Cuando Mijaíl Gorbachov asumió el cargo de primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética, en 1985, me encontraba iniciando mis estudios universitarios en Moscú.
Tras el largo período gris de Leonid Brezhnev y los tan breves que apenas se recuerdan de Andropov y Chernenko, Gorbachov llegaba al poder siendo un hombre relativamente joven para la anquilosada política soviética, con nuevas ideas de lo que debía ser el país y el mundo. Era un soplo de aire fresco que la mayoría, sobre todo los jóvenes, agradecían.
Poco a poco el nuevo líder de la URSS fue iniciando reformas, desde aquellas que iban contra el alcoholismo hasta las dirigidas a acelerar el atascado crecimiento económico del país, pero sobre todo empezó a promover un cambio de mentalidad.
Así, perestroika (reestructuración) y glásnost (transparencia) entraron en nuestro diccionario de la mano de términos más universales como libertad y democracia.
A la par de la apertura económica y los nuevos productos occidentales que empezaban a aparecer tímidamente en las tiendas moscovitas, se abrían las mentes y las fronteras; caían muros y surgían puentes. Los que vivimos ese proceso pudimos echar una mirada crítica a aquel presente y a la historia de los más de 60 años de la URSS. También llegaban nuevas formas de ver el mundo, que cambiaba junto con el país.
Tocaba a su fin la Guerra Fría —al menos por el momento— y el discurso de confrontación era sustituido, no sin traumas y suspicacias, por el diálogo necesario para la concordia y la colaboración con Occidente. En ese contexto Gorbachov, como primer y único presidente de la URSS, obtendría en 1990 el Premio Nobel de la Paz.
Mientras, para muchos cubanos que estudiábamos en Rusia aquel proceso era, además, una promesa de nuevos y mejores tiempos para nuestro propio país, incluso sin, para ello, tener que renunciar al socialismo, que veíamos como esa posible sociedad más justa para todos, acompañada de prosperidad económica y libertad de pensamiento. Hasta que la vida se encargó de despertarnos de aquel “sueño”.
Para cuando cayó con estrépito la gigante URSS y cambiaron para siempre las fronteras y las certezas, ya estábamos de vuelta en Cuba, y el consiguiente Período Especial obligó a que todos los esfuerzos se centraran en la supervivencia, sin posibilidades ni tiempo de valorar adecuadamente lo que ocurría a 9550 kilómetros de la Isla, desde donde solo nos llegaba una visión caótica y parcializada de la realidad.
Supimos después de primera mano que tampoco fue fácil para la mayoría de los rusos la década siguiente, que se debatió entre privatizaciones, mafias, y un país deshecho, una situación de la que muchos culparon directa o indirectamente a Gorbachov, unos por lo que hizo, otros por lo que dejó de hacer.
Pero, por otra parte, aquella fue una época en la que se sentaron las bases de cierta prosperidad y libertad para las décadas siguientes. Por eso, aún hoy su figura resulta muy controvertida, admirada por unos y odiada por otros —que lo responsabilizan de abrir las puertas de la URSS al capitalismo y dar el tiro de gracia al otrora pujante campo socialista—, aunque todos coinciden en que ocupa un lugar destacado en la historia.
Me despierto hoy, nuevamente en Moscú, con la noticia de su partida. En una Rusia ahora tan parecida y tan distinta de aquella que conocí en tiempos de la URSS. Capitalista y totalitaria a la vez, especialmente en los últimos meses. Con un conflicto bélico y una cortina más férrea que nunca, desde adentro y desde afuera.
Mientras, en Cuba le seguimos dando vueltas a la noria de la construcción de un socialismo que muchos no parecen recordar ya qué significa, en medio de una crisis económica que no termina y de cortapisas al pensamiento.
Gorbachov, con sus luces y sombras, nos dejó sembrada la semilla de la inconformidad con los males de la sociedad; nos enseñó que nada es inamovible, aunque lo parezca; nos hizo valorar más el diálogo que la fuerza. Se ha ido en momentos en que el mundo está cada vez más dividido y peligroso, en el que todas las partes parecen haber olvidado que ni las guerras ni las sanciones conducen a nada bueno, en el que más que nunca sería necesario retomar lo mejor de su legado: paz, reestructuración y transparencia.