“Allí donde está el peligro, crece también lo que salva”
Friedrich Hölderlin
Desde hace un año “la parca” desfila diariamente ante los ojos de Nicolás Valente. A pesar de eso, cuando interactúa, te mira y te habla, apacibilidad y unas ganas desenfrenadas por la vida destilan de este joven.
Nico, como le llaman sus allegados, es médico del Hospital Inter Zonal General de Agudos “San Roque”, en la localidad de Manuel B. Gonnet, en La Plata, Argentina. Hace apenas un año Valente terminó la especialidad de Clínica Médica y, desde entonces, forma parte del equipo de especialistas abocados a la sala de cuidados intermedios para pacientes infectados con el virus SARS-CoV-2.
Esa sala, en el contexto de la pandemia, es uno de los sitios de mayor riesgo y complejidad del hospital.
En la guardia, minuto a minuto
Es domingo. Cuando Nicolás despertó, en su casa, aún no había amanecido. Como es otoño en el hemisferio Sur, los primeros rayos del sol los alcanzará a ver cuando la luz traspase por el ventanal del cuarto acondicionado para el personal médico en el hospital.
Sí, porque por voluntad propia y la urgencia de los tiempos que corren, este galeno de 31 años trabaja de lunes a sábado; mientras, usa el séptimo día de la semana para…hacer su guardia.
El joven llega al “hospi” —como suelen llamar cariñosamente a esta institución sus trabajadores— sobre las 7:00 am de forma habitual. Ahí, en el cuarto para el personal médico, a pocos metros de donde están sus pacientes, se prepara unos mates, pone algo de música y se dedica a repasar una por una las historias clínicas de los internos. Esa hora será el tiempo más distendido que tendrá hasta que retorne a su casa, pasadas las 8 de la noche.
“Siempre me despertó curiosidad el funcionamiento del cuerpo humano. Hay muchos misterios ahí y la mejor forma para descubrirlos es la medicina”, me confiesa Nico sobre su vocación mientras lo acompaño, cámara en mano, por los pasillos de la sala que tiene a su cargo.
Por eso escogió dedicarse a la medicina interna, la especialidad encargada del cuidado integral de la salud del paciente adulto.
“Me resulta fascinante comprender qué es lo que está sucediendo con un paciente de manera oportuna para ofrecer un tratamiento adecuado. Y cuando no se puede, pues ser su contenedor y el de su familia. Son aspectos humanistas de esta especialidad, y en general de la medicina, que enamoran”, confiesa.
A las 8:00 am comienza formalmente su guardia. Nico intercambia con el doctor Maximiliano, el compañero que ha estado toda la noche y madrugada a cargo de los pacientes. Ambos pasan revista a los internos. Se detienen en los casos críticos, en los que han tenido alguna anomalía o complicación en las últimas horas. Nico hace anotaciones en un papel que lo acompañará durante toda la jornada, como una hoja de ruta.
De ahí parte a visitar a los enfermos, uno por uno. Lleva colgado en su cuello el estetoscopio. A esta célebre representación de doctor ahora se le ha sumado un oxímetro de pulso. Este pequeño aparato digital se ha convertido en el dispositivo estrella durante la pandemia, porque sirve para medir la saturación de oxígeno en sangre de forma indirecta y eficaz.
Antes de sobrepasar el umbral de cada puerta, Nico se viste con los equipos de protección personal como dicta el reglamento. Usa doble barbijo (mascarilla), uno N95 y otro quirúrgico, camisolín, una máscara facial y guantes de látex. Tras cada uno de esos pasos higieniza sus manos con alcohol en gel.
Esa rutina, como una coreografía que ya le es natural, la repetirá en incontables ocasiones y de manera inflexible durante el día. Cumplir con ese protocolo le permite resguardar su vida y, en consecuencia, las de quienes estamos bajo sus cuidados. El personal de salud se cuida al extremo. Son conscientes de que, de contagiarse, no es solo su salud la que está en juego sino que quedan inhabilitados para ejercer su profesión cuando más se le necesita.
Una vez con el paciente, antes de cualquier acción estrictamente médica, Nico habla pausado, pregunta cómo se siente, le mira a los ojos y toma su mano. No importa, incluso, que esa persona pueda estar adormecida por los fármacos, con una campana de oxígeno o, en el más crítico de los casos, con ventilación mecánica.
