Rafael Villares nació en La Habana veinticuatro días antes de la caída del Muro de Berlín, es decir: el 18 de octubre de 1989, inicio también —y consecuencia de lo anterior— del Período Especial, nombre florido que se le dio a la peor crisis económica que hayan vivido los cubanos hasta el presente. Cabría esperar que su aterrizaje en un contexto tan atribulado, incierto y de pronóstico difícil hubiera, si no decidido, al menos influido en la elección del camino que tomaría en la vida: electricista, plomero, albañil, negociante, político…, profesiones todas que proveen el sustento seguro en un mundo de carencias totales. Pero no. Al niño le dio por ser artista, que es como decir por soñar en voz alta, imaginar lo imposible e intentar doblarle el brazo a la realidad lata y mediocre del día a día. En pocas palabras: Rafa es un inconforme; no muestra las cosas como son, ni como deberían ser, sino como él se empeña en ver, en hacernos ver. Ergo, un artista es aquel ser “desajustado” que comparte su singular mirada. Como diría Retamar, se nace poeta como se nace jirafa: es una fatalidad, un destino inexorable.
A Rafa lo he visto crecer, y no sólo en estatura física. Es uno de los artistas más sobresalientes de su generación, misma que ha dado nombres como Ernesto García Sánchez, José Mesías, Carlos Martiel, Rigoberto Díaz y Miguel Machado, por sólo citar algunos de sus amigos y colegas más cercanos.
Voy al diálogo.
Describe tu proceso de formación académica dentro de las artes visuales. Señala los momentos más trascendentes de esos 11 años de estudios.
A finales del 2002, con 14 años, entro en el Centro Experimental de las Artes Visuales, o 23 y C, como todo el mundo lo conoce. Llevaba un par de años pasando por algunos talleres de pintura en varios lugares y quería encontrar algún sitio donde pudiera prepararme para San Alejandro con más rigurosidad. En esa época yo tenía un conocimiento bastante escaso de la Historia del Arte, y mi paradigma de artista estaba más ligado al oficio que a lo intelectual. Gracias a Mayrelis Peraza, Glauber Ballestero, Fernando López y Frency tuve las primeras conversaciones sobre arte conceptual, land art, environments o instalación. Un año después comencé también en el Taller de Manero, y alternaba los dos lugares. Allí estaban Figueroa y Cassay, con una metodología muy particular con la que aprendí mucho de autodisciplina.
Pasar las pruebas de la Academia fue una alegría considerable. Recuerdo el estrés de mis padres porque me había quedado un año en la calle sin carrera cuando la mayor parte de mi aula en la secundaria había pasado a la Lenin. Estar ese año “de satélite” rindió frutos y tuve la suerte de quedar entre los primeros en el escalafón en las pruebas de ingreso. Esto me valió en primer año para participar, junto a varios amigos, en un intercambio entre estudiantes de la Cardinal Wiseman High School de Londres y San Alejandro. Fue un despertar para todos, no solo por el hecho de estar juntos y compartir la aventura del viaje, sino por la posibilidad de visitar las mayores colecciones de arte del mundo, incluso antes de que las diéramos en clase. Particularmente recuerdo el impacto que tuvo para mí el Museo de Historia Natural y el Museo Británico.
San Alejandro en esa época estaba bien activo y tuvimos la suerte de contar con muy buenos profesores. Particularmente recuerdo el impacto que tuvieron para mí las clases de Inés Garrido, Rolando Vázquez, Jorge Luis Rodríguez Aguiar y Humberto Díaz.
En el Instituto Superior de Arte (ISA) fueron 5 años intensos, que vinieron a poner orden y criterio a los intereses de mi trabajo anterior. La universidad no cambió mis motivaciones, más bien las amplió y dotó de lucidez al proceso, lo que me permitió llevar las obras a un nivel superior. Agradezco mucho el rigor teórico de algunas clases como las de Ramón Cabrera y Yolanda Wood y el impulso en la investigación que me dieron los talleres de especialidad de Ruslán Torres, Abel Barreto, Jorge Wellesley y Luis Gómez. Para que tengas una idea, de mi tiempo de estudiante en el ISA son: el primer Polaris (2010), que fue un ejercicio de clase de 1er año; la exhibición Dos instantes (2010), ganadora de la Beca Estudio 21 del Centro de Desarrollo; Reconciliación (2012) y Paisaje itinerante (2012), que salieron como bocetos de un taller opcional que impartía José Ángel Vincench; Tempestad cromática y Árbol de luz (Bienal de La Habana, 2015) fueron parte de mi tesis de licenciatura…
Recuerdo una frase que Ramón Cabrera nos dijo en clase: “la producción artística no puede ser acéfala”. Como nunca he sido un artista “intuitivo”, y debo confesarte que me cuesta mucho dar un brochazo expresivo per sé, este ha sido de alguna manera mi mantra.
