Comprender el fenómeno fundamentalista en Cuba, y el lugar de la fe religiosa en el orden social y las pautas culturales, se hace imprescindible dentro del mapa ideopolítico nacional.
El pasado 1 de abril, representantes de dos denominaciones religiosas polemizaron en la televisión pública sobre el Código de las Familias. Entre ellas conocimos algunos postulados de la Iglesia Presbiteriana Reformada.
En esta ocasión, converso con Ary Fernández Albán, pastor de la Iglesia Presbiteriana-Reformada en Cuba (IPRC) y profesor de Teología en el Seminario Evangélico de Teología, Matanzas, quien nos ayudará a entender un poco más el entramado religioso cubano y la relación entre Estado, Iglesia y proyecto político.
¿Qué es la Iglesia Presbiteriana-Reformada? ¿Cuál es su doctrina bíblico-teológica?
La Iglesia Presbiteriana-Reformada en Cuba (IPRC) es una denominación cristiana protestante cuyo inicio se remonta a 1890. Forma parte de la tradición o familia confesional Reformada, que es como se conoce a las iglesias que se nuclean en torno al pensamiento teológico de Juan Calvino, una de las principales figuras de la Reforma Protestante del siglo XVI en Europa, y a su proyecto eclesial en Ginebra, Suiza. El término Presbiteriana designa su forma de organización y gobierno democrático-representativa, en la que presbíteros (término griego presente en el Nuevo Testamento para referirse a los “ancianos gobernantes”) son elegidos para dirigir la Iglesia en las diferentes judicaturas u órganos de gobiernos: a nivel local (Consistorios), regional (Presbiterios) y nacional (Sínodo).
Teológicamente hablando, esta Iglesia confiesa su fe en Dios, a quien concibe como Trinidad (Padre, Hijo, y Espíritu Santo), una comunión divina y eterna de amor y vida que continuamente crea, redime, renueva, reintegra y reconcilia consigo todas las cosas, incluyendo a los humanos. Cree que Jesucristo, el Hijo eterno de Dios encarnado, es la Palabra más clara de Dios a la humanidad en su propósito liberador y reconciliador. Por eso le confiesa no sólo como Señor, sino como Hermano Mayor, en quien somos perdonados, aceptados y abrazados por el Padre como hijos e hijas de Dios, y por cuyo ejemplo, enseñanza y Espíritu somos llamados a participar como comunidad de discípulos y miembros del cuerpo de Cristo (Iglesia) en la realización histórica en el mundo de su reinado de paz, libertad, amor y justicia hacia toda su creación. La Iglesia se siente llamada por Dios a colaborar con este propósito o misión a través de su testimonio profético evangelizador de servicio al mundo, pues al servir incondicionalmente a la sociedad ofrece su adoración a Dios, confiesa su fe en la acción salvífica de este y proclama que otro mundo diferente, más humano —y por tanto divino— es posible. La Iglesia confiesa esto basada en el testimonio bíblico acerca de la revelación de Dios en su Creación y en la historia, particularmente en la del pueblo de Israel y de las primeras comunidades cristianas.
¿Qué distingue a la Iglesia Presbiteriana-Reformada del resto de las iglesias cristianas?
Yo hablaría más en términos de caracterización que de distinción. Referirse a un aspecto que distinga a la IPRC del resto de las Iglesias cristianas, como si se tratase de algo único en ella, es algo difícil de sostener, sobre todo en la actualidad cuando los diálogos ecuménicos e interconfesionales y las influencias mutuas de todo tipo (teológico, eclesiástico, litúrgico y misiológico) entre las diversas denominaciones hacen que esas marcas o aspectos distintivos o únicos, fácilmente reconocibles en el pasado, sean hoy prácticamente indemostrables. A mi juicio se trata más bien de énfasis que cada denominación o Iglesia pone en doctrinas específicas, en determinadas interpretaciones de estas, en la manera de concebir y desarrollar la misión de las iglesias, en determinados estilos de organización eclesiástica y de formas de adoración, etc. Por ejemplo, la IPRC comparte con las demás Iglesias protestantes los principios fundamentales de la Reforma: la salvación por la gracia de Dios a través de la fe, Jesucristo como mediador entre Dios y la humanidad, la Biblia como referente normativo para guiar la fe y conducta de los cristianos y cristianas, y el sacerdocio universal de los creyentes, por mencionar algunos de ellos. Sin embargo hay tres énfasis teológicos que caracterizan a la tradición reformada: la soberanía de Dios, la santidad de la vida común y el trabajo (no hay distinciones dualistas ni jerárquicas entre lo “sagrado” y lo “profano,” sino que toda actividad humana y cualquier dimensión de la vida es una oportunidad para servir y adorar a Dios), y el principio de que la Iglesia reformada tiene que vivir en una permanente reforma o revolución.
