Una de las imágenes más a tono con los tiempos que corren fue proporcionada por Parasite, la película surcoreana de la que tanto se habló hace unos dos años. Al menos, de las primeras escenas que nos entregó su director, Bong Joon-ho, a mí una me pareció muy ilustrativa de este presente vertiginoso.
Una chica y un chico, los hermanos Kim, barren el techo de la casa con sus teléfonos. Necesitan una señal wifi y se trasladan de un sitio al otro por los apretados espacios en los que viven hasta que al fin dan con el punto que les acerca a las potentes ondas radioeléctricas.
Entonces, ligeramente iluminados por la luz de las pantallas como los hombres y mujeres de los cuadros renacentistas tocados por la divina luz, como aquel San Francisco que nos legara Murillo recibiendo los estigmas, se ponen a revisar la Internet.
Gracias a esa maravillosa autopista de información la familia Kim puede recibir una respuesta laboral. Se trata de su conexión con el mundo, de su más efectiva forma de abandonar la atorada precariedad en la que se encuentran. Pero no tienen recursos para conectarse, por eso deben ingeniárselas para rastrear las señales de los demás.
Cualquiera de nosotros está determinado por una conexión a Internet en la mayor parte del día. Esperamos mensajes de familiares y amigos, propuestas de trabajo, avisos, concursos, confirmaciones de este o aquel trámite, denunciamos, queremos ver ofertas de productos en venta o incluso apelamos a muchos datos fáciles de encontrar aquí porque recurrir a ellos nos hace parecer cultos y bien informados.
Una conexión inalámbrica actúa sobre los humanos como el verdadero y único signo que se espera de un ente milagroso y muchas veces imposible de localizar, como es el caso del conocido modem. Nada que ver con el del sistema aquel cuyo sonido nos intranquilizaba al inicio de una conexión telefónica; ¿quién no recuerda y a quién no se le ponen los pelos de punta con ese sonido galáctico que podía ser interrumpido por una inoportuna llamada?
Sea cual sea el sitio al que se llegue lo primero que uno hace hoy es preguntar si tienen wifi. En principio para librar al teléfono de esa búsqueda incesante que a veces se chupa la batería. Un local con buena señal tiene un plus y ese plus es una de las razones que mantiene, al menos a ratos, a los comensales de una misma mesa sumidos en breves aislamientos que, a pesar de ello, los junta con otras personas y los lleva a otros lugares.
Es como la primera fase de la tele transportación, como en un período primitivo de otro adelanto del futuro. No hace falta una capsula en la cual se introduzca uno para al rato salir a miles de kilómetros. Ya podemos trasladarnos y ni los físicos holandeses esos que lograron tele transportar información cuántica a través de una red sin conexión directa entre emisor y receptor tienen nada nuevo que decirnos.
Recuerdo la chica que en un punto wifi ubicado en el principal parque de la ciudad de Holguín presentaba al teléfono sus respetables glúteos. Una persona del otro lado estiraba la mano y hasta parecía tocarlos. No era indiscreto yo, sino que hablaban a gritos y encima de mí, razón por la que fui testigo de aquel momento trascendente para la ciencia amateur.
Hace rato que estamos en eso: el cuerpo se pone a invernar mientras el alma viaja por otros sitios, se conecta con seres queridos, se acerca a lugares que no imaginó pisar el cuerpo y allí es capaz de hacer cosas inimaginables.
Además, ahora se necesita buena conexión para toda clase de trámites. Después de esta pandemia, al menos en Buenos Aires, desde donde escribo, ha quedado la costumbre incluso de hacer los pedidos en los restaurantes y cafeterías a través de códigos QR.
La vieja carta menú ha sido desplazada por ese cuadrito como pixelado que debemos escanear para alcanzar al fin la oferta a nuestra disposición en un establecimiento. Para comer o beber se necesita una buena conexión a Internet porque algunos meseros y algunas meseras son implacables con el cuerpo verdadero, necesitan verte llegar a sus predios también de forma virtual.
Hay sitios donde la Internet es libre y también proliferan las personas expertas en encontrarlos. Algunas de estas wifis las proporcionan compañías con las que uno tiene contrato; otras las pone el gobierno de la ciudad. Un día miraba yo a la gente reunida en uno de esos y calculaba cuántos de los cuerpos a la vista estaban en hibernación mientras las mentes andaban vaya a saber por qué lugares.
Otra vez pensaba cuando solía hablar desde los puntos wifi cubanos, donde la gente no se contiene para expresar cualquier clase de ideas, solicitud y proyecto, como la chica de los glúteos que tocaba su novio (era su novio).
A veces perdemos la señal de Internet y nos ponemos como locos. Todos vamos corriendo hasta el modem y observamos sus bombillitos. Si no parpadean el más pequeño llora porque no le funcionan los juegos o las películas y los adultos no podemos histéricos porque no tendremos cómo acceder a los programas que necesitamos para trabajar.
Hoy más que nunca permanecemos a la espera de señales y estamos determinados por ellas. Cada vez somos más dependiente de estas, que no son divinas ni metafísicas; y, aunque nos proporcionan largos momentos de alegría, devoran dinero, tiempo, electricidad.