Tu primera exposición personal es del 2008, y fue consecuencia del premio obtenido en el 8vo Salón de Arte Digital de La Habana. La obra posterior a ese momento iniciático se centra en lo instalativo, que integra, además de otros recursos, la captura y procesamiento de imágenes digitales. Traza un itinerario crítico desde Donde la demasiada luz forma paredes con el polvo hasta Paradigma líquido.
El premio de Arte Digital fue en el 2006, por la serie Finisterre (2005). Por entonces la fotografía se había colado en muchos de nosotros debido a un Taller de Fotografía Creativa que impartía Jorge Luis Rodríguez Aguiar en la Cátedra de Arte Digital. Hacíamos caminatas buscando imágenes, y lo pasábamos muy bien. Además, Jorge invitaba fotógrafos a que nos dieran charlas; entre otros, recuerdo con agrado los consejos del Chino Arcos y de Abascal.
Con el hábito de tomar fotos, generalmente a objetos tirados en la calle, coincidió que andaba muy interesado en cuestiones de antropología, de cosmovisión y de culturas originarias. Precisamente las últimas fotos que tomé para la exhibición Donde la demasiada luz forma paredes con el polvo estaban motivadas por un carácter animista en la visión de la realidad. En esos años, en mi cabeza pululaban tres influencias fundamentales: la fascinación por los artistas de la generación de los 80, los libros de Carlos Castaneda y la iniciación, de la mano de mi madre, en prácticas espirituales relacionadas con el Yoga y la Meditación.
Todo ese alboroto me hace dar el salto de la fotografía a la instalación. Y aparecen las primeras ideas que involucraban fundamentalmente el sonido para dar el “alma del objeto”: una pelota de béisbol con el sonido del estadio, una pepita de oro con sonido de espadas, un reloj de arena con el sonido del mar, un atrapasueños gigante que funcionaba como una grabadora… Estas primeras ideas, aunque muy básicas, me llevaron a realizar Aliento (2008), un bosque de cañabrava dentro de la galería de San Alejandro, con el sonido de ellas moviéndose; y De soledad humana (2009), una raíz de árbol que colgaba del techo de un aula, con 24 horas grabadas de sonidos del lugar donde la había encontrado, y que fue además la Tesis de Grado. En estas obras ayudó muchísimo el impulso que me diera Humbertico Díaz desde su Taller de Reparaciones. Vital fue también el empeño de mi familia y los amigos, que no dudaban cuando los llamaba en auxilio, daba igual que fuera para ahuecar una raíz y suspenderla en el aire que para bajar un camión de cañabrava.
Luego viene el Isa, que, como te comentaba, fue una etapa muy prolífica de trabajo. Lo cual tienen mucha lógica, porque el camino se iba despejando un poco de hojarasca y la investigación en los temas que me interesaban se me daba más clara. Allí es donde comienzo a hacer las primeras colaboraciones con científicos e investigadores, que se pueden ver, tímidamente aún, en Dos instantes (Centro de Desarrollo, 2010), pero que se hacen más claras en la serie Paradigmas (2014), donde involucraba químicos, físicos y matemáticos para escribir sobre fotografías tomadas por mí; y en la serie Morfología del eco (2014), en la que empleo datos topográficos, anatómicos, atmosféricos y botánicos para encontrar similitudes morfológicas entre rayos, raíces, venas y ríos.
