El Paseo del Prado, antes llamado de Isabel II, fue una de las obras públicas ampliadas tras la primera intervención militar estadounidense a Cuba (1898-1902). Entonces pavimentaron el corredor central del Paseo de la manera como lo tenemos hoy e hicieron sembrar álamos. Y lo más importante: lo conectaron con el Malecón, cuyas obras se iniciaron en mayo de 1901, y que originalmente era un tramo de unos 500 metros entre el Paseo y la calle Crespo. En mayo de 1902 a la ciudad le nació una nueva arteria: la llamaron entonces la Avenida del Golfo. Al primer tramo del Malecón —esto es, a la parte construida durante las dos primeras décadas del siglo pasado—, se le denomina Malecón Tradicional.
Se trata, por definición, de una zona histórica, “comenzando por los edificios que dan a la calle San Lázaro y continuando con sus ampliaciones hacia el frente de Malecón. La mayor parte de los edificios, con un porcentaje próximo al 77 % (129), fueron construidos antes de 1920. Entre las décadas de 1920 y 1940 se construyó el 14 % (23 edificios) y entre las décadas de 1940 y 1950, el 9 %”.
No obstante, el Malecón Tradicional es hoy zona de derrumbes. En uno de los últimos, ocurrido en abril pasado, un peatón que transitaba por una acera sufrió lesiones graves al venirse abajo un muro. De acuerdo con el testimonio de un vecino, “estaban trabajando los obreros de la brigada de demolición, cuando un enorme muro se derrumbó estrepitosamente. Las piedras y ladrillos tumbaron la valla metálica perimetral y aplastaron a un señor que pasaba por la acera”.
El lamentable incidente no es sino expresión del deterioro del área, consecuencia de dos problemas básicos: la acción del salitre y la falta de mantenimiento. De acuerdo con un estudio de dos arquitectos, “en la actualidad el estado técnico general es malo debido a que el tiempo de vida útil de los sistemas constructivos ha expirado, unido al deterioro provocado por la agresividad del medio a través del aerosol marino y el escaso mantenimiento. Gran parte de los inmuebles están convertidos en casas de vecindad, lo que conlleva a la sobrexplotación y las adecuaciones arbitrarias, siendo este otro de los factores que aceleran el deterioro”.
Este hecho remite a un problema más general, dramático y reiterado: el de la vivienda en Cuba. De acuerdo con cifras oficiales, en la Isla hay actualmente un déficit habitacional de alrededor de 929 mil 695 viviendas. En cuanto a su calidad, 1.452.852 viviendas tienen un estado que va de regular a malo, dato que representa el 37% del fondo habitacional, hasta diciembre del año pasado estimado en unas 3.946.747 viviendas. Dice un informe oficial: “Por su ubicación geográfica, el 76 % de los hogares cubanos están en asentamientos urbanos (2.997.437); en zonas rurales hay 949.310. Aunque porcentualmente se mantiene en términos iguales a años anteriores, el mayor crecimiento continúa siendo en la zona urbana”.
Más allá de la exactitud de esos guarismos, lo cierto es que arrastran, al menos, tres correlatos. El primero es el hacinamiento y la coexistencia en un mismo espacio habitacional de tres —y hasta cuatro— generaciones de cubanos. Esto significa, entre otras cosas, la cohabitación en escasos metros cuadrados de perspectivas, hábitos cotidianos y valores en franca colisión en medio de una crisis económica y de sentido, lo cual a menudo incide sobre cuestiones tales como la alta tasa de divorcios o la disolución del vínculo informal entre las parejas.
El segundo es la falta de privacidad. Cubanos hay que apenas pueden tener una vida íntima regular y estable ante la presencia de hijos, no exactamente menores, en su propio cuarto. La cuestión se agrava ante la casi total inexistencia de las posadas, instituciones históricas de la cultura cubana donde la gente “resolvía”, pero desaparecidas del panorama precisamente por haber sido destinadas a paliar el problema de la vivienda al ubicar en ellas a familias que han perdido la suya debido a eventos como derrumbes, lluvias o ciclones. El resultado ha sido la privatización de las posadas, es decir, la emergencia de emprendedores que alquilan durante unas horas un cuarto para las sudoraciones del sexo, pero que no han llegado a ser tan populares como las posadas.
El tercero es el peor: las autoridades declaran inhabitable inmuebles, pero a menudo sus ocupantes se quedan ahí mismo. Prefieren no irse debido a la renuencia a ser trasladados a los albergues, una movida que se supone provisional, pero cuyos términos reales pueden ser infinitos. Las personas se resisten a ser internadas, no por perversidad, elitismo o conducta impropia, sino sobre todo porque la estancia en esos lugares es como un pasaje a lo desconocido a la sombra de malas compañías y miradas imprudentes.
Durante los años 60 del pasado siglo, la política constructiva cubana tuvo innegables realizaciones, entre ellas el reparto “Camilo Cienfuegos” en La Habana del Este, el reparto “Guiteras” y los edificios de la “Timba”, concebidos bajo la mirada de Pastorita Núñez, por entonces directora del Instituto Nacional de Ahorro y Viviendas. “Las casas de Pastorita”, las bautizó el vecindario. Revolución era entonces construir, como reza todavía un letrero lumínico en los altos del Ministerio de la Construcción de Cuba.
Pero esa flecha lanzada no resolvió los problemas del crecimiento poblacional. En los años 70, la emergencia del movimiento de microbrigadas quiso contribuir a resolver el problema de la vivienda por la llamada “vía social”, aunque en definitiva ese déficit se mantuvo. Aquel fue el origen de Alamar, una ciudad satélite y urbanísticamente disfuncional en la que hoy el abandono campea. Y allí se terminaría dando lugar a construcciones informales dentro de los propios edificios-bloques que con las crisis de los 90 acabaron por aceptarse ante la imposibilidad de construir más viviendas.
Más tarde, en el contexto del llamado “Proceso de Rectificación”, la Ley de Viviendas de 1988 eliminó la construcción por medios propios y estableció penalidades para los incumplidores en medio de una caída vertical de la producción de cemento, y de otros materiales, con otro derrumbe en Europa del Este como telón de fondo; otra raya más para el tigre.
No hace mucho esa raya trató de ser atenuada mediante la iniciativa personal de los moradores, a quienes se les venderían materiales de construcción y quienes también acudieron a una política de créditos; movida hoy llena de obstáculos, empezando por el delirante costo de una bolsa de cemento (si aparece) en el escenario de la Tarea Ordenamiento. De acuerdo con la nueva política, el Estado entregará viviendas y materiales de la construcción a quienes lo necesiten, en función de sus “méritos sociales y laborales”, y los receptores deberán pagar “en tantas mensualidades como sea necesario, en función del ingreso per cápita del núcleo familiar”. Y tendrían prioridad “las personas que viven en condiciones precarias y en asentamientos costeros, así como aquellas con necesidades de vivienda más graves” comenzando por “solucionar los casos sociales y las familias con mayor tiempo conviviendo en albergues”.
El Malecón Tradicional tiene su Plan Especial de Rehabilitación Integral desde el año 1997, pero aún falta mucho para lograr resultados notables en lo que a viviendas se refiere. Tres de los objetivos del Plan, sin embargo, siguen en pie: “disminuir la segregación y la marginalidad, ejecutar las viviendas que se demandan para resolver el problema de las familias albergadas o con orden de albergue y minimizar la cantidad de viviendas en riesgo por su vulnerabilidad”.
De eso se trata, flecha en el aire.