Ese contacto humano es uno de los pocos alicientes que tienen estos enfermos durante el calvario que es una larga y solitaria internación.
“No podría distinguir entre lo personal y lo profesional. En la salud pública y, especialmente en el Gonnet, me he formado como médico, pero más como ser humano. Aquí aprendí la importancia de ser un servidor del Estado y trabajar para generar mayor accesibilidad a las personas a una salud pública de calidad. Por suerte somos muchas personas las que compartimos esos mismos valores. De ahí se nutre nuestra dedicación, a pesar de que hay días peores y otros mejores, a pesar de las deficitarias condiciones materiales, del cansancio físico y mental o de los salarios que no alcanzan”, remata mientras se acomoda su ambo —como se le llama en Argentina a la bata médica— el doctor Valente.
Las visitas personalizadas lo mantendrán ocupado hasta el mediodía. Después pausa unos minutos para almorzar y, cuando parece que la intensidad de la jornada pudiera bajar un poco…suena el teléfono.
Del otro lado del aparato se alcanzan a escuchar voces acongojadas. Familiares de pacientes, desesperados por saber el estado de salud de los suyos. Con paciencia, conciso y sin usar palabras técnicas, el doctor les da el parte. Esta —la atención a las llamadas reiteradas de familiares— es otra de las actividades que repetirá una y otra vez, como si fuera un call center.
Mientras esto ocurre, en una sala de espera se encuentra un señor de unos sesenta y tantos años. Con lágrimas en los ojos y temblando pregunta a todo el que pasa por el doctor Nicolás. Hace 12 días que su esposa está internada en la sala de cuidados intermedios. Se acaba de enterar que ha involucionado y que están por intubarla.
“Estoy desesperado. Ambos nos infectamos con COVID-19 y yo zafé. Pero ella se complicó y hubo que ingresarla. Necesito escucharlo a Nico. Ese pibe me da tranquilidad”, me dice en sollozos, antes de encontrarse con el médico.
El hormigueo del personal de salud en el hospital es incesante. También son constantes las personas que llegan hasta la guardia con múltiples síntomas y sospechas de infección por COVID-19: en las dos últimas semanas esas consultas se han incrementado en un 400 %.
“Lamentablemente la mayoría de esos casos serán internados”, me dice Nico mientras enfila nuevamente hacia las habitaciones de los pacientes. Esta vez los espía desde la puerta, a través del vidrio. Se cerciora de que todo está en orden.
Entonces interrumpe ese recorrido y sale disparado hasta otro sector, a una de la habitaciones de terapia intensiva para asistir a dos colegas en una intubación y conectar a un respirador mecánico a una paciente con un cuadro muy grave. Lo mismo hará en un rato, en el tercer piso, en el área de tomografía.
“En la guardia velamos por todos los pacientes con mayor o menor gravedad. Somos un colectivo. Es una situación tan crítica que requiere que estemos siempre atentos. Y dar una mano donde sea”.
Es constante y angustioso el vértigo que se vive en este sitio. Es como estar en una batalla que se libra minuto a minuto.
Muchos países del mundo atraviesan el peor de los escenarios desde el inicio de esta pandemia. En Argentina, en particular, transitamos por una segunda ola de contagios, acelerada por nuevas versiones del virus, con mutaciones más agresivas. A pesar de todos los esfuerzos, medidas de prevención, una campaña de vacunación que aunque lenta avanza sostenidamente, cada día los contagiados sobrepasan los 23 mil casos y hay un promedio diario de 400 víctimas fatales. Los datos también indican que las personas de riesgo no son solo los mayores de 65 años.
Entre el personal médico no manejan el término “segunda ola” sino que hablan directamente de “tsunami”. No es para menos, pues cada día se vive al límite de que colapse el sistema de salud.
Inicialmente las habitaciones en el Gonnet estaban preparadas para dos camas. Los pacientes eran ubicados de acuerdo al grado de complicación y, para mayor privacidad, por género. La gravedad de la situación hizo necesario sumar una cama más a la mayoría de los cuartos, habilitar nuevos espacios para terapia intensiva y agrupar a los pacientes sin tener en cuenta su género.
Hoy, una de las prioridades es evitar el dilema de a quién colocarle un respirador mecánico cuando queda solo uno y lo demandan varios pacientes. Los recursos son finitos y todo el tiempo se está al borde de la encrucijada de la última cama, del último balón de oxígeno.