En esta etapa también, y sobre todo después de Paisaje itinerante, comienzo a empatar hilos entre las obras y a tejer una plataforma conceptual que terminaría siendo la tesis de licenciatura que titulé Sobre como redefinir el concepto de paisaje. En ella concretaría mis intereses fundamentales en torno a la construcción cultural del Paisaje y los paradigmas históricos que condicionan nuestra relación con la Naturaleza. La escritura de la tesis, que tuvo como tutora a Elvia Rosa Castro, y las consultas cardinales de Tomás Sánchez, arrojaron mucha luz en lo que estaba haciendo y hacia donde debía enfocarme en lo adelante.
Cuatro años después, Divergencias: paradigma líquido (Factoría Habana, 2018) es quizás la exposición que visibiliza más toda la investigación recogida en Sobre como redefinir el concepto de paisaje. Cuando Concha Fontenla me propuso hacer este proyecto como una especie de obra en proceso, nos planteamos retomar un par de piezas anteriores con la condición necesaria de que se realizara todo nuevamente a la medida del espacio de la galería. Para ello Paradigma líquido tuvo una producción con una dinámica particular, la galería fue cerrada durante más de un mes para el montaje, por lo que el lugar se convirtió casi en mi estudio, y me permitió lograr que la mayoría de las obras, como las colaboraciones y los dibujos, se hicieran en el lugar.
Fue una gran exposición, no sé si en importancia para la crítica, pero si en tamaño. Abarcó todo el espacio de Factoría con más de sesenta piezas desplegadas en los tres pisos del edificio. Saldé una deuda conmigo mismo; me dio la posibilidad de cerrar un ciclo y abrir nuevas series de trabajo.
¿Tienes un statement de artista?
Si de algo estoy seguro es de que me encuentro en un constante tanteo con la definición y representación del “paisaje”. Defino este concepto como una relación activa y cargada de sentido, construida por la Cultura, desde la cual se pueden estudiar los paradigmas históricos sobre los cuales el hombre ha dominado La Naturaleza para re-imaginar otras posibles realidades de convivencia sostenible hacia el futuro. En ese afán, sigo involucrado con proyectos que potencien la investigación y la colaboración transdisciplinar, así como las intervenciones en espacios públicos.
Estoy particularmente interesado en los factores que median en nosotros al catalogar lo percibido: lo privado y lo público, lo personal y lo social, lo trascendente y lo intrascendente, lo humano y lo natural. Esta manera en que etiquetamos nuestro espacio de vida, basada fundamentalmente en opuestos, configura lo que somos y el paisaje que creamos.
Escoge tres de tus obras y desentraña las motivaciones que condicionaron a cada una, y el procedimiento para su realización.
Tengo que hablarte primero de Paisaje itinerante. Yo tenía 22 años y estaba en 2do año del ISA, por lo que no puedo negar que resultó una obra muy difícil de hacer; necesité la ayuda de mucha gente, entre instituciones, patrocinadores y amigos. La pieza fue patrocinada en su mayor parte por José Busto y su proyecto Avistamientos, a quien debo agradecer la osadía de confiar en mí en aquel momento.
La idea era lograr una apariencia semejante a las macetas que abundan en patios, ventanas y balcones, y así establecer una relación entre lo privado de un objeto que a través de la escala se convertía en público y participativo. Su itinerancia daba la posibilidad de hablar sobre la multiplicidad de paisajes, volcándose uno dentro del otro y generando experiencias que lograban la idea de integración total al paisaje de la obra y sus espectadores. Esto era posible desde el momento que un gesto de encuentro individual se tornaba colectivo, y aquellos participantes de la obra que apreciaban el panorama en el que este paisaje se había instalado, a la vez eran objeto de observación de los que habitaban el otro paisaje mayor donde este – de tránsito – se emplazaba. El micro espacio creado al interior de la maceta invitaba a una contemplación consciente y transformadora hacia el exterior cambiante en cada recorrido de la obra.
Luego vino Árbol de luz, una pieza que disfruto hacer porque el proceso entraña cierta actitud ecuménica, pues personas de distintos países, probablemente de distintas creencias religiosas y políticas, donan lámparas de alumbrado público como parte de la obra. Al lugar donde se “planta” el árbol vienen a bañarse de esa luz reconciliatoria.
