En medio del furor por el Mundial de fútbol, cuando casi todas las conversaciones versan alrededor de la cita mundialista, un compañero de trabajo en Argentina, mientras almorzamos, me comenta lo extraña que le resultaba la ausencia de Cuba en estas lides.
“Cuando estuve en La Habana —comenzó a relatar— me sorprendió la cantidad de pibes jugando al fútbol por todos lados. Se les notaba buen nivel. Además, con tantos campeones olímpicos cubanos y, ¿nunca han ido a un Mundial? Es inaudito. Mira a Costa Rica…”, remató extrañado y a la espera de una explicación de mi parte.
No sabía qué contestarle. O, mejor, por dónde comenzar. Pensé en apoyarme en la poca tradición de ese deporte en Cuba. O decirle que, más que el fútbol, nuestra verdadera pasión es el béisbol. Pero eso ya no es tan así. Quizá, podría haberle soltado el argumento de que nuestros futbolistas poseen buenas condiciones físicas; pero les falta técnica. O, mejor, explicarle el poco apoyo que ha tenido el fútbol criollo por quienes dirigen los destinos del deporte en la isla.
Otra estrategia hubiese sido enfocar toda mi alocución alrededor de lo surrealista que puede resultar Cuba donde un equipo criollo acaba de titularse campeón de la primera edición de la Copa del Mundo de Béisbol 5 (eso que llamamos en el barrio de “cuatro esquinas”). Y que nos contentamos con eso porque los laureles del verdadero béisbol, del que alguna vez fuimos potencia amateur, quedaron muy lejos.
No le di ninguna de esas respuestas. Hubiesen sido meras justificaciones. Pero tampoco me quedé callado. No le dejé pasar a mi interlocutor aquello de que nunca hemos participado en un Mundial de fútbol.
Con la gimnasia que puede caracterizar a cualquier cubano para enarbolar logros del pasado y hacer de eso una carta triunfante, le conté sobre la Copa Mundial de Fútbol de 1938, en la que la selección cubana se convirtió en la primera del Caribe en llegar a cuartos de final en la historia del certamen.
Por supuesto, pasé por alto que se llegó a tal instancia porque varios países declinaron su participación debido al clima bélico. Fue poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Además, de manera ex profesa, obvié que los cubanos quedaron en séptimo lugar, tras sufrir una goleada sueca de 8 a 0.
Así quedó sellada nuestra charla.
Sin embargo, de sus reclamos futbolísticos hay algo que me quedó dando vueltas en la cabeza: su comentario sobre los niños pateando una pelota por doquier.
En Cuba, donde es incuestionable la pasión por el béisbol, el boxeo y otros deportes, cada vez más el fútbol se adueña de calles, parques, áreas deportivas y en cuanto rincón se puedan improvisar dos arcos; aunque sea con un par de piedras.
No es un fenómeno de estos días, contagiado por la fiebre mundialista de Qatar 2022. Desde hace mucho el balompié le disputa popularidad al béisbol, nuestro deporte nacional. En cualquier barrio, ciudad o pueblo hay ahora mismo más niños o jóvenes detrás de un balón que con guantes y bates.
En las escenas de fútbol callejero, de jugadores muchas veces descalzos gambeteando contrincantes y disputando una pelota también muchas veces destartalada, renace un divertimento extinto en otras partes del mundo. Incluso, es algo difícil de ver en el Mundial: es el hermoso fenómeno de jugar sencillamente por placer.
Eduardo Galeano, quien solía decir con una sonrisa que, como todos los uruguayos, él había nacido gritando “gol”, reflexionaba sobre la libertad y la ingenuidad de divertirse pateando una pelota en su libro El fútbol a sol y sombra:
“La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez.
El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohíbe la osadía.
Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad”.