¿Qué relación tendrían los postulados de la IPRC con la afirmación de un Estado laico?
Que el Estado sea laico implica la separación del Estado de las Iglesias o instituciones religiosas en el sentido de que estas dispongan de libertad para operar internamente sin la intervención de aquel y que a su vez no puedan influir en las políticas estatales y acciones legislativas para avanzar agendas propias de acuerdo a sus preceptos teológicos en detrimento de los derechos de otros grupos sociales. Entre los fundamentos bíblico-teológicos que nos llevan a enfatizar el necesario carácter laico del Estado se encuentra la ya mencionada soberanía de Dios. Se pudiera pensar que dicho principio lo que hace es justamente negar tal afirmación. Si Dios es el soberano de todo, entonces lo más lógico es suponer que las Iglesias aboguen por la existencia de un Estado confesional (en nuestro caso, cristiano) que intente legislar y regir la vida de la sociedad de acuerdo a su divina y soberana voluntad, un tema, por demás, extremadamente controversial. Muchas iglesias abogan por ello, otras como la IPRC piensan de forma diferente.
Afirmar la soberanía de Dios implica confesar que Dios es el centro de nuestras vidas y que nuestra fidelidad y obediencia a su voluntad salvífica están por encima de cualquier otro reclamo de carácter ideológico, político, económico, cultural e incluso religioso, especialmente si se oponen a ella. Pero también significa que Dios, en su soberana libertad, se revela y actúa de múltiples e inéditas maneras a través de estructuras, movimientos e instituciones sociales, y de personas, religiosas o no, para llevar adelante sus propósitos creadores, emancipadores y renovadores. Esta acción divina libremente soberana no puede ser restringida o controlada por los seres humanos ni por las instituciones creadas por estos, aun por las que actúan explícitamente en su nombre. De ahí el necesario discernimiento que los cristianos y cristianas, y las personas creyentes en general, estamos llamados a hacer humildemente y con espíritu ecuménico, identificando en la sociedad la presencia actuante de Dios, así como de sus demandas de prácticas y relaciones amorosas, respetuosas, armónicas y solidarias, intentando construir consensos sociales cada vez más justos e inclusivos, sabiendo que Dios, al final, por mucho que lo intentemos, no cabe en nuestras doctrinas y particulares formas de objetivarlo en imágenes y conceptos.
¿Qué vínculo existe, en su criterio, entre fe y política?
Aunque esta pregunta merece una respuesta mucho más completa, por razones de espacio trataré de ser muy breve. La fe judeo-cristiana es una fe eminentemente política, es decir, no es la fe en un Dios que vive de espaldas a los problemas, vicisitudes y conflictos de sus creaturas, particularmente de las humanas. Todo lo contrario, es la fe en un Dios que toma tan en serio la vida de estas, sus sufrimientos y sus luchas por tratar de construir relaciones cada vez más justas, armónicas y equitativas entre ellas y con el resto de la creación que se hizo carne de historia humana en Jesús de Nazaret, un judío del siglo I en Palestina, quien en su afán de mostrar a sus coterráneos en qué consistía ese orden de cosas distinto —el reino de Dios— tuvo que enfrentarse a los fundamentalismos político-religiosos de su tiempo y pagar el precio con su vida. De la indisoluble relación entre fe y política dan testimonio amplio las Escrituras judeo-cristianas, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, pasando por los profetas y los evangelios.
¿Qué advertencias debemos tomar en consideración frente al incremento del fundamentalismo político con planteos religiosos?
Considero que todos los fundamentalismos, sean políticos, culturales o religiosos, son nocivos por sus efectos tremendamente tóxicos, en tanto contribuyen a envenenar el alma (véanse las redes sociales), a excluir a quienes no comparten un mismo pensamiento o comportamiento, y a simplificar en grado extremo la rica diversidad y complejidad del mundo en que vivimos, de la representación que nos hacemos de ese mundo, así como del lugar y el rol que desempeñamos como parte de él.