El proceso de lanzar la convocatoria en las redes sociales y el llamado de boca a boca para recolectar las lámparas es fundamental en esta obra. Su apariencia estética, el rizoma, la forma de árbol, es un resultado de esa interconexión entre quince o más personas, su colaboración y su voto de confianza en la obra. Incluso, a sabiendas de los referentes de artistas cubanos que utilizan la forma del árbol y la historia que éste tiene como símbolo, no me imaginaba esa pieza de otra manera. Tenía que ser un árbol de luz.
El proyecto se concibió en el 2012 y su convocatoria fue lanzada con muy pocos recursos. En ese momento en La Habana la conexión a internet escaseaba y yo era aún estudiante, así que las primeras lámparas fueron conseguidas con el apoyo de muchos amigos y colegas que se brindaron a colaborar, resultando en la primera obra de la serie de luminarias, Reconciliación. No fue hasta 2015, como parte de la 12 Bienal de La Habana, en el proyecto Detrás del Muro, que la instalación pudo ser realizada físicamente en la esquina de las calles Prado y Malecón, en el Litoral Habanero. Para esa ocasión se incluyeron en una sola estructura, en forma de árbol, 15 de las lámparas recibidas de varios países.
En la convocatoria del proyecto se puede leer:
“Te invitamos a participar en la creación de una escultura. Se trata de una luminaria que combina lámparas de varios lugares del mundo, y que es también un gesto utópico por la reconciliación de todas las naciones, etnias, religiones, sistemas políticos, sociedades y culturas. (…) Tú lámpara se unirá a otras en la creación de un nuevo espacio común, revelando las múltiples aristas de afecto que integran nuestro Inconsciente Cultural.”
Este año la obra ha sido seleccionada finalista del 8vo Premio Arte Laguna. La noticia me tiene contento ya que ha quedado entre las 120 obras, de 12 090 aplicaciones, que serán expuestas en el Arsenal de Venecia, en octubre de 2021.
Por último, quisiera referirme a la serie Dibujos hidrónimos, que comencé en el 2016 y en la que aún trabajo. La palabra hidrónimo viene del griego hydor, (agua), y noma (nombre), es el nombre propio por el que se designa una masa de agua. Hidronimia es el estudio de los hidrónimos y de cómo las masas de agua reciben su nombre y éstos son transmitidos a lo largo de la historia. Me comencé a interesar en estos temas mientras asistía a la residencia internacional Vermont Studio Center, en Estados Unidos, influenciado sobre todo por la ubicación que tenía mi estudio a las márgenes de un río.
En esta serie de pinturas los nombres de los ríos son una metáfora del fraccionamiento del mundo que hemos construido. Es sumamente reveladora la idea de que un solo curso de agua, sea asimilado culturalmente de diversa forma y que incluso en esa diversidad siempre exista un origen geográfico común.
El proceso para hacer las piezas empieza con recolectar datos de la longitud de ríos que atraviesan varios países y estudiar la distribución de sus fronteras. Luego hago gráficas de pastel con esta información y las traslado a la cartulina o la madera para que me sirvan de base para las pinturas. Mezclo dos técnicas ancestrales de pintura sobre agua: la Suminaggashi, japonesa, y la Ebru, turca, que me permiten enfatizar el carácter libre e incontrolable de los cursos de agua. Cada obra es única, ya que el patrón que se produce al sumergir el papel o la madera en el agua nunca se repite. El resultado depende de la forma en que los pigmentos hagan contacto con la superficie líquida y de los trazos producidos por mí al provocar ondas en ella. Como no utilizo las técnicas al pie de la letra y el resultado final es distante del método artesanal de marmoleado de papel, he optado por nombrar de forma distinta el procedimiento en esta serie. Para mí son “pinturas sumergidas”.
La elaboración e instalación de tus obras es un proceso casi siempre arduo y costoso, que involucra a equipos interdisciplinarios. ¿Cómo lo logras viviendo en un país tan deprimido económicamente?
He aprendido que a veces no es el dinero el factor que puede frenar la posibilidad de una instalación urbana, sino la burocracia. Con las obras que he realizado en Cuba he padecido por los materiales y el estrés de las carencias, y aunque en la mayoría de las ocasiones he logrado aunar la buena voluntad de patrocinadores tanto institucionales como privados he puesto a sufrir a mi familia monetariamente en más de una ocasión. Paradójicamente, en asuntos de gestión y emplazamiento, en la Isla existe mucho menos papeleo que internacionalmente.