Para que eso no suceda en esta institución hospitalaria, a la sala de terapia intensiva e intermedia de COVID-19, antes exclusivamente en el primer piso, se sumaron otras dos para pacientes de menor complejidad con esta patología.
Hasta las 14:30 pm del domingo en que seguí la rutina del doctor Nico, habían 73 personas internadas. La ocupación de camas del hospital sobrepasaba el 90%.
Según estadísticas del Ministerio de Salud de la Nación, de cada 10 personas que ingresan por COVID-19, 6 terminan en terapia intensiva. De esas, dolorosamente, solo un 40 % se salva. Una realidad espeluznante.
Recorro las salas y me impactan las miradas tristes, casi apagadas de los pacientes que aún están conscientes. Advierto rostros de mucho miedo e incertidumbre. Es tan traicionero este virus que puedes estar estable y, de un momento a otro, desestabilizarte y necesitar de un respirador mecánico.
El dolor es más agudo cuando alcanzo a observar a personas inertes, bocabajo, que se mantienen con vida gracias a la maraña de cables, tubos, sueros y monitores que los rodean. Escenas dantescas.
Entretanto el personal asistencial de salud y el de servicio no paran de trabajar. Se les nota visiblemente agotados pero es impresionante cómo no bajan la guardia. Tras un año de batalla siguen “al pie del cañón”.
Entonces pienso en esa otra realidad espeluznante que coexiste a las afueras del hospital. Sí, porque vivimos en dos universos paralelos y completamente distintos, a juzgar por la cantidad de personas que merodean sin ton ni son por las calles, los que no usan el barbijo correctamente o no acatan las medidas de prevención, los que hacen fiestas clandestinas o inundan bares y restaurantes para festejar. También por la “infodemia” (el término se refiere a la abundancia de información sobre un tema concreto) alrededor del virus que, como la plaga de la que deriva, copa canales de televisión, diarios, portales web o redes sociales. Disputas políticas por el manejo sanitario, disputa geopolítica por la distribución mundial de las vacunas.
Si este virus nos ahoga, la hipocresía social nos asfixia. Al final pensamos que con aplaudir unos segundos a los héroes sanitarios desde la comodidad de nuestras casas purificamos nuestras responsabilidades sociales.
Pero los que constantemente nos salvan del virus mortal no necesitan de nuestros aplausos sino que seamos capaces de dimensionar la gravedad de este asunto y actuemos en consecuencia de los que se nos indica.
Para Nicolás, una de las cosas más duras por las que atraviesa el personal de salud frente a esta pandemia es “la incertidumbre y cómo la muerte nos pisa los pasos. Es muy difícil manejar los tratamientos, comportamientos y manejos de este virus. Aprendemos sobre la marcha y eso nos deja una sensación de impotencia. Es angustiante ser testigo de cómo hay pacientes que se complican y fallecen a pesar de todos nuestros esfuerzos. Pero eso no nos puede hacer decaer. Tenemos que renovar nuestras fuerzas y seguir adelante”.
Por otra parte, entre las tantas enseñanzas que ha sacado de este tiempo mordaz, el joven doctor apunta:
“La pandemia nos ha demostrado que nadie se salva solo. La solución de toda esta debacle es colectiva. En tal sentido la salud pública, y el Estado como regulador, tienen un rol protagónico. Ya está a la vista que el mercado no te cuida. Nos salvamos con acciones concretas y políticas públicas. Con todas sus limitaciones, el hospital público se las agencia para colocar una cama más y asistir a la persona que la necesite sin preguntar por su condición socioeconómica. Por eso defendemos el hacer colectivo y la salud pública en primera instancia. Siento mucho orgullo y compromiso por ello”, asevera.
Acaece la tardecita cuando me despido de Nicolás, a quien le quedan varias horas de largo bregar.
En el jardín del hospital me cuentan que una señora, arrodillada, reza en silencio. Lo más seguro es que le ruega a algún poder divino por la salvación de un ser querido que ahora mismo yace en alguna cama del Gonnet. Puertas adentro, en medio del dolor y la borrasca, también hay actos de fe y esperanza, solo que, en este caso, la divinidad radica en la ciencia y en el quehacer y compromiso diarios del doctor Nicolás y sus compañeros para sanar la vida.
Felicitaciones x la gran vocación que demuestra Nicolás!!! Dios y la Virgen siempre cuide y bendiga a todo el personal de salud!!