tener sobre su demandada mercancía se disipó mágicamente a la par de los crujidos de mi estómago.
De más está decir que, llegado el momento, me sumé a la entusiasta cohorte de compradores y paladeé con fruición los dos tamales que me permití. No tenían ciertamente ni la mitad del tamaño de los que, años atrás, solía preparar mi abuela, ni tampoco el más mínimo acompañamiento cárnico, impensable por entonces en Cuba, en la medianía de la década del 90. Menos aún derrochaban la ternura del maíz que con ingenuidad había imaginado, ni su olor, si acaso lo tenía, alcanzaba para borrar de mi nariz la combinación de herrumbre, humo y orines que emanaba de cada centímetro cuadrado del tren. Pero, incluso así, me supieron a gloria después de tres horas de zarandeos y resoplidos ferroviarios, de paradas constantes y demoras sin sentido en cualquier paraje de la geografía camagüeyana.
El tren, que venía desde Santa Clara —¿o era desde Morón?—, tenía como destino Santiago de Cuba, en cuya universidad, la de Oriente, había comenzado a estudiar hacía solo unas semanas, y donde estudiaba también buena parte de mis compañeros de viaje. Lo había abordado en Camagüey, mi ciudad natal, y ya cuando los tamales empezaban a hacerme digestión la bestia ferrosa cruzó la frontera con Las Tunas y comenzó a adentrarse, en propiedad, en la región oriental.
Pasaron una, dos, tres o cuatro horas, no sabría decirlo, y el tren estaba ahora en una zona imprecisa, en el este tunero o el sur de Holguín, cuando escuché nuevamente la voz del tamalero.
“¡Hayacas!”, gritó esta vez y por un momento pensé que se trataba de otro vendedor. “¡Hayacas!”, repitió y ya no tuve dudas de que al voltear la cabeza vería, como en efecto vi, al mismo mulato nervudo avanzando despaciosamente desde el fondo del coche, sacando más bultos envueltos en hojas de maíz de su cubo infinito, mientras a su paso crecía la masa de ávidos aspirantes a compradores, que él lograba sortear —y a la vez complacer— con la habilidad de un maestro de artes marciales.
“¿Hayacas?”, pregunté desconcertado, más preocupado por la palabra que escuchaba por primera vez que por el misterio, todavía inexplicable para mí, de la infinitud de su mercancía, neófito como era en ese momento en las diferencias regionales del español hablado en Cuba. Entonces, mi compañero de asiento, camagüeyano como yo, pero ya con tres años en la universidad santiaguera, me explicó divertido. Él también, me dijo, había pasado por lo mismo, y como él tendría que adaptarme y aprender, insistió, si aspiraba a graduarme en el Alma Mater oriental. Para cuando el tamalero convertido en hayaquero llegó nuevamente hasta donde estábamos, ya no solo sabía que el tamal y la hayaca eran lo mismo, sino que también lo eran el platanito y el guineo, el mamey colorado y el zapote, la frutabomba y la papaya —sonrisa pícara mediante—, y el plátano burro y el fongo. Y faltaba mucho más.
En realidad, las cosas eran más complicadas y ricas que mi aprendizaje iniciático en aquel tren. En la Universidad de Oriente conocí y conviví con jóvenes de media Cuba, y con ellos compartí no solo el aula y la beca, la comida y la amistad, sino también las palabras, el lenguaje que los identificaba. Los había lo mismo de Sancti Spíritus y Ciego de Ávila, en el centro de la Isla, que de Baracoa y Maisí, en el extremo este del país; de las llanuras de Camagüey y Las Tunas que de la empinada Sierra Maestra. Y aunque el idioma era el mismo, todos teníamos nuestras diferencias y peculiaridades.
La universidad era entonces una especie de Torre de Babel, un sitio donde compartíamos lo que éramos y nos mezclábamos, donde aprendíamos no solo de los profesores, sino también entre nosotros mismos. Las palabras, primero que todo.
Siempre había, claro, quien se atribuía una —ciertamente inútil— superioridad, quien se vanagloriaba de hablar mejor que el resto, quien luego de cinco años de estudio —o siete, como en mi caso, gracias a un cambio de carrera— se marchaba con la misma o aun con más pedantería que la que ya tenía al entrar. Pero, muchos otros, quiero creer que la mayoría, lo hicimos con todo ese aprendizaje a cuestas, con esa experiencia de vida capaz de convertirnos en mejores personas, de hacernos entender que, más allá de la forma en que hablábamos, todos éramos igual de cubanos, y que decir “macho” en lugar de “cerdo” o “puerco”, o hablar con tal o mas cual entonación, no es razón para discriminaciones, como no lo es el color de la piel o la orientación sexual.
Veinticinco años después de aquel viaje en tren, veinte de ellos viviendo en Santiago de Cuba, y con amigos repartidos por la propia Santiago y Holguín, por Granma y Guantánamo, y también a lo largo de toda Cuba y medio mundo, ya no puedo recordar bien, ni me interesa hacerlo, dónde es que se dice “pluma” y dónde “pila”, dónde “frazada” y dónde “colcha”, dónde “balance” y dónde “sillón”, dónde “cubo” y dónde “balde”, entre muchas otras palabras. Todas están hoy en mi memoria y en mi vocabulario, e incluso ahora, que vivo en La Habana, me vienen indistintamente a los labios cuando estoy frente a los objetos que ellas nombran. Tampoco me escandalizo o pongo cara de burla cuando alguien cerca de mí dice “zapote” o “guineo”, “fongo” o “hayaca”, porque yo también lo sigo diciendo, y con mucho orgullo.
Así comencé a hacerlo desde aquel día, dos décadas y media atrás. Quizá sin darme cuenta entonces de todo su significado, pero consciente de que ya no era el mismo de minutos antes, que algo había cambiado para siempre tras la pragmática explicación de mi coterráneo. Cuando el vendedor llegó hasta mi asiento, y me miró expectante con el cubo de tamales asido a su nervuda anatomía, no tuve dudas al hacer mi pedido: “me pones dos hayacas, pero de las de abajo para que no estén tan frías”.