Últimamente he comenzado a cuestionarme mis intenciones con el espacio público y la producción de obras cuya espectacularidad sea demasiado costosa. Me apasiona trabajar con equipos interdisciplinarios y en ese sentido he tratado de mantenerlo en proyectos como Paradoja topográfica (2018- en proceso), donde trabajé con un programador, un impresor 3D y un topógrafo, o en la serie Inmersión (2018-en proceso) en la cual colaboro con un oceanógrafo que me suministra datos de fondos marinos para elaborar instalaciones y dibujos que pienso llevarlos, con la ayuda de un programador, a un software de realidad virtual.
¿Hay una marca Rafael Villares?
Tengo un dilema con esto porque no creo en el paradigma del artista fácilmente identificable. Creo en los cuerpos de trabajos y de como de los nichos de investigación que estos me propician van emanando las obras. Limitarse a una sola técnica o un único modo de hacer significa para mí la muerte como artista. Respeto las especializaciones, pero soy muy curioso, o quizás diletante, como para quedarme encasillado en un solo método. Eso no quita que con los años haya ido cerrando el diapasón y me he enfocado en tres medios fundamentalmente: la instalación, el dibujo y la fotografía. A su vez, he encontrado en el libro de artista un medio al que acudir con sistematicidad; incluso pretendo que cada serie de trabajo tenga uno, fruto del proceso de investigación, pero como obra en sí mismo.
Suelo organizar todo por series de trabajo que considero atemporales, nunca les doy cierre y me gusta retomarlas pasados los años. Esto puede significar un cambio total del aspecto formal de una misma idea. Por lo tanto, no creo en la marca estética o en el cuño bohemio de las Vanguardias. Como tampoco creo en el “todo vale” de la posmodernidad, no comparto la visión snob del artista como un sujeto extravagante que produce cosas que no se entienden, pero se aceptan solo por el hecho de ser tocadas por él y los que lo validan. Humildemente creo que los tiempos que corren ameritan otro tipo de paradigma de artista, menos hedonista, más claro en su función social y menos egocéntrico.
Las personas tienen demasiados deseos de etiquetar las cosas. Mientras, por un lado, se espera del artista originalidad y autenticidad todo el tiempo, por el otro se ve mal que repitas un proyecto, incluso si los contextos son diferentes. A veces siento que se le exige al artista alcanzar la habilidad de un deportista de alto rendimiento más que la capacidad intelectual de un gestor de conocimiento y sensibilidad. De todas formas, mi apuesta va más por un arte comprometido con sanar y proponer. Confío en la capacidad que tiene el arte de formular la realidad como un espacio versátil y de activar los mecanismos de cambio en cada uno de nosotros.
Sin embargo, uno va cargando con sus manías a cuesta y encuentra motivos que se repiten con los cuales se pudiera designar lo que hago. Sé que hay gente que me encasilla dentro del paisaje, o en hacer obras con elementos naturales. Esto no me molesta, porque realmente es en la naturaleza donde he encontrado una fuente inagotable de conocimiento y una problemática contemporánea.
¿Existe un coleccionismo nacional?
La verdad es que no hay realidad cultural completa sin coleccionismos y esto es una pata de la que cojea el arte cubano. Para que el coleccionista cumpla su función social, la realidad cubana tendría que cambiar mucho económicamente y desarrollar un mercado interno que promueva y fortalezca el consumo del arte cubano por cubanos. En esto las ecuaciones no fallan: más dinero en el país, más bonanza, más coleccionismo que evita que las principales obras de los artistas nacionales estén regadas por el mundo.
Aplaudo los esfuerzos institucionales, que son muy válidos, pero insuficientes, sobre todo porque es imposible que la institución, por mucho dinero que tenga, supla la figura del coleccionista privado. Deben desarrollarse y trabajar juntas, hacer alianzas por el bien común del patrimonio artístico del país.
Si el milagro económico pasara, de todas formas habría que cambiar ciertos mecanismos y descentralizar otros. Habría que pensar incluso en propiciar créditos bancarios para compras de arte, dejar que esos nuevos coleccionistas y filántropos abrieran sus fundaciones y pequeños museos. Cualquier alternativa similar ayudaría a mantener el patrimonio de las artes visuales en la Isla, elevar su promoción y conservación.
