Los y las inspectoras e inspectores populares de transporte, más conocidos como “Amarillos”, aparecieron más o menos hace unos treinta años como bateadores emergentes frente al duro pitcheo de la falta de combustible en Cuba. Enseguida quedaron como jugadores regulares, casi que cuartos bates, en la odisea perenne que atraviesan cubanas y cubanos con el transporte en la Isla. No es de extrañar, pues es casi una regla que cuando se anuncian medidas “momentáneas” en Cuba para atajar contingencias, esas iniciativas pueden durar, como mínimo, décadas. Puede, incluso, que un día desaparezcan las medidas y cuando menos te lo esperas, volver a hacer acto de presencia, como ha sucedido desde hace unos años con los “Amarillos”.
Con el fragor del Periodo Especial, a principios de los noventa del siglo pasado, esta figura se convirtió en protagonista de la dura cotidianidad cubana. Rápidamente pasó a cumplir un rol tan importante en la sociedad que no exagero si los comparo con un médico, un ingeniero o un maestro. Así de grave era —o es— el asunto del transporte criollo.
El “Amarillo” tiene la misión de parar a los vehículos estatales con lugares vacíos para montar gente. El pueblo, sabio siempre y rápido de reflejos para acuñar nombres, frases y expresiones, enseguida los bautizó de esa manera por el color del uniforme que vestían. Esas prendas que, de seguro (y aquí suelto mi teoría) algún “cuadro” ideó, porque era ese el único color de tela existente por entonces en los almacenes.
Las y los inspectores e inspectoras de transporte se instalan desde el amanecer y hasta el ocaso en las entradas y salidas de los pueblos y ciudades, en rotondas, en cruces de carreteras y las más populosas paradas de guagua, aquellas que, de tanta aglomeración de pasajeros, pueden parecer un desfile de 1ero. de mayo. Esos puntos también han sido popularmente nombrados como “Los Amarillos”.
Viajar por los “Amarillos” implica, ante todo, una gran cuota de suerte, paciencia y resignación. Sabes cuándo sales de tu casa pero nunca cuándo llegarás a ese destino. Un viaje de La Habana a Santiago de Cuba, de unos 800 kilómetros, puede tardar un par de días yendo de tramo en tramo, de provincia en provincia y siempre con escala de “Amarillos” en “Amarillos”. Y a expensas de que te toque cualquier tipo de transporte. La cuestión no es cómo viajamos sino al menos la certeza de que en algún momento llegaremos.
Como todo lo que rebasa la lógica en Cuba, a Los Amarillos le dedicaron todo un acervo de chistes. Es famosa la adaptación del célebre cuento infantil de La Caperucita y el Lobo Feroz. Una vez iba Caperucita por el bosque vestida con guayabera y manejando un lada con chapa estatal. En una curva la para el Lobo. “¿Hacia dónde te diriges, Caperucita?”, preguntó desafiante la fiera vestida de completo amarillo. “Voy a casa de mi abuelita”, contestó la niña con voz de dirigente. “¡Arriba, cuatro pasajeros para casa de la abuelita!”, gritó el Lobo a una cola de animales que esperaban en una parada.
Otra humorada conocida fue la parodia del estribillo de la conocida canción “Amor de millones”, de la cubana Sara González y que también fue conocida internacionalmente en tiempo de salsa en la voz del puertorriqueño Gilberto Santa Rosa. El solo cambió de la frase “amor mío” por la palabra “amarillo” en medio de unos versos, enfatizan la vehemencia del cubano de a pie cuando los inspectores terminaban su jornada laboral:
“Amarillo no te vayas, / que yo no quiero verme solo otra vez. / Amarillo no te vayas, que lloro.”
Hace unos años parecía que los “Amarillos” eran especie en peligro de extinción. Aunque el tema transporte seguía siendo peliagudo (nunca ha dejado de serlo), ya no se les veía tanto a estos personajes con alcancías, silbatos y tablillas para dejar registradas las chapas de los carros que pasaban veloces y vacíos, ignorando la señal de “PARE” de la autoridad amarilla.
La cuestión es que la figura del “Amarillo” volvió a verse diseminada por el territorio nacional. Incluso, en algunos lugares, como en La Ciudad de La Habana, aparecieron vestidos con nuevos uniformes de color azul. Mas, como era de esperar, la gente le siguió llamando “Amarillos”.
El retorno a las calles de los inspectores fue noticia en toda Cuba. En los medios de prensa lo titularon “ante el clamor popular vuelven los amarillos”. Y hasta en un acto oficial del Ministerio del Transporte hubo entrega de diplomas.
“La importancia del trabajo de los inspectores estatales del transporte fue reconocida en el acto por los 30 años de esa entidad que tuvo lugar en el Museo de la Revolución. Sus trabajadores tienen la misión de hacer cumplir las leyes en la transportación de carga y pasajeros”, se podía leer en primera plana del semanario Trabajadores hace poco tiempo.
Sobre la vuelta triunfante de los “Amarillos” y ese escrito de la prensa, el gran filósofo popular Héctor Zumbado, de haber estado aún vivo, de seguro hubiese escrito una desopilante saga de Riflexiones, un “disparate” lingüístico para criticar, construir y “tirar a dar, pero sonriendo”, decía.
Algún día habrá que hacer una película sobre “Los Amarillos”, los pasajeros y demás avatares de ese embrollo. Ese sería también un filme sociológico y fisionómico de varias generaciones de cubanas y cubanos. Es más, para preservar esa memoria surrealista de nuestro país propongo que cuando ya no existan más los “Amarillos”, coloquen tarjas con la siguiente inscripción: “Aquí funcionó un punto de Amarillos”. Pero para que eso ocurra falta mucho, pero mucho tiempo.
Ese futuro está muy lejano porque el transporte en Cuba es cosa gorda, como cantan Los Van Van. Y, los “Amarillos”, para seguir con el “Tren de la música cubana”, parecen tararear: “Y ahora vengo como vengo…/ ¡Sigo ahí! / Por eso me mantengo”.