¿Qué sería de Renoir, Delacroix, Degas, Monet, Touluse-Lautrec, Matisse, Gauguin, Picasso si no hubiera existido Gertrude Stein? Que hay de Peggy Guggenheim, Isabella Gardner, Albert Barnes, Henry Clay y muchos otros, que convirtieron sus casas en museos o donaron sus colecciones a los principales museos del mundo.
Igual, hay que nadar en el mar de estos tiempos. Actualizarse, puede que potenciar el coleccionismo nacional venga por las criptomonedas y los NFT. El criptoarte ha llegado para cambiar la historia en muchos sentidos.
¿Qué opinión tienes del estado actual de las artes visuales en Cuba?
No conozco las cifras, pero la cantidad de artistas visuales que ha dado esta isla es tremenda. La pregunta es cuántos de los que se gradúan en carreras de arte siguen ese camino, y luego qué haces con tantos graduados. Sorprende la cantidad de gente talentosa que se gradúa cada año. Es como si nuestra condición geográfica y las circunstancias económicas propiciaran esa necesidad de comunicar y crear a toda costa.
La creación artística tiene una gama muy amplia de intereses, tendencias y estilos que confluyen a la vez. Creo que eso hace precisamente que el mundo del arte en Cuba tenga un dinamismo que lo redibuja a prisa y con facilidad. Algo que aplaudo, y que considero fundamental a la hora de hacerle frente a los estereotipos de lo que se considera arte cubano en algunos circuitos, una especie de marca ligada a nuestro contexto sociopolítico amparada en paradigmas culturales muy superficiales. Habría que pensarse el grado de culpabilidad que tiene cada uno de nosotros en eso, al dar por sentado que cierta dosis de “exotismo tropical” nos beneficia, obviando totalmente como en las últimas décadas el auge internacional del interés por el arte cubano se corresponde con los acontecimientos históricos del país. Sin embargo, seguimos promoviendo el arte cubano en los mismos circuitos internacionales desde donde se construye la demanda de esa “singularidad tropical”.
Pero lo anterior son los problemas de siempre. Hoy están en capilla ardiente otros dilemas, que pasan por el tamiz de la situación socio-económica del país, su política cultural y la relación de los artistas con sus instituciones.
No hay mejor momento como este para reimaginar y fundar.
En Cuba Rafael Villares ha hecho estudios y carrera como artista visual. Consigno aquí sus últimas muestras personales:
Encuentros en el paisaje: Miler Lagos-Rafael Villares, 2019; Montenegro Art Projects (MAP), Bogotá. Tierra incógnita, 2019; NG Art Gallery, Ciudad Panamá. Divergencias: Paradigma líquido, 2018; Factoría Habana, Cuba. Eco, 2015; Galería Artis 718, La Habana. Inventario, 2014; Fundación Ludwig de Cuba, La Habana. Paisaje Itinerante, 2012; instalación en espacio público, colateral XII Bienal de La Habana. Dos Instantes, 2010; Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, La Habana. De soledad humana, 2009; Salón de Conferencias, Academia San Alejandro, La Habana.
Ha recibido premios, becas de creación y residencias artísticas en Cuba, Canadá, Panamá, Colombia y Estados Unidos de América. Algunas de sus obras forman parte de prestigiosas colecciones, como la del Consejo Nacional de las Artes Plásticas, Cuba; Colección Minneapolis Art Institute, E.E.U.U; Colección Chazen Museum, E.E.U.U; Colección Museo Jorge Luis Cuevas, México; Colección Lewis & Clark College, Portland, E.E.U.U.; Colección Jorge M. Pérez, E.E.U.U; Colección Gilbert Bronwstone, Francia; Colección Nina Menocal, México; Colección Madeleine Plonsker, E.E.U.U; Colección Fundación Casa Cortés, Puerto Rico; Colección Eduardo Salazar, Colombia; Colección Jorge Rais, Colombia; Colección Harry Woldenberg, México; Colección ArtOnCuba Magazine, E.E.U.U; Colección Cota Cohen, E.E.U.U, Colección Fundación Los Carbonell, Panamá-Cuba y Colección MAP, E.E.U.U.